FRANCISCO MOUAT
"La flor sonríe cuando el hombre la mira". Me lo dijo ayer una mujer a la que recién venía conociendo, Cristina, después que le conté una historia mínima del último verano, cuando la Solcita registró con una cámara fotográfica digital, sin que él se diera cuenta, el juego de nuestro hijo José con La Niña, una perra de campo que se allegó a nuestra cabaña mientras vacacionábamos a orillas del lago Llanquihue. José estuvo largo rato jugando a la pelota con la perra, de aquí para allá, finteando, intentando llevársela en velocidad, gambeteándola, muerto de la risa, escondiéndole el balón, a ratos dejando que ella se lo quitara. Durante esos minutos, a José no le importó nada más que aquel inocente juego con La Niña. Uno podría decir que José experimentó la felicidad en aquel decorado campestre, a la hora del atardecer, con apenas unos metros cuadrados de tierra, una pelota, una perra juguetona y la salud suficiente para correr sin pausa hasta aburrirse de hacer lo mismo.
La pregunto a Cristina por qué me dice esto, que "la flor sonríe cuando el hombre la mira". Muy simple, contesta: porque la Solcita se detuvo a contemplar su juego, tuvo ojos dispuestos a ver la alegría de su hijo, y esa grabación te permitió además detenerte y disfrutar también una escena que hoy te alienta, con una pelota vieja y gastada como único objeto del deseo, como si fuera una flor.
Hay un gesto amoroso en las palabras de Cristina, que dicho sea de paso me trae un pájaro de cartulina de regalo que cuelga de un hilo y se sostiene con un palo de helado, para que lo instale en algún sitio donde pueda seguir sus movimientos. El gesto de Cristina, que me ha convocado para rastrear literatura que le lleve aliento a enfermos de cáncer que deben someterse a sesiones de quimioterapia, y que necesitan apoyo en este momento de sus vidas, me lleva a pensar en la enorme cantidad de pequeños gestos de amor y amistad que he recibido a lo largo de mi vida. No cabrían, enumerados de uno en uno, ni en una crónica ni en diez ni en cincuenta. No es posible identificarlos a todos, nombrarlos, convertirlos en una escena. Tantos de ellos han quedado en el olvido, y necesitarían de un extraño artificio mágico para volver a la memoria. Tantas veces no he agradecido expresamente las palabras que llegan a mi correo de lectores entusiasmados con un texto. Sé que basta con expresar gratitud, y demasiadas veces no lo he hecho.
De vuelta de hablar con Cristina me puse a buscar una fotografía de José cuando muy niño, una fotografía que me tomó una amiga a la que no veo hace tantos años, la Polly. Fue en el mar de San Antonio, arriba de una barcaza, un día en que ella me invitó a ir a dejarles flores a tantos detenidos desaparecidos que por esos días se confirmaba habían sido arrojados al mar en los años setenta, amarrados muchas veces a pesadas estructuras de fierro, para que llegasen al fondo del mar y no dejaran rastro del crimen. La Polly me hizo llegar meses después en un sobre esta fotografía en la que estamos en la barcaza sentados con José, ambos con un chaleco salvavidas de color naranja. Lo tengo abrazado, y le hablo al oído. Capaz que hasta le esté contando parte de la historia que su inocencia de hoy sólo podrá asimilar algún día del futuro. El gesto de la Polly, de invitarme a San Antonio y hacerme llegar después esta fotografía, lo atesoro, y tal vez sería más fácil olvidarlo si no existiese esta imagen que quisiera obsequiarle a José en un pequeño marco cuando él cumpla quince años de edad, en no mucho tiempo más.
Mientras buscaba la fotografía del mar de San Antonio, fui encontrando cartas medio empolvadas, una tarjeta emocionante que me regaló mi madre en el último cumpleaños, escrita por ella de puño y letra, una foto en blanco y negro de mi niñez leyendo concentrado Alí Babá y los cuarenta ladrones, una fotografía de una joven pareja que se quiere frente a un puesto callejero de naranjas en París que me regaló una amiga, y de pronto entendí que hoy yo debía intentar un gesto, algo parecido a tender un puente de palabras con aquellos a los que no puedo ver, pero están ahí, dispuestos a leer lo que un día yo escribí.
Francisco Mouat.
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