Los gestos según Darwin
Marco Silva
Las pocas fotos de Charles Darwin lo muestran inexpresivo, con la mirada perdida, como si buscara algo en el suelo. Tal vez sea timidez o algo de desencanto. Es el mismo Darwin que conocemos como una celebridad científica, cuya obra es pilar del conocimiento moderno. Su teoría sobre la evolución de las especies le valió una reacción conservadora brutal en su época. Aunque hasta nuestros días se mantienen algunos grupos fundamentalistas religiosos que se declaran contrarios a su teoría, Darwin sigue tan vigente y polémico como en sus mejores tiempos.
Algunos seguidores de sus planteamientos los han instalado como parte de un debate con insospechadas implicancias. Y cada cierto tiempo, vuelve a sorprendernos. Además de su libro capital "El origen de las especies", hay un grupo de textos menos conocidos, pero no menos fundamentales. "The expression of the emotions in man and animals" es uno de ellos. Recoge la observación minuciosa de las notas que tomó durante su travesía en el barco Beagle. Como Darwin desconocía los idiomas de los lugares que visitaba, comenzó a estudiar los gestos de los rostros de la gente en diversos ambientes y encontró rasgos comunes. Luego, al examinar el comportamiento de ciertos tipos de animales, puso en evidencia los signos primarios que sobreviven a la evolución de nuestra cultura y lenguaje.
Este magnífico texto tiene como objeto señalar una teoría general de los principios de las expresiones físicas del hombre y de algunos otros seres investigados. En 14 capítulos explica cómo el cuerpo, en especial el rostro humano, expresa emociones y pensamientos tomando como punto de inflexión los gestos involuntarios, que hacen mover los cientos de músculos de la cara de manera que nuestro cerebro se adelanta al habla. Darwin estableció un principio de separación cultural entre ambientes diversos, donde el escudo de nuestros rostros opera en base a códigos, fruto de historias distintas y convenciones apropiadas a ese contexto. Descubrió que un grupo de esas emociones -como alegría, pena, rabia, vergüenza, determinación o culpa- se reflejan en el rostro de la misma manera.
La base común de lo que nos hace humanos por sobre la separación de razas, credos y lugares geográficos, se estableció como un patrón con el que Darwin pudo interpretar ciertas actitudes para dialogar con gestos en ciertos lugares del mundo donde era imposible entenderse por el lenguaje oral. Producto de este libro, la psicología gestual, la semiología médica y la ciencia social encontraron un hilo de pensamiento sistemático. Un libro de 1872 que hace algunos años fue reeditado por Paul Ekman, decano de la Facultad de Psicología de la Universidad de California, Berkeley, quien llevó ese pensamiento un paso adelante.
Sobre la investigación de Darwin, Ekman fue capaz de reconocer que esos signos del rostro permiten determinar la divergencia en la voluntad de una persona. Si bien la voluntad controla el discurso, desde el habla hasta los gestos estudiados que acompañan, nuestro cerebro es más rápido que esa construcción y despacha instrucciones al cuerpo -que corregimos casi de inmediato-, pero que delatan nuestras mentiras. Se trata de microgestos involuntarios que aparecen en situaciones inesperadas o ante presiones sorpresivas.
Paul Ekman mantiene un centro de investigación privado que tiene entre sus clientes a empresas de seguridad, agencias del gobierno norteamericano y grandes corporaciones. Se hizo famoso en un documental sobre el rostro humano realizado por la BBC y luego por servir de inspiración para la serie Lie to Me (Miénteme), de FOX, en que el actor Tim Roth construye un personaje en torno a la figura y el tipo de trabajo de Ekman. Cada caso contiene un enigma, en el cual las convenciones intentan determinar lo que es correcto y -supuestamente- verdadero, aunque las piezas no calcen. Ante cada microgesto que deja el cerebro, en un estado que podríamos llamar salvaje o primario, se nos muestra también la mentira, la incoherencia entre lo que se dice y lo que finalmente se ve.
El gran secreto de Darwin y su discípulo Ekman consiste en que la detección de lo involuntario en el emisor de un mensaje, también tiene implicancias insospechadas en el receptor. Cuando se declara que algo similar a la intuición nos impide creer o tener confianza en alguien, es que cada gesto del otro es procesado por nuestros cerebros más allá de sus palabras, y nos quedamos en algo que no podemos verbalizar aunque reconocemos. Se instala un aire de sospecha. Alguien miente y lo sabemos por su cara.
The expression of the emotions in man and animals
De Charles Darwin
Wednesday, April 15, 2009
La paradoja Bolaño
Juan Villoro
Domingo 18 de Enero de 2009
La fama es un malentendido que simplifica a sus favoritos. Roberto Bolaño, escritor y amigo imprescindible, se ha vuelto leyenda.
Cuando murió en 2003, a los 50 años, sus allegados sabíamos que sus libros iban a perdurar, pero ignorábamos que recibiría algo que nunca cortejó: la aceptación masiva. Roberto admiraba los relatos de quienes resisten en las calles traseras, las autopistas rumbo a la nada, las casas vacías, las trincheras bajo la lluvia, las plazas sin nadie en la alta madrugada.
Cada vez que caía en pecado de popularidad, escribía un texto ditirámbico contra un escritor de fuste para preservar su condición de outsider. Era su forma, algo ingenua y muchas veces cruel, de señalar su diferencia. Argumentaba poco sus predilecciones. Entre paréntesis reúne los textos súbitos donde sus amigos somos exaltados con la misma apasionada falta de méritos con que sus enemigos son fustigados. Esas salidas de tono eran un sistema de alarma contra la aceptación parda y rutinaria. Bolaño quería ser leído sin perder su aura rebelde. Había vivido como vendedor de bufandas y vigilante nocturno de un camping, y no aspiraba al trato de autor distinguido. La paradoja es que la posteridad lo transformó en mito. El mundo suele encandilarse con lo que se le resiste: el asocial Kafka está en todas las boutiques de Praga, y Bolaño es el superestrella que vivió para no serlo.
“Ah, que no me hubiera traicionado el triunfo con besarme”, escribió Malcolm Lowry (en versión de José Emilio Pacheco). Bolaño no ejerció la ruptura radical de quien renuncia a publicar (en este sentido, fue menos atrevido que sus personajes), pero evitó todo protagonismo.
Rehuía las fanfarrias mediáticas, pero no cultivaba el fracaso ni sus tentaciones. Cuando uno de sus amigos dejaba de escribir, lo regañaba en el tono de un manager de boxeo. Creía en el trabajo duro; en rendir contra la adversidad; en la afrentosa afirmación de quien hace algo “porque sí”.
Aunque sus héroes son poetas sin obra o sin otra obra que su existencia, celebrar esa divina gandulería era labor pesada. ¡Cuantas fatigas asumía para escribir de los que no dan golpe! No le pedía lo mismo a sus amigos, pero mantenía un ojo vigilante para saber si alargaban la siesta. El cumplimiento del oficio representaba para él una moral.
Esto no implicaba ser apreciado. No he conocido a nadie más seguro de su talento y menos necesitado de elogios. Roberto jamás se ufanaba de una frase suya ni caía en la vulgaridad de citarse a sí mismo. Hablaba de sus novelas con la tranquila seguridad del alguacil que ha aceitado su revólver. Le gustaban los solitarios intrépidos; se imaginaba como un investigador de homicidios, un marine, un cazador de cabelleras. Varias veces comentamos un hecho curioso: la única prueba confiable del talento es sentir que el texto ha sido escrito por otro. Esta autonomía de la voz revela que la obra vive por su cuenta. ¿Es posible enorgullecerse de un registro que ya es ajeno? En modo alguno.
A los amigos que amenazaban con convertirse en vagos de buhardilla, los instaba a trabajar; a los que parecían a punto de “triunfar”, les hacía bromas que juzgaba terapéuticas y servían para ejercer una de sus habilidades más desarrolladas y divertidas: dar lata.
