Francisco Mouat es un grande, pero no se le cuenten a nadie.
“Estridencias” revista del sábado 18 noviembre del 2006
Bebíamos café con mi amigo, y hablábamos de las inevitables estridencias que caracterizan a la vida moderna, la vida que llevamos hoy en cualquier ciudad del mundo que se vanaglorie de formar parte de la economía de mercado. Es decir, en prácticamente todo el planeta. Una especie de chirrido físico y mental a ratos tenue, a ratos descarado que nos acompaña a donde vayamos, y que se impone no sólo como el ruido ambiente de nuestros días, sino también como la manera que hemos escogido para relacionarnos con los demás.
Esto que digo no es una abstracción ni una metáfora: hablo de las estridencias que nos acompañan concretamente en la calle, en el trabajo, en la televisión, en los titulares de la prensa, en la casa, a veces incluso cuando estamos solos y nos cuesta apañarnos con nuestra propia soledad. Estridencia que, pensándolo un momento, tiene que ver probablemente con cierta desconfianza y hasta cierto desprecio hacia el silencio. Un silencio que puede ser peligroso, perturbador, improductivo; un silencio que puede hacernos pensar incluso en el sentido de lo que hacemos más o menos mecánicamente día a día.
Abunda en este tiempo la necesidad casi siempre adquirida de vendernos a cada rato, de mostrar en el escenario virtual del mercado las bondades de nuestro producto, para que se vea bonito y ojalá se compre. Nada de lo que hacemos parece gratuito o no tiene un fin evidente: no nos conviene la gratuidad, no es moneda de cambio. Y, de vuelta, también a nosotros nos tratan como compradores potenciales de lo que el otro nos ofrece. Que nadie se libre de la cadena productiva. Que nadie tenga dudas de que lo que hacemos es cuantificable, medible, convertible en billetes. Que nadie sospeche de que no colaboramos en el siempre bien ponderado progreso de la economía mundial.
Hacer ruido para que se note tu presencia. Nunca correr el riesgo de pasar inadvertido. Y apostar a ganador. Si más encima te haces famoso, el círculo suena a perfecto mientras dura. Porque el propio mercado que te dispara al cielo envuelto en fuegos de artificio te advierte que debes aprovechar tus quince minutos de fama. Entre los periodistas, por ejemplo, es típico escuchar que el mayor riesgo que corres es desaparecer de la escena pública. No figurar. La pesadilla en ese caso es que el mundo te olvide apenas abandonas el ruedo. No se te vaya a ocurrir irte a la pieza del fondo a trabajar callado. Cuando vuelvas, dicen, nadie te reconocerá y tu espacio ya habrá sido ocupado por un relevo. Se supone que lo tuyo, más que una vida, es una carrera.
La estridencia restalla en tu oído, te habla de la mañana a la noche, parece no dejarte en paz. Me confieso sensible al tema: vengo llegando de unas vacaciones en solitario, donde durante más de una semana nunca subí la voz ni me la subieron. No me encaramé a una micro, menos a un taxi, tuve tiempo para lustrarme los zapatos y comer jugosas manzanas, apenas caminé en un radio de diez a quince cuadras a la redonda, y el mayor ruido que escuché en todo este tiempo vino de la pantalla grande, cada vez que fui a encerrarme a una de las salas del fantástico multicine que había en la esquina del departamento donde me alojaba. Vi historias de película, dormí siesta, leí sin apuro, escuché a mi amigo José Luis hablarme de unas niñas de siete y ocho años que eran tratadas como esclavas en Bangladesh, unas niñas que acarreaban ladrillos sobre sus cabezas a pleno sol y que él nunca ha podido olvidar, y me traje a la oficina para terminar esta crónica unos versos de Chuang Tzu que también dejaré escritos en la pared: "Escojo crisantemos al pie de la haya, y contemplo en silencio las montañas del sur; el aire de la montaña es puro en el crepúsculo, y los pájaros vuelven en bandadas a sus nidos. Todas esas cosas tienen una significación profunda, pero cuando intento explicarlas se pierden en el silencio". Francisco Mouat.
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