Saturday, June 19, 2010

Carlos Larraín

Por Carlos Peña

“¿Por qué tenemos que apoyar a la comunidad homosexual? Tendríamos luego que apoyar a grupos que proponen relaciones anómalas con niños... Entiendo que también hay quienes les gusta tener relaciones con animales”.
En cualquier país civilizado, con intelectuales alertas, gays que se respetan de veras, políticos comprometidos con la dignidad de las personas y periodistas que se toman las palabras en serio, una declaración como ésa habría desatado el repudio general. Y quien las pronuncia hubiera debido sentir vergüenza.
Salvo entre nosotros.
Aquí, las palabras de Carlos Larraín —presidente de un partido político que contribuye a formar la voluntad ciudadana, nada menos— fueron consideradas apenas un exabrupto digno de olvido.
Y la explicación que dio —luego de herir, es de suponer, incluso a miembros de su propio partido— tampoco fue buena.
Lo que quiso decir —explicó— fue que las uniones homosexuales no merecían ser reconocidas, porque tendrían que ver “sobre todo con asuntos de orientaciones individuales, y que éstas eran infinitas, muy variadas”.
Pero ¿acaso la política no está justamente para eso: para crear las condiciones institucionales y económicas que permitan desenvolverse a las “infinitas orientaciones individuales”? Y si eso es así, ¿por qué entonces el hecho de que constituya una orientación individual haría de la homosexualidad algo de lo que la política gubernamental debiera olvidarse? Y si —según Larraín— el gobierno no debe ocuparse de lo que le importa a los individuos, ¿de qué debiera ocuparse entonces?
Las explicaciones del presidente de Renovación Nacional muestran, como en un ejemplo de manual, parte importante de las convicciones de la derecha chilena más tradicional.
Y el resultado no es muy distinto a las ofensas que vertió.
Lamentable.
Es que la cultura a la que pertenece Larraín —el conservantismo católico— cree que las orientaciones individuales de la gente no valen por sí mismas. Al revés de lo que piensa un liberal —para quien las elecciones individuales expresan el valor de la autonomía—, las personas como Larraín creen que entre las “infinitas orientaciones individuales” hay algunas que el Estado debe promover y otras que, en cambio, debe hacer esfuerzos por inhibir. Para esa cultura no basta que usted prefiera algo —sin violar los derechos de los demás— para que el Estado deba conferirle respeto y reconocimiento.
Quienes respiran esa cultura piensan que la orientación que usted escogió puede ser errónea o torcida, y entonces —aunque exprese las cosas en las que usted cree y aunque no dañe a nadie— no merecería ni respeto ni reconocimiento por parte del Estado.
Pero ¿cómo saber qué preferencias son erróneas y cuáles no?
Mientras los liberales creen que las elecciones de la gente deben ser tratadas con igualdad a condición de que no dañen a terceros, la gente como Carlos Larraín cree, en cambio, que no: que el deber del Estado es discriminar entre unas preferencias y otras echando mano a criterios que no todos comparten como la fe, la naturaleza humana y cosas semejantes.
En suma, cuando Carlos Larraín maltrata a los gays, no lo hace por homofobia (si así fuera, él, además de crítica, merecería terapia). Lo hace por una razón estrictamente política: él piensa que ésa es una opción de vida equivocada que no merece el reconocimiento estatal. Para él —y para todos quienes comparten su punto de vista—, las elecciones individuales de las personas no valen la pena por sí mismas. Han de someterse a un test final —la naturaleza humana, la revelación divina, o algo así— que nos dice si merecen o no ser respetadas.
Así, entonces, es verdad que al equiparar la homosexualidad con la pedofilia y el bestialismo, Carlos Larraín cometió un error del que ya se excusó. Pero al excusarse dejó ver que lo que él piensa acerca de las elecciones individuales de las personas no es mucho mejor que las palabras de las que terminó arrepintiéndose