Libros y amigos
A mí los libros me abrigan. Con frecuencia, los libros me abrigan más que las personas. Hay días en que no tengo ganas de salir a ningún sitio. Días de invierno, por ejemplo, de frío y niebla, de lluvia y tormenta, en que no me seduce la idea de mojarme o de experimentar la fuerza de la naturaleza salvaje; días en que quisiera no decir una sola palabra y que, sin embargo, ellas, las palabras, me acojan, me vistan, me hablen en voz baja, sin estridencias, a través de los libros que elijo leer.
Los mismos días en que antes de encerrarme salgo a tomarme un café de mañana con amigos al boliche de la esquina, y me imagino pateando con gusto el televisor encendido, a esa hora en que la hiperventilación de los matinales despide ruido y risotadas que lo mismo comentan las estafas de un colega animador que el choque de dos trenes, la teleserie que la lleva en la noche o las miserias de los consultorios atestados de enfermos pobres que reclaman un número de atención.
Corro a encerrarme en mi propio territorio, libre de animadores. Hoy quiero escuchar a Chopin y leer. Como me dijo una nueva amiga, quiero estar a la altura de mis sueños. Y mi sueño, hoy, es leer en paz, sin interrupciones. Leer, por ejemplo, el poema "Ultramort" que Jaime Gil de Biedma escribe recreando a un pueblo casi fantasma de Cataluña donde él estuvo tantas veces. "Una casa desierta que yo amo, /a dos horas de aquí, /me sirve de consuelo". En esa casa desierta de Ultramort, "una segunda infancia prolongada/ hasta el agotamiento/ de ser carnal, feliz".
Mencioné recién a una nueva amiga. ¿Puede uno hacerse de amigos nuevos, amigos eternos, cerca de la cincuentena? Uno ha escuchado que los únicos amigos verdaderos se fraguan en la infancia o primera juventud, en el colegio y la universidad, en el barrio, y que ya después es difícil entregarte a nuevos afectos, experimentar el vértigo de la complicidad, el deseo de que una vida ajena entre en la tuya, y la tuya en la suya, y que ya de más viejo esos encuentros son apenas furtivos, espejismos, a los que les falta consistencia y gratuidad. Yo, al revés, cada vez creo más en los nuevos amigos, porque con ellos viajas de vuelta. Reviso mi propio mapa de amistades verdaderas, y encuentro desperdigados en el territorio a algunos amigos tardíos, a los que conocí y encontré pasados los cuarenta, o incluso ayer mismo. Una vez, un amigo al que dejé de ver hace mucho me dijo que a él no le interesaba conocer a ninguna persona nueva en su vida. Me quedé callado cuando lo escuché, para no llevarle la contraria, pero pensé que él se estaba privando de una de las mejores cosas de este mundo: encontrar a un amigo a la vuelta de la esquina, de un modo casual e intempestivo. Esa belleza del hallazgo es similar al encantamiento que experimento con un verso, una frase, un párrafo, una página, un capítulo o un libro entero que metabolizo, de la primera a la última palabra.
Los nuevos amigos son también como los libros, me abrigan. De vuelta en el sur de Chile después de un paso veloz por Santiago, un amigo nuevo y su mujer, amigos del último año, me enviaron un mensaje de voz al teléfono celular para celebrar nuestro encuentro en la capital. Lo escuché un par de veces, se lo hice escuchar a la Solcita, porque estaba dirigido a los dos, y lo guardé, como archivo sonoro del cariño y la amistad. Días después, recibí un paquete en que me enviaban tres libros de regalo. Qué gran gusto me dieron. Ayer conversé por primera vez en persona con una nueva amiga, poeta, que escribió el poema "¿Cómo se dice saudade?", unos versos que a mí me gustan demasiado: "¿Cómo se dice camino/ en la ciudad de la lluvia y la neblina/ que moja los documentos del viajero/ en el momento de pasar al otro lado?". "¿De qué color es sentir?", pregunta Fernando Pessoa en el epígrafe de aquel poema. Uno pregunta con él: ¿de qué color es la amistad que empiezo a sentir por ella, por mis nuevos amigos del sur, por ese desconocido o desconocida que tal vez nos espera al otro lado de la calle, dispuesto cuanto menos a un abrazo?
Libros y amigos. Son bastante, suficientes para continuar respirando con entusiasmo.
FRANCISCO MOUAT.
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