El reparto de prestigios literarios le parecía un tema social intrascendente y una pasión personal irrenunciable. Era fanático de las listas, que solía llevar con criterio de combate. Tenía sus autores favoritos de artillería, marina, infantería y fuerza aérea. En todo momento podía decir cuáles eran los tres nuevos escritores catalanes que más le interesaban, los cinco trovadores medievales que nadie podía perderse o los diez mejores paracaidistas literarios de su generación. Esta maniática ponderación contrastaba con su desinterés por la bolsa de valores promovida por las ferias, los premios y la prensa.
Bolaño descreía de los juicios unánimes. Le gustaba atacar a los consagrados y defenderlos si tú los atacabas. El silencio era su castigo, la discrepancia era su afecto.
Leerlo con lealtad significa discutirlo, discernir entre sus obras impecables (Estrella distante), descomunales (2666), interesantes (Monsieur Pain) y malas (Una novelita lumpen).
Su inmensa fama reciente ha provocado toda clase de reacciones. Conocí en Nueva York a un brillante joven escritor que pagó 50 dólares por una copia de las pruebas de imprenta de 2666 y las despachó en dos días inacabables. El Bolaño leído con fervor coexiste con el clásico exprés recomendado por la revista de la reina televisiva Oprah Winfrey.
En la mixtificación que lo ve como el Jim Morrison de la escritura, el mayor equívoco es pensar que sacrificó su vida por la escritura. No quiso ser un mártir. Fue un sobreviviente.
La celebridad es una confusión. Bolaño, autor reacio al reconocimiento, ocupa hoy un sitio fashion y es visto como un Paul Auster con cafeína. Tal vez el excesivo porvenir nos depare todas las adaptaciones que puede tener una obra de éxito hasta llegar a Los detectives salvajes sobre hielo.
De estar entre nosotros, Roberto Bolaño miraría intrigado su peculiar destino, se alzaría de hombros y seguiría imperturbable su camino.
Domingo 18 de Enero de 2009
La fama es un malentendido que simplifica a sus favoritos. Roberto Bolaño, escritor y amigo imprescindible, se ha vuelto leyenda.
Cuando murió en 2003, a los 50 años, sus allegados sabíamos que sus libros iban a perdurar, pero ignorábamos que recibiría algo que nunca cortejó: la aceptación masiva. Roberto admiraba los relatos de quienes resisten en las calles traseras, las autopistas rumbo a la nada, las casas vacías, las trincheras bajo la lluvia, las plazas sin nadie en la alta madrugada.
Cada vez que caía en pecado de popularidad, escribía un texto ditirámbico contra un escritor de fuste para preservar su condición de outsider. Era su forma, algo ingenua y muchas veces cruel, de señalar su diferencia. Argumentaba poco sus predilecciones. Entre paréntesis reúne los textos súbitos donde sus amigos somos exaltados con la misma apasionada falta de méritos con que sus enemigos son fustigados. Esas salidas de tono eran un sistema de alarma contra la aceptación parda y rutinaria. Bolaño quería ser leído sin perder su aura rebelde. Había vivido como vendedor de bufandas y vigilante nocturno de un camping, y no aspiraba al trato de autor distinguido. La paradoja es que la posteridad lo transformó en mito. El mundo suele encandilarse con lo que se le resiste: el asocial Kafka está en todas las boutiques de Praga, y Bolaño es el superestrella que vivió para no serlo.
“Ah, que no me hubiera traicionado el triunfo con besarme”, escribió Malcolm Lowry (en versión de José Emilio Pacheco). Bolaño no ejerció la ruptura radical de quien renuncia a publicar (en este sentido, fue menos atrevido que sus personajes), pero evitó todo protagonismo.
Rehuía las fanfarrias mediáticas, pero no cultivaba el fracaso ni sus tentaciones. Cuando uno de sus amigos dejaba de escribir, lo regañaba en el tono de un manager de boxeo. Creía en el trabajo duro; en rendir contra la adversidad; en la afrentosa afirmación de quien hace algo “porque sí”.
Aunque sus héroes son poetas sin obra o sin otra obra que su existencia, celebrar esa divina gandulería era labor pesada. ¡Cuantas fatigas asumía para escribir de los que no dan golpe! No le pedía lo mismo a sus amigos, pero mantenía un ojo vigilante para saber si alargaban la siesta. El cumplimiento del oficio representaba para él una moral.
Esto no implicaba ser apreciado. No he conocido a nadie más seguro de su talento y menos necesitado de elogios. Roberto jamás se ufanaba de una frase suya ni caía en la vulgaridad de citarse a sí mismo. Hablaba de sus novelas con la tranquila seguridad del alguacil que ha aceitado su revólver. Le gustaban los solitarios intrépidos; se imaginaba como un investigador de homicidios, un marine, un cazador de cabelleras. Varias veces comentamos un hecho curioso: la única prueba confiable del talento es sentir que el texto ha sido escrito por otro. Esta autonomía de la voz revela que la obra vive por su cuenta. ¿Es posible enorgullecerse de un registro que ya es ajeno? En modo alguno.
A los amigos que amenazaban con convertirse en vagos de buhardilla, los instaba a trabajar; a los que parecían a punto de “triunfar”, les hacía bromas que juzgaba terapéuticas y servían para ejercer una de sus habilidades más desarrolladas y divertidas: dar lata.
El reparto de prestigios literarios le parecía un tema social intrascendente y una pasión personal irrenunciable. Era fanático de las listas, que solía llevar con criterio de combate. Tenía sus autores favoritos de artillería, marina, infantería y fuerza aérea. En todo momento podía decir cuáles eran los tres nuevos escritores catalanes que más le interesaban, los cinco trovadores medievales que nadie podía perderse o los diez mejores paracaidistas literarios de su generación. Esta maniática ponderación contrastaba con su desinterés por la bolsa de valores promovida por las ferias, los premios y la prensa.
Bolaño descreía de los juicios unánimes. Le gustaba atacar a los consagrados y defenderlos si tú los atacabas. El silencio era su castigo, la discrepancia era su afecto.
Leerlo con lealtad significa discutirlo, discernir entre sus obras impecables (Estrella distante), descomunales (2666), interesantes (Monsieur Pain) y malas (Una novelita lumpen).
Su inmensa fama reciente ha provocado toda clase de reacciones. Conocí en Nueva York a un brillante joven escritor que pagó 50 dólares por una copia de las pruebas de imprenta de 2666 y las despachó en dos días inacabables. El Bolaño leído con fervor coexiste con el clásico exprés recomendado por la revista de la reina televisiva Oprah Winfrey.
En la mixtificación que lo ve como el Jim Morrison de la escritura, el mayor equívoco es pensar que sacrificó su vida por la escritura. No quiso ser un mártir. Fue un sobreviviente.
La celebridad es una confusión. Bolaño, autor reacio al reconocimiento, ocupa hoy un sitio fashion y es visto como un Paul Auster con cafeína. Tal vez el excesivo porvenir nos depare todas las adaptaciones que puede tener una obra de éxito hasta llegar a Los detectives salvajes sobre hielo.
De estar entre nosotros, Roberto Bolaño miraría intrigado su peculiar destino, se alzaría de hombros y seguiría imperturbable su camino.
La Semana Santa
Carlos Peña
Domingo 12 de Abril de 2009
La Semana Santa -estos días en que el mundo cristiano celebra el acontecimiento que, en su opinión, confirió sentido al dolor- es una buena oportunidad para discernir el lugar que cabe a las confesiones religiosas en una sociedad abierta y democrática.
Desde luego -y para comenzar por lo obvio-, las diversas confesiones, y quienes adhieren a ellas, cuentan con un derecho inalienable de practicar su culto y vivir conforme a su credo. Está a la base de nuestra dignidad que cada uno, creyente o no, pueda vivir su vida de la manera que le parezca más significativa.
¿Hay algún límite que oponer a que cada uno cultive su credo y su culto? En principio ninguno, salvo el derecho de terceros.
Usted puede ajustar su vida a sus creencias, pero no puede obligar a otros a ajustarse a las suyas. Si usted tiene un derecho inalienable de vivir conforme a lo que cree, ese mismo derecho asiste a todos los demás. Y así como los demás tienen el deber de respetar su forma de vida (aunque les parezca extraña o pueril), usted también debe respetar la de ellos (aunque a usted le parezca errónea o estúpida).
