Wednesday, April 15, 2009

La Semana Santa

Carlos Peña
Domingo 12 de Abril de 2009


La Semana Santa -estos días en que el mundo cristiano celebra el acontecimiento que, en su opinión, confirió sentido al dolor- es una buena oportunidad para discernir el lugar que cabe a las confesiones religiosas en una sociedad abierta y democrática.
Desde luego -y para comenzar por lo obvio-, las diversas confesiones, y quienes adhieren a ellas, cuentan con un derecho inalienable de practicar su culto y vivir conforme a su credo. Está a la base de nuestra dignidad que cada uno, creyente o no, pueda vivir su vida de la manera que le parezca más significativa.
¿Hay algún límite que oponer a que cada uno cultive su credo y su culto? En principio ninguno, salvo el derecho de terceros.
Usted puede ajustar su vida a sus creencias, pero no puede obligar a otros a ajustarse a las suyas. Si usted tiene un derecho inalienable de vivir conforme a lo que cree, ese mismo derecho asiste a todos los demás. Y así como los demás tienen el deber de respetar su forma de vida (aunque les parezca extraña o pueril), usted también debe respetar la de ellos (aunque a usted le parezca errónea o estúpida).
Por supuesto usted no puede usar ese derecho para desarrollar prácticas que lesionen la autonomía o infrinjan la integridad de los fieles. Esta es la razón de por qué el caso de los Legionarios de Cristo es de extremo interés público. Ese caso interesa a todos no por animadversión a la fe, sino por respeto a los derechos de quienes la practican (después de todo, son ellos y sus hijos los que se ponen en riesgo con prácticas silentes o poco reflexivas como las que promovía el padre Marcial Maciel).
¿Basta eso para que la libertad religiosa esté asegurada?
En absoluto. No basta con ejercer las propias convicciones en el ámbito privado. Todavía los creyentes tienen derecho a comparecer en el espacio público. Desde los testigos de Jehová a los católicos, todos deben tener igual derecho a esparcir sus ideas y sus creencias, a enseñarlas a sus hijos, a influir con ellas los debates ciudadanos y a organizar instituciones que las hagan perdurables.
Eso es lo que explica que la práctica pública por excelencia -la educación- posea estrechos vínculos con las diversas confesiones. Como no hay instrumento de transmisión cultural más poderoso que la escuela, todas las confesiones aspiran a fundar alguna (y se entristecen cuando una de ellas comienza a debilitarse por falta de vocaciones, como acaba de ocurrir, dicho sea de paso, con el Colegio Villa María).
En otras palabras, cada credo o confesión (o alguna de sus modalidades, para incluir al Opus o a los Legionarios) participa del espacio público y su éxito o su fracaso, como la Iglesia lo sabe de sobra, está entregado a los múltiples circuitos de transmisión de la cultura (desde los medios de comunicación a las instituciones educativas).
Si lo anterior es así -es decir, si las diversas confesiones tienen todo el derecho de comparecer en el espacio público y usar las instituciones culturales para transmitir sus ideas-, de allí se sigue que, al igual que todas las otras opciones que se desenvuelven en la vida cívica, están sometidas a la crítica racional y al escrutinio de los ciudadanos de a pie, creyentes o no creyentes.
Por supuesto esa crítica y ese escrutinio no alcanzan a las verdades de la fe (que están más allá de creyentes y de no creyentes), sino que a las acciones sociales e ideológicas que una determinada confesión, o advocación dentro de ella, podría ejecutar.
Así, no están entregadas a la crítica la manera en que los Legionarios se relacionan con lo numinoso, sino las prácticas educativas que podrían lesionar los derechos de quienes confían en ellos; tampoco está entregada a la crítica la fe de las Siervas del Inmaculado Corazón de María, aunque puede ser objeto de análisis que pongan sus mejores esfuerzos en los sectores sociales más aventajados; en fin, tampoco es desconfianza en la fe, sino en las consecuencias que de ella pretenden derivarse para la vida de todos, lo que explica que los puntos de vista morales de las diversas confesiones deban ser sometidos a análisis.
En suma, no podemos saber, ni siquiera por estos días, si Anguita tenía razón ("Nuestro Señor Jesucristo subió al calvario por el Chico Molina / murió exclusivamente por la Señora Hortensia (...) / No sigamos nombrando por qué única creatura padeció y murió / Nuestro Señor Jesucristo / Todos saben que fue por mí solamente por mí / Totalmente por mí"); pero al menos está a nuestro alcance averiguar si las prácticas religiosas, y las reglas que se derivan de sus creencias, se ajustan o no a los derechos que, frágiles y todo, permiten la existencia de una sociedad plural y diversa.