El Flaco Toro
FRANCISCO MOUAT Tengo una hermana que vive en Estados Unidos, entre bosques y ardillas. Sale a caminar todos los días con su marido a la hora del atardecer para botar calorías, le gusta mucho jardinear, se saluda amistosamente con los vecinos y debe pagar medio dólar por un kiwi o un dólar por una manzana si quiere alimentarse sanamente. De lo contrario, dice, engordaría en forma mórbida. Cuenta que la comida común es tan grasienta, que basta echar a cocer una salchicha en agua hirviendo para obtener un caldo espeso, como si fuera una cazuela lo que se estuviera cocinando. Mi hermana está feliz allá, ha logrado adaptarse a su nueva vida con gran inteligencia, pero no deja de mirar a Chile de reojo. Para mantenerse conectada lee diariamente en internet Las Últimas Noticias: "Es la dosis de truculencia que necesito para vivir", me dice en su último correo electrónico, antes de contarme un par de historias que venían en el diario y que yo había pasado por alto: el incendio intencional de un cuartel de bomberos de Papudo por parte de dos miembros de la compañía, seguramente aburridos de no ver acción en mucho tiempo, y la existencia ?casi invisible? del Flaco Toro, que vive desde 1974 en una choza a pocos metros de la playa, en el litoral central. La historia de los bomberos pirómanos me recordó una conversación que tuve años atrás con una amiga, convencida de que casi todos los bomberos chilenos adoraban el fuego antes que el servicio público. Ella no se explicaba de otra forma que no cobraran un peso y arriesgaran el pellejo a cada rato por pura vocación. Decía que le había tocado conocer a bomberos en Chile a los que les brillaban los ojos cuando hablaban de un incendio y se referían al poder destructor del fuego; igual, decía ella, que esos doctores a los que se les hace agua la boca cuando hablan de una enfermedad, como si las estuvieran disfrutando a medida que las van describiendo. A mí me daba mucha risa su argumentación, lo que no significa que no tenga un fondo de verdad. Entre miles de bomberos debe haber, cómo no, algunos pirómanos, desde aquellos moderados a los que les basta ir a apagar un incendio de tarde en tarde, hasta aquellos casos más extremos en que tienen que fabricarse uno para satisfacer su enfermedad, como ocurrió con estos muchachos de Papudo que acaban de ser declarados culpables, tras un juicio de dos años. La otra historia, la del Flaco Toro, firmada por Daniela Torán, es de antología. Resulta que Santiago Toro, de edad indeterminada, pero que hoy debe tener entre sesenta y setenta años a juzgar por la foto que publica Las Últimas Noticias, vive desde algunos meses después del golpe militar de 1973 en una choza, entre matorrales, a pocos metros de la playa. Un par de visitantes del condominio Las Brisas de Santo Domingo lo descubrió cinco años atrás, un día en que bajaron a pescar y el Flaco se acercó a ellos para ofrecerles carnadas. Se pusieron a conversar, y resultó que el Flaco les dijo que vivía allí, medio escondido del mundo, desde que lo soltaron del cuartel de Ingenieros Militares de Tejas Verdes, a donde cayó preso después del golpe. "Hágase polvo, no lo quiero ver más por aquí", le dijo un militar de apellido Torres tras ocho meses de detención. El Flaco le hizo caso y corrió a perderse una buena cantidad de kilómetros. "Había que arrancar de los milicos, ellos me pegaban", dice el Flaco, que no quiso reintegrarse al mundo por miedo a que lo detuvieran de nuevo. Entre medio murió su mamá, después sus hermanos, y al Flaco ya no le quedaron ganas de volver a la ciudad. Cuando vino el golpe Toro trabajaba en Rayonhil, una fábrica de ácidos conocida en la zona. Hoy no tiene documentos y su nombre no figura en el Registro Civil. "¿Cómo se ha alimentado en todo este tiempo?", le pregunta la periodista. "Cazo conejos, recolecto machas de la orilla, y ahora que estoy con mi amigo Francisco, vendemos lo que pescamos", le contesta el Flaco, que ya no tiene miedo, ni de los milicos ni de su vida natural, ermitaña y solitaria.
FRANCISCO MOUAT.
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