Por supuesto usted no puede usar ese derecho para desarrollar prácticas que lesionen la autonomía o infrinjan la integridad de los fieles. Esta es la razón de por qué el caso de los Legionarios de Cristo es de extremo interés público. Ese caso interesa a todos no por animadversión a la fe, sino por respeto a los derechos de quienes la practican (después de todo, son ellos y sus hijos los que se ponen en riesgo con prácticas silentes o poco reflexivas como las que promovía el padre Marcial Maciel).
¿Basta eso para que la libertad religiosa esté asegurada?
En absoluto. No basta con ejercer las propias convicciones en el ámbito privado. Todavía los creyentes tienen derecho a comparecer en el espacio público. Desde los testigos de Jehová a los católicos, todos deben tener igual derecho a esparcir sus ideas y sus creencias, a enseñarlas a sus hijos, a influir con ellas los debates ciudadanos y a organizar instituciones que las hagan perdurables.
Eso es lo que explica que la práctica pública por excelencia -la educación- posea estrechos vínculos con las diversas confesiones. Como no hay instrumento de transmisión cultural más poderoso que la escuela, todas las confesiones aspiran a fundar alguna (y se entristecen cuando una de ellas comienza a debilitarse por falta de vocaciones, como acaba de ocurrir, dicho sea de paso, con el Colegio Villa María).
En otras palabras, cada credo o confesión (o alguna de sus modalidades, para incluir al Opus o a los Legionarios) participa del espacio público y su éxito o su fracaso, como la Iglesia lo sabe de sobra, está entregado a los múltiples circuitos de transmisión de la cultura (desde los medios de comunicación a las instituciones educativas).
Si lo anterior es así -es decir, si las diversas confesiones tienen todo el derecho de comparecer en el espacio público y usar las instituciones culturales para transmitir sus ideas-, de allí se sigue que, al igual que todas las otras opciones que se desenvuelven en la vida cívica, están sometidas a la crítica racional y al escrutinio de los ciudadanos de a pie, creyentes o no creyentes.
Por supuesto esa crítica y ese escrutinio no alcanzan a las verdades de la fe (que están más allá de creyentes y de no creyentes), sino que a las acciones sociales e ideológicas que una determinada confesión, o advocación dentro de ella, podría ejecutar.
Así, no están entregadas a la crítica la manera en que los Legionarios se relacionan con lo numinoso, sino las prácticas educativas que podrían lesionar los derechos de quienes confían en ellos; tampoco está entregada a la crítica la fe de las Siervas del Inmaculado Corazón de María, aunque puede ser objeto de análisis que pongan sus mejores esfuerzos en los sectores sociales más aventajados; en fin, tampoco es desconfianza en la fe, sino en las consecuencias que de ella pretenden derivarse para la vida de todos, lo que explica que los puntos de vista morales de las diversas confesiones deban ser sometidos a análisis.
En suma, no podemos saber, ni siquiera por estos días, si Anguita tenía razón ("Nuestro Señor Jesucristo subió al calvario por el Chico Molina / murió exclusivamente por la Señora Hortensia (...) / No sigamos nombrando por qué única creatura padeció y murió / Nuestro Señor Jesucristo / Todos saben que fue por mí solamente por mí / Totalmente por mí"); pero al menos está a nuestro alcance averiguar si las prácticas religiosas, y las reglas que se derivan de sus creencias, se ajustan o no a los derechos que, frágiles y todo, permiten la existencia de una sociedad plural y diversa.
Domingo 12 de Abril de 2009
La Semana Santa -estos días en que el mundo cristiano celebra el acontecimiento que, en su opinión, confirió sentido al dolor- es una buena oportunidad para discernir el lugar que cabe a las confesiones religiosas en una sociedad abierta y democrática.
Desde luego -y para comenzar por lo obvio-, las diversas confesiones, y quienes adhieren a ellas, cuentan con un derecho inalienable de practicar su culto y vivir conforme a su credo. Está a la base de nuestra dignidad que cada uno, creyente o no, pueda vivir su vida de la manera que le parezca más significativa.
¿Hay algún límite que oponer a que cada uno cultive su credo y su culto? En principio ninguno, salvo el derecho de terceros.
Usted puede ajustar su vida a sus creencias, pero no puede obligar a otros a ajustarse a las suyas. Si usted tiene un derecho inalienable de vivir conforme a lo que cree, ese mismo derecho asiste a todos los demás. Y así como los demás tienen el deber de respetar su forma de vida (aunque les parezca extraña o pueril), usted también debe respetar la de ellos (aunque a usted le parezca errónea o estúpida).
Por supuesto usted no puede usar ese derecho para desarrollar prácticas que lesionen la autonomía o infrinjan la integridad de los fieles. Esta es la razón de por qué el caso de los Legionarios de Cristo es de extremo interés público. Ese caso interesa a todos no por animadversión a la fe, sino por respeto a los derechos de quienes la practican (después de todo, son ellos y sus hijos los que se ponen en riesgo con prácticas silentes o poco reflexivas como las que promovía el padre Marcial Maciel).
¿Basta eso para que la libertad religiosa esté asegurada?
En absoluto. No basta con ejercer las propias convicciones en el ámbito privado. Todavía los creyentes tienen derecho a comparecer en el espacio público. Desde los testigos de Jehová a los católicos, todos deben tener igual derecho a esparcir sus ideas y sus creencias, a enseñarlas a sus hijos, a influir con ellas los debates ciudadanos y a organizar instituciones que las hagan perdurables.
Eso es lo que explica que la práctica pública por excelencia -la educación- posea estrechos vínculos con las diversas confesiones. Como no hay instrumento de transmisión cultural más poderoso que la escuela, todas las confesiones aspiran a fundar alguna (y se entristecen cuando una de ellas comienza a debilitarse por falta de vocaciones, como acaba de ocurrir, dicho sea de paso, con el Colegio Villa María).
En otras palabras, cada credo o confesión (o alguna de sus modalidades, para incluir al Opus o a los Legionarios) participa del espacio público y su éxito o su fracaso, como la Iglesia lo sabe de sobra, está entregado a los múltiples circuitos de transmisión de la cultura (desde los medios de comunicación a las instituciones educativas).
Si lo anterior es así -es decir, si las diversas confesiones tienen todo el derecho de comparecer en el espacio público y usar las instituciones culturales para transmitir sus ideas-, de allí se sigue que, al igual que todas las otras opciones que se desenvuelven en la vida cívica, están sometidas a la crítica racional y al escrutinio de los ciudadanos de a pie, creyentes o no creyentes.
Por supuesto esa crítica y ese escrutinio no alcanzan a las verdades de la fe (que están más allá de creyentes y de no creyentes), sino que a las acciones sociales e ideológicas que una determinada confesión, o advocación dentro de ella, podría ejecutar.
Así, no están entregadas a la crítica la manera en que los Legionarios se relacionan con lo numinoso, sino las prácticas educativas que podrían lesionar los derechos de quienes confían en ellos; tampoco está entregada a la crítica la fe de las Siervas del Inmaculado Corazón de María, aunque puede ser objeto de análisis que pongan sus mejores esfuerzos en los sectores sociales más aventajados; en fin, tampoco es desconfianza en la fe, sino en las consecuencias que de ella pretenden derivarse para la vida de todos, lo que explica que los puntos de vista morales de las diversas confesiones deban ser sometidos a análisis.
En suma, no podemos saber, ni siquiera por estos días, si Anguita tenía razón ("Nuestro Señor Jesucristo subió al calvario por el Chico Molina / murió exclusivamente por la Señora Hortensia (...) / No sigamos nombrando por qué única creatura padeció y murió / Nuestro Señor Jesucristo / Todos saben que fue por mí solamente por mí / Totalmente por mí"); pero al menos está a nuestro alcance averiguar si las prácticas religiosas, y las reglas que se derivan de sus creencias, se ajustan o no a los derechos que, frágiles y todo, permiten la existencia de una sociedad plural y diversa.
