Wednesday, April 15, 2009

Cartas, voces

FRANCISCO MOUAT

Ya no recuerdo la última carta que escribí. Hablo de cartas escritas por uno de puño y letra y metidas en un sobre y despachadas con sello y todo. Probablemente fue a mi amigo López Zubero en España, que ahora que tiene correo electrónico se comunica menos que antes: ya no manda cartas ni tarjetas postales ni contesta e-mails, salvo para reportarse cada ciertos meses y decir estoy vivo. López Zubero está vivo y más o menos cómodo en el silencio, lo que es muy respetable, sin duda. Hay momentos en que no tenemos mucho que decir, y sí bastante que callar.

Una carta es una voz que decide hablar, que se detiene a fijar un momento en palabras, que expresa ideas, que cuenta cuentos, que interpela, pero hace falta que llegue a su destinatario para que saque chispas.

Una vez imaginé un libro de cartas nunca enviadas. No descarto sentarme a escribirlas un día. Esas cartas no enviadas tenían entre sus propósitos revelar ciertos secretos que no me animé a decir en su momento, o destellos que resplandecieron cuando ya no había manera de comunicarnos. Sus destinatarios son de alguna forma fantasmas del tiempo presente, y protagonizan ausencias que duelen o ajustes de cuentas impagas. Más que para ponerme al día, escribirlas me parece un modo de mitigar penas, una manera de buscar puntos de encuentro en medio de la diáspora en que solemos vivir, una estrategia para marcar distancias.

Me gusta proponerles a mis talleristas que escriban cartas a quien quieran, y que luego las leamos en voz alta en una sesión de todos contra todos. Suceden cosas magníficas.

El otro día, la rueda se inició con una muchacha joven, la más joven de todas, en edad escolar, que por quinto año consecutivo le escribía a un muchacho a quien había visto por primera vez en el patio del colegio, de varios cursos más arriba, que ya se fue del liceo, y a quien le confesaba como cada año el deslumbramiento, el hechizo que le provocó desde el comienzo tropezar con él a pocos metros de distancia; observarlo, fijarse en sus movimientos, en la belleza de su rostro, en sus ojos expresivos. Ésta iba a ser la última carta dedicada a evocarlo. Y él nunca la recibiría, igual que las anteriores. Es más: a contar de ahora, esta muchacha que escribe dejaría de pensar en él, y conocerlo más profundamente ya no tendría ningún sentido ni destino. Estaba claro, para ella, que entablar cualquier relación con él sería como recibir un cruel manotazo de la realidad, porque lo revelaría con todos sus defectos, ajeno a la perfección idealizada con que alguna vez lo imaginó: "Ahora que estoy más grande, sé que realmente no quiero conocerte".

Hay cartas que enamoran. Ese mismo día escuchamos una encendida declaración de amor, que sí fue entregada y que acabó siendo correspondida. La había acompañado el autor de la carta de un ejemplar de Animal tropical, aquella novela caliente del cubano Pedro Juan Gutiérrez que en esta ocasión sirvió para encender la mecha de la pasión. Fue un cóctel mortal: carta más novela. La destinataria de esa carta es hoy y desde hace tres años la pareja del inspirado escribidor.

Más cartas: una sugería una vibrante relación homosexual que al final no era otra cosa que una demostración de cariño de una chica universitaria a su nueva bicicleta, y otra exculpaba a aquella ministra británica que utilizó hace poco siete dólares del presupuesto público para arrendar un par de películas pornográficas.

Cerramos la rueda del taller con una carta leída con la voz quebrada y dirigida al general Francisco Franco. Soledad la había escrito para desahogar el dolor y la rabia que provocó en su padre, refugiado español que se vino a Chile en el Winnipeg, haber tenido que abandonar su país y exiliarse a miles de kilómetros. La escuchamos con atención y con sentimiento, y cuando ella concluyó la lectura y nos reveló que su padre había muerto el 28 de marzo de 1975, antes incluso que el propio Franco, hace ya tanto tiempo, todos comprendimos que hay heridas que no cierran, y que tendrán que venir otras generaciones para que se imponga el olvido.