Agustín Squella
Viernes 20 de Marzo de 2009
Después del big bang
Como no es mi ánimo molestar a los creyentes, voy a admitir que ninguna teoría científica acerca del origen del universo excluye la existencia de un probable Dios creador. Otra cosa es que a muchos no nos resulte posible creer en Él, al menos en esa versión en boga de un Dios como objeto disponible al que echar mano cada vez que la vida nos pone en una situación difícil. Creo que fue un creyente en toda la línea -nuestro poeta Armando Uribe- quien dijo que Dios no es equivalente a una patita de conejo que llevemos en el bolsillo y que podamos frotar con éxito ante cualquier contrariedad de la existencia.
Con ocasión del ambicioso y fascinante proyecto que busca recrear las condiciones en que habría tenido lugar la explosión originaria que dio origen al universo -el llamado big bang-, recordaré el episodio que el físico Stephen Hawking vivió en el Vaticano, el año 1981, y que relata en su libro "La teoría del todo. El origen y el destino del universo" (Debate, B. Aires, 2008).
Cuenta Hawking que durante la década de los 70 estuvo dedicado al tema de los agujeros negros, y que su interés por la cuestión del origen del universo se reavivó en 1981, con motivo de una conferencia sobre cosmología que dictó ese año en el Vaticano, en el marco de una reunión científica promovida por la Iglesia Católica. Añade Hawking que la Iglesia del siglo XVII había cometido un lamentable error con Galileo al mandarlo a la cárcel por sostener que era la Tierra la que giraba en torno al Sol, y que no dejaba de constituir un avance que invitara ahora a expertos que la pudieran ilustrar sobre tales materias. Al final de la reunión se concedió a los participantes una audiencia con el Papa, quien -sigue diciendo Hawking- "nos indicó que estaba bien estudiar la evolución del universo después del big bang, pero que no deberíamos investigar sobre el propio big bang porque eso era el momento de la creación y, por consiguiente, la obra de Dios".
El científico de Oxford prolonga su relato para decirnos que se alegró al darse cuenta de que Juan Pablo II no conociera el tema de la conferencia que acababa de dar, "pues no tenía ganas de compartir el destino de Galileo", y concluye declarando su enorme simpatía por éste, "en parte porque nací exactamente 300 años después de su muerte".
Después del jactancioso antropocentrismo que dominó hasta los tiempos de Copérnico y de Galileo, hoy sabemos que la Tierra es un planeta más bien modesto, ubicado en los suburbios de una de los 100 mil millones de galaxias que es posible calcular en el universo, y que lo más probable es que el epílogo de lo que comenzó con el big bang sea algo así como un big crush, es decir, la contracción final de un universo inicialmente en expansión. Sucedería entonces con el universo, o cuando menos con nuestro planeta, lo mismo que con cada individuo en particular: ser un brevísimo destello de luz entre dos inconmensurables oscuridades, aquella que precedió al comienzo y aquella que seguirá a nuestro final. Aunque, como gusta decir el escritor Claudio Magris, entretanto bien podemos tomarnos un vaso de vino, donde "vino" es mucho más que ese delicioso licor que fabricamos de las uvas, y remite a aquello que cada cual tiene que hacer con su vida para dotarla del sentido que no trae impreso en sí misma.
No obstante carezca de explicación, bien podemos dotar a nuestra vida de sentido, algo que resulta posible tanto para creyentes como para no creyentes, aunque los primeros la tengan más fácil. Porque si bien yo no llegaría tan lejos como André Comte-Sponville y su ateísmo eufórico de la "feliz desesperanza", sí me mostraría de acuerdo con él en que la ausencia de toda esperanza no es impedimento para que un no creyente viva con gratitud, entusiasmo, dulzura y alegría.
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