Frost/Nixon
Ascanio Cavallo
Robert Frost (Michael Sheen) es un conductor de televisión inglés que, después de un comienzo glorioso como entrevistador de celebridades, vive una especie de exilio de segunda clase en Australia. Richard Nixon (Frank Langella), ex Presidente de Estados Unidos, rumia todavía en su rancho de San Clemente, cuatro años después, su resentida renuncia tras el escándalo Watergate.
Así presenta esta película a los dos protagonistas de uno de los grandes momentos de la televisión mundial: las entrevistas en que Nixon reconoció ante Frost que había cometido un ilícito con el caso Watergate. Las asimetrías entre Frost y Nixon no los alejan, sino que los acercan. Nixon tuvo el cargo más poderoso del mundo, pero adoraría ser querido; Frost disfrutó de inmensa popularidad, pero desearía ser tomado en serio. Nixon, un hombre serio y duro, oculta su lascivia; Frost, un frívolo conquistador, esconde su esencial debilidad. Nixon no teme a su entrevistador y pretende manipularlo; Frost siente que se juega la vida en una confesión que no parece posible.
A pesar de que los asesores de Frost, el bravo periodista Bob Zelnick (Oliver Platt) y el investigador James Reston Jr. (Sam Rockwell), le exigen apretarlo hasta que duela, una corriente secreta parece unir al previsto victimario con la supuesta víctima. Nixon (de paso: el séptimo Presidente más recreado por el cine y la TV de EE.UU., después de Lincoln, Washington, Grant, los dos Roosevelt y Kennedy) es más bravo de lo que sugiere su pequeña codicia, concentrada en el precio de los diálogos televisivos.
Las entrevistas entre Frost y Nixon fueron extensas, por lo que, como es natural, esta historia las condensa hasta el mínimo. En la misma operación, se ve forzada a juzgarlas de manera sumaria. El espectador debe aceptar que una u otra fue mala o buena porque así lo dicen los asesores, que casi siempre están de malas pulgas. Esta dimensión es lo más ingrato de Frost/Nixon: una dramatización que se autocomenta, que hace competir, de manera desleal, la expertise de sus personajes contra la escasa información del espectador.
Quizás es un defecto insalvable en una película que no habla de ideas ni de política, sino de caracteres. En el relato, lo que hunde a Nixon en la historia puede ser lo que haga momentáneamente grande a Frost. Pero dentro del mismo relato está también la sugerencia de que, al cabo del tiempo, Nixon sigue reverberando como un insondable misterio humano, mientras que a Frost se lo recuerda sólo cuando aparece una película como esta.
Robert Frost (Michael Sheen) es un conductor de televisión inglés que, después de un comienzo glorioso como entrevistador de celebridades, vive una especie de exilio de segunda clase en Australia. Richard Nixon (Frank Langella), ex Presidente de Estados Unidos, rumia todavía en su rancho de San Clemente, cuatro años después, su resentida renuncia tras el escándalo Watergate.
Así presenta esta película a los dos protagonistas de uno de los grandes momentos de la televisión mundial: las entrevistas en que Nixon reconoció ante Frost que había cometido un ilícito con el caso Watergate. Las asimetrías entre Frost y Nixon no los alejan, sino que los acercan. Nixon tuvo el cargo más poderoso del mundo, pero adoraría ser querido; Frost disfrutó de inmensa popularidad, pero desearía ser tomado en serio. Nixon, un hombre serio y duro, oculta su lascivia; Frost, un frívolo conquistador, esconde su esencial debilidad. Nixon no teme a su entrevistador y pretende manipularlo; Frost siente que se juega la vida en una confesión que no parece posible.
A pesar de que los asesores de Frost, el bravo periodista Bob Zelnick (Oliver Platt) y el investigador James Reston Jr. (Sam Rockwell), le exigen apretarlo hasta que duela, una corriente secreta parece unir al previsto victimario con la supuesta víctima. Nixon (de paso: el séptimo Presidente más recreado por el cine y la TV de EE.UU., después de Lincoln, Washington, Grant, los dos Roosevelt y Kennedy) es más bravo de lo que sugiere su pequeña codicia, concentrada en el precio de los diálogos televisivos.
Las entrevistas entre Frost y Nixon fueron extensas, por lo que, como es natural, esta historia las condensa hasta el mínimo. En la misma operación, se ve forzada a juzgarlas de manera sumaria. El espectador debe aceptar que una u otra fue mala o buena porque así lo dicen los asesores, que casi siempre están de malas pulgas. Esta dimensión es lo más ingrato de Frost/Nixon: una dramatización que se autocomenta, que hace competir, de manera desleal, la expertise de sus personajes contra la escasa información del espectador.
Quizás es un defecto insalvable en una película que no habla de ideas ni de política, sino de caracteres. En el relato, lo que hunde a Nixon en la historia puede ser lo que haga momentáneamente grande a Frost. Pero dentro del mismo relato está también la sugerencia de que, al cabo del tiempo, Nixon sigue reverberando como un insondable misterio humano, mientras que a Frost se lo recuerda sólo cuando aparece una película como esta.
Antídoto chatarra
POR Alberto Fuguet
Vengo llegando del gran Bafici, el Festival del Cine Independiente de Buenos Aires, y, como sucede siempre cuando uno ve un promedio de cuatro largos al día (o a veces a seis), la sensación química–visceral es que no quiero volver a ver una %$&! película en mi vida. Ni una. Lo que necesito primero es limpiar el paladar con el más fuerte de los Listerine para removerme todo el sarro de cine–arte y cine–indie y cine–joven ("mira como la cámara se mueve para que nadie se dé cuenta que no tengo nada que contar") y cine de países que no sé dónde quedan ("si me invitan a Lituania, recuérdame de decir no", me dijo un compatriota no–cinéfilo). Creo que necesito litros de Visine para desirritar mis ojos y, sobre todo, necesito mucho cine–popcorn, chatarra, aunque ya no quiero ni necesito el popcorn en sí (ya no lo puedo comer, ni menos oler), pero la moral chatarra, ese cine que sabe que, uno, no es arte ni nunca será confundido como tal y, dos, que tendrá un público que saldrá satisfecho pase lo que pase, es lo que necesito. Nada por ahora de cine contemplativo–que–no–contempla, nada de indagaciones del yo para que el espectador termine de armar su propia "narrativa". No, no por ahora. Denme unos días.
No es que no quiero volver a ver cine bueno, de autor, experimental, jugado. No. Sólo pido que ese cine que no depende "de los malos" no sea, a su vez, chatarra con pedigrí. En Buenos Aires vi toda la obra de Kelly Reichardt y hasta compré un libro de su corta obra. Creo que "Old Joy" y "Wendy and Lucy" destrozan a toda la competencia, tanto americana como el mal cine–de–autor–que–no–sabe–escribir latinoamericano que, si no fuera por obras iluminadas y llenas de cariño y humor y melancolía como la brillante y modesta "Excursiones" del personalísimo y no cooptado Ezequiel Acuña, uno pensaría que nuestra cinematografía regional está en seria bancarrota creativa (jóvenes con pistolas aburridos, jóvenes aburridos que creen que son de un sexo hasta que captan que son de otro).
Como antídoto, a mi regreso me puse a mirar una cinta chatarra. Vi la "cinta del perrito" del sublime Owen Wilson: pues bien, "Marley y yo", de David Frankel, es pura chatarra, es casi un asco, es calculada y simpática y huele a Disney sin serlo y, sin embargo, qué gran película, qué gran chatarra, qué gran personaje el de Wilson. Una cinta sobre un perro, pero sobre la vida, las opciones, los sueños rotos y las sorpresas que ocurren cuando no todo te sale como quieres. Gracias a "Marley y yo" creo que ahora podré volver a ver cine menos chatarra. Creo que ya estoy curado. Creo.
