Álvaro Bisama
Domingo 28 de Junio de 2009
Desaparecidos
Encontré en Viña un policial de Dennis Lehane que buscaba hace tiempo. Lehane es el autor de la novela en que Clint Eastwood basó “Río Místico”, el guión de unos cuantos capítulos de “The Wire” y un ciclo de novelas policiales sobre los barrios bajos de Boston protagonizado por los detectives Patrick Genzie y Angie Gennaro.
Hasta acá, nada nuevo, pero la lectura de Desapareció una noche (llevada al cine con guión y dirección de Ben Affleck, un galán de Hollywood que al parecer tiene más talento detrás de la cámara) puede ser perturbadora. Lo básico: la novela trata del secuestro de una niña de cuatro años y cómo los detectives, aparte de lidiar con las pistas y las distintas variables de un secuestro posible, deben aprender a elaborar modos de lidiar con su ausencia. Por supuesto, el relato tiene dos o tres vueltas de tuerca e incluye lo de siempre —policías corruptos, narcos impresentables y delincuentes entrañables—, pero haciendo que aquellos materiales adquieran un tono desolado, terrible, insoportable.
En la novela, Lehane no sólo se hace cargo del abuso infantil y de las claves del submundo de los pederastas, sino que devuelve esa mirada desolada hacia sus héroes, que no pueden soportar lo que ven: tinas de baño donde yacen niños desfigurados, madres que no dan de comer a sus hijos, hogares que no son tales. Así, más allá de la cáscara del policial, el libro es una reflexión moral sobre cómo mantener cierta cordura en las inmediaciones de la devastación y aniquilación de todo paisaje conocido. Eso, porque Genzie y Gennaro nunca salen de su propio barrio, y todo lo que sucede en Desapareció una noche acontece con suerte en el rango de unas pocas cuadras, en las mismas calles que los héroes conocen desde la infancia.
En un mundo donde los héroes de Stieg Larsson realizan proezas imposibles y desnudan conspiraciones nacionales o continentales, leer a Lehane nos devuelve al terreno pantanoso de la violencia doméstica y de la infancia como una tierra de horrores. Los personajes de Lehane habitan un mundo oscuro donde niñas abandonadas miran televisión en cuartos vacíos, esperando que sus madres regresen del bar mientras los detectives conviven con un horror que los deja vacíos y mudos, sin posibilidad de redención alguna. Dice Genzie: “lo que más se oye es el silencio de la criatura desaparecida. Es un silencio de entre setenta y noventa centímetros de altura, y sientes cómo grita por rincones, grietas y en la cara inexpresiva de una muñeca caída al suelo desde la cama. Es un silencio diferente al de los funerales y velatorios. El silencio de los muertos lleva consigo el fin; es un tipo de silencio al que sabes que te has de acostumbrar. Pero nadie quiere acostumbrarse al silencio de la criatura desaparecida; uno se niega a aceptarlo y, por lo tanto, no deja de gritar”.
En Lehane, la cáscara de lo policial es sólo un modo de modular el trauma del crimen, los modos del luto, la oquedad de cuerpos que sólo se relacionan con otros cuerpos por medio de la violencia. Agotador, el libro de Lehane describe el paisaje devastado de un mundo donde no hay promesas ni futuro. Terrible, se me ocurre que quizás es éste el destino o el deber de la novela policial: aquella valentía de internarse en una trama sin posibilidad de retorno, catarsis posible, de quedarse ahí varada como una señal que simplemente indica dónde está el pantano de lo conocido, la boca abierta en el momento previo al grito, el abismo de todos los días.
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