Saturday, June 19, 2010

Titolandia

FRANCISCO MOUAT
Diez años atrás, viajé a Concepción a conocer y entrevistar a un escritor radicado en la zona: Tito Matamala. Una de las razones del encuentro era confeccionar con él un ranking de las mejores empanadas fritas de Chile para la revista "Domingo en Viaje". Había que verificar in situ si las del sur le hacían el peso a las de la costa central en masa, fritura, relleno, caldo y sabor. Pero el ranking de empanadas era apenas un pretexto: lo que queríamos era simplemente conocernos. Había una amistad fraguándose en el intercambio de correos electrónicos, y entre otras payasadas habíamos acordado seriamente que yo escribiría una biografía contando la verdadera historia de Tito Matamala. El proyecto literario exigía un primer encuentro cara a cara.
Desde el mismo día en que nos encontramos en Concepción, nuestras vidas se conectaron para siempre. Esa tarde, en la caleta de Lenga, sostuvimos en un momento un diálogo que nunca olvidaré en que Tito habló de su padre:
-Él se fue de la casa el año 76, yo tenía trece años. Un día se me acercó en el patio y me dijo que se iba. "Me voy", dijo, y me dio la mano.
-¿La mano?
-Sí, la mano. Y se fue. Y nunca más lo vi. Era su opción, y no se la reprocho. Teníamos una relación escasa, pero no mala. Yo tengo buenos recuerdos de él, y por eso nunca lo voy a recriminar.
-Y supiste de él siete años después.
-Sí, en Concepción. Yo vivía en el Hogar Universitario y me avisan que vaya a la comisaría no sé cuánto. Voy, me pasan el teléfono, y al otro lado estaba un amigo de mi papá en Brasil que me dice: "Tu papá se murió hoy, tuvo un derrame, lo siento".
-¿Así de brutal?
-Sí, y eso es lo que me ha marcado la vida. Lo de mi papá fue un viaje al infinito, y también una ausencia eterna.
La madrugada del terremoto de febrero, apenas se supo que el epicentro había sido cercano a Concepción, la primera persona en la que pensé fue Tito Matamala. Ha vivido solo-solo desde los veinte años. A veces, sólo a veces, tiene en las noches a quién abrazar. La mayoría de las madrugadas, se duerme cansado y solitario. Mi amigo salvó el pellejo en el terremoto pero quedó sicológicamente dañado. No por haber perdido casi íntegra su colección de plastimodelismo o por haber tenido que abandonar por semanas su departamento maltrecho, sino por el miedo y lo que vio entre esa madrugada y los días siguientes, cuando su ciudad se pareció demasiado al Infierno.
La semana pasada, Tito Matamala vino a Santiago a presentar en la Feria del Libro Infantil su última joyita: La gran breve guía de los animales salvajes. No recuerdo haberlo visto tan contento como ese mediodía del lanzamiento. Antes de viajar, me confidenció por correo que este libro para niños era lo más bello que había hecho en su vida. Le creo. La mayor gracia de su guía, enteramente escrita y dibujada por él, es que está hecha para el disfrute. En la portada una advertencia: "Los adultos sólo pueden leer este libro con el permiso y la compañía de sus hijos". Lo presentó Cristián Warnken, y reparó acertadamente en lo gozoso, sencillo y gratuito del gesto de Matamala: escribir un libro, dibujarlo, con placer y humor para el placer y la risa de los demás, especialmente de los más chicos. Tito agarró el micrófono en el escenario de la feria y no hubo modo de quitárselo: habló del enorme trasero del hipopótamo, se reflejó a sí mismo en el cuervo, y sorteó entre el público afiches de algunas de las páginas del
libro: mi hija Agustina -que tenía un cupón con el número 43 y un ejemplar autografiado de la guía- se llevó el último de los afiches, que le viene como anillo al dedo: un armadillo que se pone nervioso viendo películas de misterio y dice cuatro veces en voz alta que no debe comerse las uñas.