Vengo llegando del gran Bafici, el Festival del Cine Independiente de Buenos Aires, y, como sucede siempre cuando uno ve un promedio de cuatro largos al día (o a veces a seis), la sensación química–visceral es que no quiero volver a ver una %$&! película en mi vida. Ni una. Lo que necesito primero es limpiar el paladar con el más fuerte de los Listerine para removerme todo el sarro de cine–arte y cine–indie y cine–joven ("mira como la cámara se mueve para que nadie se dé cuenta que no tengo nada que contar") y cine de países que no sé dónde quedan ("si me invitan a Lituania, recuérdame de decir no", me dijo un compatriota no–cinéfilo). Creo que necesito litros de Visine para desirritar mis ojos y, sobre todo, necesito mucho cine–popcorn, chatarra, aunque ya no quiero ni necesito el popcorn en sí (ya no lo puedo comer, ni menos oler), pero la moral chatarra, ese cine que sabe que, uno, no es arte ni nunca será confundido como tal y, dos, que tendrá un público que saldrá satisfecho pase lo que pase, es lo que necesito. Nada por ahora de cine contemplativo–que–no–contempla, nada de indagaciones del yo para que el espectador termine de armar su propia "narrativa". No, no por ahora. Denme unos días.
No es que no quiero volver a ver cine bueno, de autor, experimental, jugado. No. Sólo pido que ese cine que no depende "de los malos" no sea, a su vez, chatarra con pedigrí. En Buenos Aires vi toda la obra de Kelly Reichardt y hasta compré un libro de su corta obra. Creo que "Old Joy" y "Wendy and Lucy" destrozan a toda la competencia, tanto americana como el mal cine–de–autor–que–no–sabe–escribir latinoamericano que, si no fuera por obras iluminadas y llenas de cariño y humor y melancolía como la brillante y modesta "Excursiones" del personalísimo y no cooptado Ezequiel Acuña, uno pensaría que nuestra cinematografía regional está en seria bancarrota creativa (jóvenes con pistolas aburridos, jóvenes aburridos que creen que son de un sexo hasta que captan que son de otro).
Como antídoto, a mi regreso me puse a mirar una cinta chatarra. Vi la "cinta del perrito" del sublime Owen Wilson: pues bien, "Marley y yo", de David Frankel, es pura chatarra, es casi un asco, es calculada y simpática y huele a Disney sin serlo y, sin embargo, qué gran película, qué gran chatarra, qué gran personaje el de Wilson. Una cinta sobre un perro, pero sobre la vida, las opciones, los sueños rotos y las sorpresas que ocurren cuando no todo te sale como quieres. Gracias a "Marley y yo" creo que ahora podré volver a ver cine menos chatarra. Creo que ya estoy curado. Creo.
Cartas, voces
FRANCISCO MOUAT
Ya no recuerdo la última carta que escribí. Hablo de cartas escritas por uno de puño y letra y metidas en un sobre y despachadas con sello y todo. Probablemente fue a mi amigo López Zubero en España, que ahora que tiene correo electrónico se comunica menos que antes: ya no manda cartas ni tarjetas postales ni contesta e-mails, salvo para reportarse cada ciertos meses y decir estoy vivo. López Zubero está vivo y más o menos cómodo en el silencio, lo que es muy respetable, sin duda. Hay momentos en que no tenemos mucho que decir, y sí bastante que callar.
Una carta es una voz que decide hablar, que se detiene a fijar un momento en palabras, que expresa ideas, que cuenta cuentos, que interpela, pero hace falta que llegue a su destinatario para que saque chispas.
Una vez imaginé un libro de cartas nunca enviadas. No descarto sentarme a escribirlas un día. Esas cartas no enviadas tenían entre sus propósitos revelar ciertos secretos que no me animé a decir en su momento, o destellos que resplandecieron cuando ya no había manera de comunicarnos. Sus destinatarios son de alguna forma fantasmas del tiempo presente, y protagonizan ausencias que duelen o ajustes de cuentas impagas. Más que para ponerme al día, escribirlas me parece un modo de mitigar penas, una manera de buscar puntos de encuentro en medio de la diáspora en que solemos vivir, una estrategia para marcar distancias.
Me gusta proponerles a mis talleristas que escriban cartas a quien quieran, y que luego las leamos en voz alta en una sesión de todos contra todos. Suceden cosas magníficas.
El otro día, la rueda se inició con una muchacha joven, la más joven de todas, en edad escolar, que por quinto año consecutivo le escribía a un muchacho a quien había visto por primera vez en el patio del colegio, de varios cursos más arriba, que ya se fue del liceo, y a quien le confesaba como cada año el deslumbramiento, el hechizo que le provocó desde el comienzo tropezar con él a pocos metros de distancia; observarlo, fijarse en sus movimientos, en la belleza de su rostro, en sus ojos expresivos. Ésta iba a ser la última carta dedicada a evocarlo. Y él nunca la recibiría, igual que las anteriores. Es más: a contar de ahora, esta muchacha que escribe dejaría de pensar en él, y conocerlo más profundamente ya no tendría ningún sentido ni destino. Estaba claro, para ella, que entablar cualquier relación con él sería como recibir un cruel manotazo de la realidad, porque lo revelaría con todos sus defectos, ajeno a la perfección idealizada con que alguna vez lo imaginó: "Ahora que estoy más grande, sé que realmente no quiero conocerte".
Hay cartas que enamoran. Ese mismo día escuchamos una encendida declaración de amor, que sí fue entregada y que acabó siendo correspondida. La había acompañado el autor de la carta de un ejemplar de Animal tropical, aquella novela caliente del cubano Pedro Juan Gutiérrez que en esta ocasión sirvió para encender la mecha de la pasión. Fue un cóctel mortal: carta más novela. La destinataria de esa carta es hoy y desde hace tres años la pareja del inspirado escribidor.
Más cartas: una sugería una vibrante relación homosexual que al final no era otra cosa que una demostración de cariño de una chica universitaria a su nueva bicicleta, y otra exculpaba a aquella ministra británica que utilizó hace poco siete dólares del presupuesto público para arrendar un par de películas pornográficas.
Cerramos la rueda del taller con una carta leída con la voz quebrada y dirigida al general Francisco Franco. Soledad la había escrito para desahogar el dolor y la rabia que provocó en su padre, refugiado español que se vino a Chile en el Winnipeg, haber tenido que abandonar su país y exiliarse a miles de kilómetros. La escuchamos con atención y con sentimiento, y cuando ella concluyó la lectura y nos reveló que su padre había muerto el 28 de marzo de 1975, antes incluso que el propio Franco, hace ya tanto tiempo, todos comprendimos que hay heridas que no cierran, y que tendrán que venir otras generaciones para que se imponga el olvido.
Ya no recuerdo la última carta que escribí. Hablo de cartas escritas por uno de puño y letra y metidas en un sobre y despachadas con sello y todo. Probablemente fue a mi amigo López Zubero en España, que ahora que tiene correo electrónico se comunica menos que antes: ya no manda cartas ni tarjetas postales ni contesta e-mails, salvo para reportarse cada ciertos meses y decir estoy vivo. López Zubero está vivo y más o menos cómodo en el silencio, lo que es muy respetable, sin duda. Hay momentos en que no tenemos mucho que decir, y sí bastante que callar.
Una carta es una voz que decide hablar, que se detiene a fijar un momento en palabras, que expresa ideas, que cuenta cuentos, que interpela, pero hace falta que llegue a su destinatario para que saque chispas.
Una vez imaginé un libro de cartas nunca enviadas. No descarto sentarme a escribirlas un día. Esas cartas no enviadas tenían entre sus propósitos revelar ciertos secretos que no me animé a decir en su momento, o destellos que resplandecieron cuando ya no había manera de comunicarnos. Sus destinatarios son de alguna forma fantasmas del tiempo presente, y protagonizan ausencias que duelen o ajustes de cuentas impagas. Más que para ponerme al día, escribirlas me parece un modo de mitigar penas, una manera de buscar puntos de encuentro en medio de la diáspora en que solemos vivir, una estrategia para marcar distancias.
Me gusta proponerles a mis talleristas que escriban cartas a quien quieran, y que luego las leamos en voz alta en una sesión de todos contra todos. Suceden cosas magníficas.
