Saturday, June 05, 2010

Dame fuego: el tabaco en el cine
Daniel Villalobos

Una de las informaciones que corrieron ayer en Twitter respecto al colapso que sufriera Gustavo Cerati en Caracas era que el músico argentino fumaba 40 cigarrillos al día. Eso es algo así como un cigarrillo y medio cada hora. Es bastante humo para alguien que se gana la vida cantando, pero el dato –que recibió las esperables rasgadas de vestidura de los anti-tabaco- me recordó la extraña relación que el cine ha tenido con los cigarrillos y los habanos desde sus inicios.



En el cine negro clásico, fumaban el héroe, la femme fatale y el villano. Fumaban los policías, los matones y hasta los ascensoristas (sí, alguna vez se pudo fumar en los ascensores). Como bien saben los fanáticos de la serie de época Mad Men, se encendían cigarrillos delante de embarazadas, bebés, ancianos y gerentes.

El cigarrillo era un elemento de caracterización tan importante como la camisa, el sombrero o la cicatriz en la mejilla. Una mujer fumando sola en un bar era una chica mala o en camino a comportarse como tal. Un tipo de corbata e impermeable fumando en una esquina era un detective o un sujeto involucrado en algún ilícito.




Hoy en día, el lobby anti-tabaco ha acorralado el vicio en pantalla a lugares muy específicos. James Bond ya no fuma –dejó de hacerlo en la etapa de Pierce Brosnan-, lo que es irónico, ya que una de las cosas que contribuyeron a matar a Ian Fleming, creador del personaje, fue su dieta diaria de dos paquetes y medio al día.

Desde Humphrey Bogart hasta Clint Eastwood, el cigarrillo era la marca de fábrica del tipo duro, macho recio e independiente. Era una escena de rigor en el Hollywood clásico que, frente a una muerte segura, el héroe se diera el minuto para encender un rubio y dar un par de piteadas antes de enfrentar su destino. Como dijera el Che Guevara en una famosa declaración, en la guerra y en la paz, el cigarro era un compañero. Y bien lo sabía él, asmático inveterado que jamás dejó el placer de un buen puro cubano en aras de su salud.





Al final, al Che lo mataron las balas de sus enemigos y no la nicotina. Lo mismo a muchos de los héroes de acción del cine clásico. Por eso resulta insólito –un verdadero viaje a otro mundo- pensar en filmes de apenas treinta años atrás y comprobar hasta qué punto el tabaco estaba presente en todas las instancias.

Un día que pillen Los Cazafantasmas en el cable fíjense en que tanto Dan Akroyd como Bill Murray fuman regularmente. Sobre todo en plena faena. Más insólito aún, en Alien, de Ridley Scott, luego de despertar de su sueño criogénico, lo primero que hacen algunos tripulantes de la nave Nostromo es prender un pucho.

Vito Corleone, según nos informa Mario Puzo en la novela de El Padrino, prefiere fumar rubios antes que habanos porque estos últimos le lastiman la garganta. Eso lo hace objeto de burla entre los otros jefes de la mafia, lo que da lo mismo, porque todos sabemos qué pasa al final con quienes no toman en serio a un Corleone.




Hasta bien entrados los años ’90, el tabaco fue un elemento clave en el cine: creaba atmósferas, daba pie a buenos diálogos, ayudaba a definir a un personaje en sólo un gesto. Muchas diferencias habían entre Truffaut, Godard, Chabrol y otros directores de la Nueva Ola francesa, pero una cosa que unía a casi todos sus personajes era el consumo estilizado y ondero de Gitanes, esos cigarrillos gruesos y blancos que también fumaba Cortázar.

Incluso los héroes de acción más musculosos y duros de los ’80 se daban el tiempo para echar humito. Noten a Schwarzzenegger prendiendo su puro luego de arrasar a sus enemigos en Depredador. Y el cigarrillo también podía ser un elemento dramático bastante efectivo, como lo supo usar Coppola en Apocalipsis Ahora (donde lo primero que hace el fotógrafo interpretado por Dennis Hopper es quitarle la cajetilla a uno de los soldados de Willard) o en La Ley de la Calle (donde el siniestro policía de gafas oscuras enciende un cigarrillo post-coital luego de matar al héroe).

Sean Young fumando esos gruesos cigarrillos de humo azul en Blade Runner. Los fósforos que delatan al asesino de Sean Connery a los ojos de Kevin Costner en Los Intocables. Los Marlboro quemándose en primerísimo primer plano en Corazón Salvaje, de David Lynch. Joe Pesci pidiendo con desesperación al camarero del hotel dos paquetes de Lucky en JFK.

Y uno de mis momentos favoritos del cine de todos los tiempos: Danny de Vito en La Guerra de los Roses, rompiendo la caja de cristal donde guarda su cigarrillo de emergencia, luego de ser visitado por una insinuante Kathleen Turner. Háblenme de símbolos fálicos, señoras y señores.

En los ’90 el cigarrillo empezó a ser acorralado. Fumaban los villanos muy malvados o los antihéroes destrozados por la vida, como ese gran Bruce Willis de El Ultimo Boy Scout, capaz de matar a un tipo de un puñetazo para que le dejara encender su cigarrillo.

Fumaba también el Cancer Man, el villano de los Expedientes Secretos X, el hombre que escondía una conspiración mundial tras una nube de humo y que protagonizó Memorias de un Fumador, el mejor episodio de la serie y no me vengan con cuentos.


Hoy día el tabaco es un vicio feo y sucio y para ejercerlo en pantalla impunemente tienes que ser un hobbit o el Gran Mago Gris. En He’s Not That Into You incluso es antecedente para que una mujer pida el divorcio. Una de las mejores películas de los últimos veinte años, El Informante, trataba sobre los sucios manejos de las tabacaleras para esconder el daño que causaban sus productos.

El único héroe que fuma en estos tiempos es Hellboy, lo que tiene sentido porque es un demonio venido de las profundidades del infierno y seguro que a él los habanos no le hacen daño como a nosotros.

Pero ¿saben qué? Echo de menos los viejos tiempos del humo subiendo por la pantalla en glorioso widescreen. Extraño el humo en cámara lenta de las películas de Wong Kar-Wai. Incluso me simpatiza Tarantino por haber inventado los Red Apple, la marca falsa de cigarrillos que aparece en muchos de sus filmes.



Hoy día estamos acorralados. Muchos bares y restaurantes no aceptan fumadores o los empujan a secciones cochambrosas que huelen a cenicero. Y está bien que así sea. No soy tonto: sé lo que provoca el cigarrillo y sé que es un vicio maligno y dañino. Estoy a favor de los impuestos, de que no se le venda tabaco a menores y de que la legislación sea más estricta.

Pero fumo. Desde los quince años. Y una de las razones por las que me cayó bien Rob Gordon en Alta Fidelidad era que el tipo fumaba. No demasiado. De vez en cuando. Siempre que la vida le mostraba el puño, cada vez que se sentía solo o perdido. Las mujeres fallaban. El cigarrillo no.

Vamos, ¿tienes fuego?