El otro día, la rueda se inició con una muchacha joven, la más joven de todas, en edad escolar, que por quinto año consecutivo le escribía a un muchacho a quien había visto por primera vez en el patio del colegio, de varios cursos más arriba, que ya se fue del liceo, y a quien le confesaba como cada año el deslumbramiento, el hechizo que le provocó desde el comienzo tropezar con él a pocos metros de distancia; observarlo, fijarse en sus movimientos, en la belleza de su rostro, en sus ojos expresivos. Ésta iba a ser la última carta dedicada a evocarlo. Y él nunca la recibiría, igual que las anteriores. Es más: a contar de ahora, esta muchacha que escribe dejaría de pensar en él, y conocerlo más profundamente ya no tendría ningún sentido ni destino. Estaba claro, para ella, que entablar cualquier relación con él sería como recibir un cruel manotazo de la realidad, porque lo revelaría con todos sus defectos, ajeno a la perfección idealizada con que alguna vez lo imaginó: "Ahora que estoy más grande, sé que realmente no quiero conocerte".
Hay cartas que enamoran. Ese mismo día escuchamos una encendida declaración de amor, que sí fue entregada y que acabó siendo correspondida. La había acompañado el autor de la carta de un ejemplar de Animal tropical, aquella novela caliente del cubano Pedro Juan Gutiérrez que en esta ocasión sirvió para encender la mecha de la pasión. Fue un cóctel mortal: carta más novela. La destinataria de esa carta es hoy y desde hace tres años la pareja del inspirado escribidor.
Más cartas: una sugería una vibrante relación homosexual que al final no era otra cosa que una demostración de cariño de una chica universitaria a su nueva bicicleta, y otra exculpaba a aquella ministra británica que utilizó hace poco siete dólares del presupuesto público para arrendar un par de películas pornográficas.
Cerramos la rueda del taller con una carta leída con la voz quebrada y dirigida al general Francisco Franco. Soledad la había escrito para desahogar el dolor y la rabia que provocó en su padre, refugiado español que se vino a Chile en el Winnipeg, haber tenido que abandonar su país y exiliarse a miles de kilómetros. La escuchamos con atención y con sentimiento, y cuando ella concluyó la lectura y nos reveló que su padre había muerto el 28 de marzo de 1975, antes incluso que el propio Franco, hace ya tanto tiempo, todos comprendimos que hay heridas que no cierran, y que tendrán que venir otras generaciones para que se imponga el olvido.
Lleva tres semanas en las listas de best Sellers con su “Ruego a Ud. Tenga la Bondad de irse a la cresta”, un inventario de la nueva tipología de chilenos en boga, donde el que más le irrita es el flaite. Por mail, responde algunas preguntas, antes de mandarnos… a la cresta.
A Fernando Villegas se le ama o se le odia; con él no puede haber medias tintas. Su divisa parece ser la misma del bolero: “Odio quiero más que indiferencia”, y en esa parada lo tenemos chachareando con Fernando Paulsen y Matías del Río en “Tolerancia Cero” y escribiendo los domingos en La Tercera, a veces sensible, como fue el caso de su columna acerca de la muerte de Felipe Cruzat, y a veces en su estilo habitual, de enfant terrible adaptado al sistema. Con el pelo cada vez más parecido a ese ovillo de polvo, pelusas, restos de virutilla y basuras diversas que sale de la aspiradora cuando la limpiamos de tanto en tanto, nos ilumina con su aguda inteligencia… luego, claro, nos manda a la cresta.
-En la advertencia inicial dices que el nombre de tu exitoso libro es un parafraseo comedido de una frase de tu padre (tu papá mandaba a la chucha, no a la cresta, a los que lo hinchaban). ¿Qué otras ideas y frases de tu digno progenitor podrían transformarse en proyecto editorial? ¿Cuánto le debemos a Alberto Villegas de ti y cuánto a tu madre?
No he hecho la evaluación de sus méritos respectivos, pero ambos eran creadores de frases bombásticas. Otras son de mi cosecha y se las endoso a ellos. Quizás mi próximo libro se titule “No Pregunte huevadas”, frase mía que le endosaré a mi abuela Tila.
-Esto de describir en abstracto sin mojarse el potito a los mantequillosos, por ejemplo, y excusarse con que no se trata de actuar “como socialité setentona cobrando viejas rencillas”, ¿no revela demasiada prudencia o poco rigor ya que siempre es importante junto con la descripción aportar con un ejemplo concreto?
-El rigor no pasa por crear una lista onomástica de nombres propios. El rigor es la calidad del análisis de acuerdo a sus méritos propios.
-De los perfiles que describes: mantequillosos, flaites duros, operadores políticos…, ¿cuál es el que mejor encarna esta etapa en que estamos inmersos, cuál es el que más te irrita y cuál podría ser donde encajas tú?
-El flaite es el más odioso. Necesitaríamos un fungicida de amplio espectro que los eliminara. Yo no encajo en ninguno. Provengo de otro planeta.
-¿Por qué para escribir literatura y no crónica periodístico-sociológica recurres a pseudónimos?
-Eso sólo ha pasado una vez, por lo cual la pregunta carece de base lógica.
-Sabemos que los libros no son para hacerse rico (salvo casos como el de Rowling o Meyer), ¿para qué publicas libros?
-Me divierte escribir, eso es todo.
-Dame tus cinco libros entrañables, los que después de ser leídos te convierten en mejor persona.
-Una vez más, no pregunte huevadas
A Fernando Villegas se le ama o se le odia; con él no puede haber medias tintas. Su divisa parece ser la misma del bolero: “Odio quiero más que indiferencia”, y en esa parada lo tenemos chachareando con Fernando Paulsen y Matías del Río en “Tolerancia Cero” y escribiendo los domingos en La Tercera, a veces sensible, como fue el caso de su columna acerca de la muerte de Felipe Cruzat, y a veces en su estilo habitual, de enfant terrible adaptado al sistema. Con el pelo cada vez más parecido a ese ovillo de polvo, pelusas, restos de virutilla y basuras diversas que sale de la aspiradora cuando la limpiamos de tanto en tanto, nos ilumina con su aguda inteligencia… luego, claro, nos manda a la cresta.
-En la advertencia inicial dices que el nombre de tu exitoso libro es un parafraseo comedido de una frase de tu padre (tu papá mandaba a la chucha, no a la cresta, a los que lo hinchaban). ¿Qué otras ideas y frases de tu digno progenitor podrían transformarse en proyecto editorial? ¿Cuánto le debemos a Alberto Villegas de ti y cuánto a tu madre?
No he hecho la evaluación de sus méritos respectivos, pero ambos eran creadores de frases bombásticas. Otras son de mi cosecha y se las endoso a ellos. Quizás mi próximo libro se titule “No Pregunte huevadas”, frase mía que le endosaré a mi abuela Tila.
-Esto de describir en abstracto sin mojarse el potito a los mantequillosos, por ejemplo, y excusarse con que no se trata de actuar “como socialité setentona cobrando viejas rencillas”, ¿no revela demasiada prudencia o poco rigor ya que siempre es importante junto con la descripción aportar con un ejemplo concreto?
-El rigor no pasa por crear una lista onomástica de nombres propios. El rigor es la calidad del análisis de acuerdo a sus méritos propios.
-De los perfiles que describes: mantequillosos, flaites duros, operadores políticos…, ¿cuál es el que mejor encarna esta etapa en que estamos inmersos, cuál es el que más te irrita y cuál podría ser donde encajas tú?
-El flaite es el más odioso. Necesitaríamos un fungicida de amplio espectro que los eliminara. Yo no encajo en ninguno. Provengo de otro planeta.
-¿Por qué para escribir literatura y no crónica periodístico-sociológica recurres a pseudónimos?
-Eso sólo ha pasado una vez, por lo cual la pregunta carece de base lógica.
-Sabemos que los libros no son para hacerse rico (salvo casos como el de Rowling o Meyer), ¿para qué publicas libros?
-Me divierte escribir, eso es todo.
-Dame tus cinco libros entrañables, los que después de ser leídos te convierten en mejor persona.
-Una vez más, no pregunte huevadas
Gestos
FRANCISCO MOUAT
"La flor sonríe cuando el hombre la mira". Me lo dijo ayer una mujer a la que recién venía conociendo, Cristina, después que le conté una historia mínima del último verano, cuando la Solcita registró con una cámara fotográfica digital, sin que él se diera cuenta, el juego de nuestro hijo José con La Niña, una perra de campo que se allegó a nuestra cabaña mientras vacacionábamos a orillas del lago Llanquihue. José estuvo largo rato jugando a la pelota con la perra, de aquí para allá, finteando, intentando llevársela en velocidad, gambeteándola, muerto de la risa, escondiéndole el balón, a ratos dejando que ella se lo quitara. Durante esos minutos, a José no le importó nada más que aquel inocente juego con La Niña. Uno podría decir que José experimentó la felicidad en aquel decorado campestre, a la hora del atardecer, con apenas unos metros cuadrados de tierra, una pelota, una perra juguetona y la salud suficiente para correr sin pausa hasta aburrirse de hacer lo mismo.
La pregunto a Cristina por qué me dice esto, que "la flor sonríe cuando el hombre la mira". Muy simple, contesta: porque la Solcita se detuvo a contemplar su juego, tuvo ojos dispuestos a ver la alegría de su hijo, y esa grabación te permitió además detenerte y disfrutar también una escena que hoy te alienta, con una pelota vieja y gastada como único objeto del deseo, como si fuera una flor.
Hay un gesto amoroso en las palabras de Cristina, que dicho sea de paso me trae un pájaro de cartulina de regalo que cuelga de un hilo y se sostiene con un palo de helado, para que lo instale en algún sitio donde pueda seguir sus movimientos. El gesto de Cristina, que me ha convocado para rastrear literatura que le lleve aliento a enfermos de cáncer que deben someterse a sesiones de quimioterapia, y que necesitan apoyo en este momento de sus vidas, me lleva a pensar en la enorme cantidad de pequeños gestos de amor y amistad que he recibido a lo largo de mi vida. No cabrían, enumerados de uno en uno, ni en una crónica ni en diez ni en cincuenta. No es posible identificarlos a todos, nombrarlos, convertirlos en una escena. Tantos de ellos han quedado en el olvido, y necesitarían de un extraño artificio mágico para volver a la memoria. Tantas veces no he agradecido expresamente las palabras que llegan a mi correo de lectores entusiasmados con un texto. Sé que basta con expresar gratitud, y demasiadas veces no lo he hecho.
De vuelta de hablar con Cristina me puse a buscar una fotografía de José cuando muy niño, una fotografía que me tomó una amiga a la que no veo hace tantos años, la Polly. Fue en el mar de San Antonio, arriba de una barcaza, un día en que ella me invitó a ir a dejarles flores a tantos detenidos desaparecidos que por esos días se confirmaba habían sido arrojados al mar en los años setenta, amarrados muchas veces a pesadas estructuras de fierro, para que llegasen al fondo del mar y no dejaran rastro del crimen. La Polly me hizo llegar meses después en un sobre esta fotografía en la que estamos en la barcaza sentados con José, ambos con un chaleco salvavidas de color naranja. Lo tengo abrazado, y le hablo al oído. Capaz que hasta le esté contando parte de la historia que su inocencia de hoy sólo podrá asimilar algún día del futuro. El gesto de la Polly, de invitarme a San Antonio y hacerme llegar después esta fotografía, lo atesoro, y tal vez sería más fácil olvidarlo si no existiese esta imagen que quisiera obsequiarle a José en un pequeño marco cuando él cumpla quince años de edad, en no mucho tiempo más.
Mientras buscaba la fotografía del mar de San Antonio, fui encontrando cartas medio empolvadas, una tarjeta emocionante que me regaló mi madre en el último cumpleaños, escrita por ella de puño y letra, una foto en blanco y negro de mi niñez leyendo concentrado Alí Babá y los cuarenta ladrones, una fotografía de una joven pareja que se quiere frente a un puesto callejero de naranjas en París que me regaló una amiga, y de pronto entendí que hoy yo debía intentar un gesto, algo parecido a tender un puente de palabras con aquellos a los que no puedo ver, pero están ahí, dispuestos a leer lo que un día yo escribí.
Francisco Mouat.
"La flor sonríe cuando el hombre la mira". Me lo dijo ayer una mujer a la que recién venía conociendo, Cristina, después que le conté una historia mínima del último verano, cuando la Solcita registró con una cámara fotográfica digital, sin que él se diera cuenta, el juego de nuestro hijo José con La Niña, una perra de campo que se allegó a nuestra cabaña mientras vacacionábamos a orillas del lago Llanquihue. José estuvo largo rato jugando a la pelota con la perra, de aquí para allá, finteando, intentando llevársela en velocidad, gambeteándola, muerto de la risa, escondiéndole el balón, a ratos dejando que ella se lo quitara. Durante esos minutos, a José no le importó nada más que aquel inocente juego con La Niña. Uno podría decir que José experimentó la felicidad en aquel decorado campestre, a la hora del atardecer, con apenas unos metros cuadrados de tierra, una pelota, una perra juguetona y la salud suficiente para correr sin pausa hasta aburrirse de hacer lo mismo.
La pregunto a Cristina por qué me dice esto, que "la flor sonríe cuando el hombre la mira". Muy simple, contesta: porque la Solcita se detuvo a contemplar su juego, tuvo ojos dispuestos a ver la alegría de su hijo, y esa grabación te permitió además detenerte y disfrutar también una escena que hoy te alienta, con una pelota vieja y gastada como único objeto del deseo, como si fuera una flor.
Hay un gesto amoroso en las palabras de Cristina, que dicho sea de paso me trae un pájaro de cartulina de regalo que cuelga de un hilo y se sostiene con un palo de helado, para que lo instale en algún sitio donde pueda seguir sus movimientos. El gesto de Cristina, que me ha convocado para rastrear literatura que le lleve aliento a enfermos de cáncer que deben someterse a sesiones de quimioterapia, y que necesitan apoyo en este momento de sus vidas, me lleva a pensar en la enorme cantidad de pequeños gestos de amor y amistad que he recibido a lo largo de mi vida. No cabrían, enumerados de uno en uno, ni en una crónica ni en diez ni en cincuenta. No es posible identificarlos a todos, nombrarlos, convertirlos en una escena. Tantos de ellos han quedado en el olvido, y necesitarían de un extraño artificio mágico para volver a la memoria. Tantas veces no he agradecido expresamente las palabras que llegan a mi correo de lectores entusiasmados con un texto. Sé que basta con expresar gratitud, y demasiadas veces no lo he hecho.
De vuelta de hablar con Cristina me puse a buscar una fotografía de José cuando muy niño, una fotografía que me tomó una amiga a la que no veo hace tantos años, la Polly. Fue en el mar de San Antonio, arriba de una barcaza, un día en que ella me invitó a ir a dejarles flores a tantos detenidos desaparecidos que por esos días se confirmaba habían sido arrojados al mar en los años setenta, amarrados muchas veces a pesadas estructuras de fierro, para que llegasen al fondo del mar y no dejaran rastro del crimen. La Polly me hizo llegar meses después en un sobre esta fotografía en la que estamos en la barcaza sentados con José, ambos con un chaleco salvavidas de color naranja. Lo tengo abrazado, y le hablo al oído. Capaz que hasta le esté contando parte de la historia que su inocencia de hoy sólo podrá asimilar algún día del futuro. El gesto de la Polly, de invitarme a San Antonio y hacerme llegar después esta fotografía, lo atesoro, y tal vez sería más fácil olvidarlo si no existiese esta imagen que quisiera obsequiarle a José en un pequeño marco cuando él cumpla quince años de edad, en no mucho tiempo más.
Mientras buscaba la fotografía del mar de San Antonio, fui encontrando cartas medio empolvadas, una tarjeta emocionante que me regaló mi madre en el último cumpleaños, escrita por ella de puño y letra, una foto en blanco y negro de mi niñez leyendo concentrado Alí Babá y los cuarenta ladrones, una fotografía de una joven pareja que se quiere frente a un puesto callejero de naranjas en París que me regaló una amiga, y de pronto entendí que hoy yo debía intentar un gesto, algo parecido a tender un puente de palabras con aquellos a los que no puedo ver, pero están ahí, dispuestos a leer lo que un día yo escribí.
Francisco Mouat.
“El futuro posible y el pasado que no se ha ido”, como dijo el gran Pauls
La falsedad está tan cercana a la verdad que el hombre prudente no debe situarse en terreno resbaladizo.
Marco Tulio Cicerón
El problema con la mayoría de nosotros es que preferimos ser arruinados por los elogios que salvados por las críticas.
Norman Vincent Peale
Nunca amamos a nadie: amamos, sólo, la idea que tenemos de alguien. Lo que amamos es un concepto nuestro, es decir, a nosotros mismos.
Fernando Pessoa
La falsedad está tan cercana a la verdad que el hombre prudente no debe situarse en terreno resbaladizo.
Marco Tulio Cicerón
El problema con la mayoría de nosotros es que preferimos ser arruinados por los elogios que salvados por las críticas.
Norman Vincent Peale
Nunca amamos a nadie: amamos, sólo, la idea que tenemos de alguien. Lo que amamos es un concepto nuestro, es decir, a nosotros mismos.
Fernando Pessoa
Cómo vivimos nuestra sexualidad afecta a nuestros hijos
Viviana Sosman, psicóloga de la Universidad Diego Portales, especialista en adolescentes.
La relación de pareja es fuente de identificación para los hijos.
Un vínculo satisfactorio en lo amoroso y sexual, promueve un adecuado desarrollo psicosexual; una sexualidad madura ligada a los afectos.
Los hijos aprenden la sexualidad por identificación con los padres.
Durante la niñez este es un proceso que se da en forma inconsciente; los hijos pequeños prefieren negar la sexualidad de los padres, sin embargo desde chicos han ido incorporando en sus mentes y cuerpo la calidad de intimidad amorosa y sexual que tienen sus padres, como se saludan, cuanto se tocan, si se miran, se gustan, como se comunican. Básicamente, están muy atentos a la relación de intimidad que sostienen el papá y la mamá, aunque no sean capaces de verbalizarlo.
Durante la adolescencia la percepción del tipo de vínculo que mantienen los progenitores es más consciente; está en plena construcción la identidad tanto femenina como masculina, como se es mujer u hombre son tareas esenciales de la adolescencia.
Para potenciar el desarrollo de una sexualidad madura, amorosa y placentera, necesitamos entre otras cosas que el hombre se pueda conectar con lo tierno, amoroso, receptivo y la mujer con el deseo, lo activo, y lo sexual.
En este sentido, es muy importante estar en contacto con lo que trasmitimos y mostramos a nuestros hijos; que tipo de relación llevamos con nuestra pareja, que modelos estamos aportando.
Por eso, los invito a reflexionar sobre estos mitos y las consecuencias que ellos tienen, en la construcción de la sexualidad.
- El hombre puede mostrar abiertamente su deseo sexual, esto es signo de virilidad. La mujer no debe mostrar su interés, es poco femenino. Hoy sabemos que el deseo sexual es parte de lo humano, tanto el hombre como la mujer deben hacerse cargo de su necesidad sexual.
- En relación a la sexualidad, el hombre debe ser más activo, rápido, eficaz y aventurado. La mujer más pasiva, pausada, receptiva, y moderada. Estas son dimensiones de lo humano ni la mujer, ni el hombre tienen que atenerse a una u otra, pueden explorar ambas, siendo a veces uno más activo y otro más pasivo, intercambiando roles, lo que otorga más movilidad a la pareja.
- El hombre debe saber de cuestiones sexuales, tiene que satisfacer a la mujer. Esta afirmación recarga al hombre otorgándole toda la responsabilidad del acto sexual. Se trata de una actividad conjunta, en constante construcción, poco a poco hay que irse conociendo e ir incorporando lo que a la pareja le causa placer; eso puede ser fuente importante de amor y complicidad.
- Si uno ama a su pareja siempre sabe lo que esta desea sexualmente. Esta declaración es muy peligrosa, la sexualidad no es estática, es fundamental comunicarse con el otro para estar al tanto de lo que necesita.
- La relación más completa es la de orgasmo simultáneo. Claramente no. Es necesario conocer y aceptar las diferencias entre hombre y mujer, el preocuparse generosamente del otro sin perder lo propio implica reconocer los distintos ritmos de excitación.
He expuesto una serie de mitos que espero puedan contribuir a revisar las ideas que tenemos sobre la sexualidad, ver como estas influyen en nosotros y reflexionar sobre lo que trasmitimos a nuestros hijos. La relación de pareja es fuente de identificación para los hijos.
Viviana Sosman, psicóloga de la Universidad Diego Portales, especialista en adolescentes.
La relación de pareja es fuente de identificación para los hijos.
Un vínculo satisfactorio en lo amoroso y sexual, promueve un adecuado desarrollo psicosexual; una sexualidad madura ligada a los afectos.
Los hijos aprenden la sexualidad por identificación con los padres.
Durante la niñez este es un proceso que se da en forma inconsciente; los hijos pequeños prefieren negar la sexualidad de los padres, sin embargo desde chicos han ido incorporando en sus mentes y cuerpo la calidad de intimidad amorosa y sexual que tienen sus padres, como se saludan, cuanto se tocan, si se miran, se gustan, como se comunican. Básicamente, están muy atentos a la relación de intimidad que sostienen el papá y la mamá, aunque no sean capaces de verbalizarlo.
Durante la adolescencia la percepción del tipo de vínculo que mantienen los progenitores es más consciente; está en plena construcción la identidad tanto femenina como masculina, como se es mujer u hombre son tareas esenciales de la adolescencia.
Para potenciar el desarrollo de una sexualidad madura, amorosa y placentera, necesitamos entre otras cosas que el hombre se pueda conectar con lo tierno, amoroso, receptivo y la mujer con el deseo, lo activo, y lo sexual.
En este sentido, es muy importante estar en contacto con lo que trasmitimos y mostramos a nuestros hijos; que tipo de relación llevamos con nuestra pareja, que modelos estamos aportando.
Por eso, los invito a reflexionar sobre estos mitos y las consecuencias que ellos tienen, en la construcción de la sexualidad.
- El hombre puede mostrar abiertamente su deseo sexual, esto es signo de virilidad. La mujer no debe mostrar su interés, es poco femenino. Hoy sabemos que el deseo sexual es parte de lo humano, tanto el hombre como la mujer deben hacerse cargo de su necesidad sexual.
- En relación a la sexualidad, el hombre debe ser más activo, rápido, eficaz y aventurado. La mujer más pasiva, pausada, receptiva, y moderada. Estas son dimensiones de lo humano ni la mujer, ni el hombre tienen que atenerse a una u otra, pueden explorar ambas, siendo a veces uno más activo y otro más pasivo, intercambiando roles, lo que otorga más movilidad a la pareja.
- El hombre debe saber de cuestiones sexuales, tiene que satisfacer a la mujer. Esta afirmación recarga al hombre otorgándole toda la responsabilidad del acto sexual. Se trata de una actividad conjunta, en constante construcción, poco a poco hay que irse conociendo e ir incorporando lo que a la pareja le causa placer; eso puede ser fuente importante de amor y complicidad.
- Si uno ama a su pareja siempre sabe lo que esta desea sexualmente. Esta declaración es muy peligrosa, la sexualidad no es estática, es fundamental comunicarse con el otro para estar al tanto de lo que necesita.
- La relación más completa es la de orgasmo simultáneo. Claramente no. Es necesario conocer y aceptar las diferencias entre hombre y mujer, el preocuparse generosamente del otro sin perder lo propio implica reconocer los distintos ritmos de excitación.
He expuesto una serie de mitos que espero puedan contribuir a revisar las ideas que tenemos sobre la sexualidad, ver como estas influyen en nosotros y reflexionar sobre lo que trasmitimos a nuestros hijos. La relación de pareja es fuente de identificación para los hijos.
Friday, April 03, 2009
Blog para reír un poco
Lo único que importa en esta vida:
¿Soy lo suficientemente sexy para que la gente olvide mis defectos y trastornos emocionales?
Se siente rubio
¿Soy lo suficientemente sexy para que la gente olvide mis defectos y trastornos emocionales?
Se siente rubio
Thursday, April 02, 2009
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