Edwards, Jorge
Viernes 08 de Mayo de 2009
Calidad de vida
Tengo un amigo alemán, de Berlín, universitario, casado con una profesora, viajero infatigable, que conoce el Africa y viene con frecuencia al sur de América, sobre todo a la Patagonia argentina y chilena. Es un buen observador de las sociedades humanas, la política, la cultura. El y su mujer me acompañaron en Berlín a visitar algunos de los extraordinarios museos de la ciudad, que ahora, después de la caída del Muro, se han duplicado y más que duplicado. Aprovecho su breve paso por Santiago, ya que siempre se queda en ciudades y lugares del sur, para reunirme con él y comer algo en los restaurantes del barrio. El hombre, que ha entrado y salido del sur de Argentina y que tiene la costumbre de hablar con franqueza, sin pelos en la lengua, me hace una primera observación. Tiene la impresión de que el ruido, el tráfico, la contaminación, han ido en rápido aumento en Santiago; de que la calidad de vida en nuestra capital se ha deteriorado desde su último viaje. Cuando el avión que lo traía de Temuco, donde se había reunido con amigos de origen alemán, aterrizó en nuestro aeropuerto de Pudahuel, sintió que ingresaba en una enorme nube de smog, en un hongo de humo venenoso. Nadie podría asegurar que exageraba. Hace algunos años, unos amigos norteamericanos, al mirar los remolinos de polvo que se formaban al frente del entonces Hotel Carrera, me rogaron que emigrara de aquí lo antes posible. Ellos vivían a cincuenta o sesenta kilómetros de la Isla de Manhattan, en refugios campestres, y me ofrecían ayuda para instalarme por esos lados. Pensaban que aquí, de tanto respirar aire viciado, me iba a enfermar sin remedio.
El amigo alemán con el que acabo de reunirme en el barrio del Santa Lucía me hace una pregunta cándida, directa, bastante difícil de contestar: ¿por qué la calidad de vida en las provincias argentinas es tan superior a la de Chile? ¿Tú crees?, le pregunto, y en seguida, a medida que escucho sus argumentos, llego a la conclusión de que no es fácil negar su afirmación. En primer lugar, le sorprende mucho que Chile, con sus buenos productos naturales, tenga una calidad de cocina muy inferior. En los restaurantes, probablemente, le contesto, pero quizá no en las casas particulares. El acepta mi argumento, y reconoce que tenemos restaurantes buenos, pero en el fondo no se muestra muy convencido. Según él, la cultura gastronómica media es muy superior entre nuestros vecinos que entre nosotros, y no sabe explicar por qué: ¿la influencia de la cocina italiana, la cercanía de Europa, la llegada de inmigrantes gallegos y asturianos? Y no hablemos, agrega, de la calidad del servicio. En Bariloche, en todos esos lugares, así como en Buenos Aires, hay un servicio profesional, que recuerda el de ciudades como Madrid, Bilbao, Barcelona. En nuestra angosta faja, en cambio, piensa que no existe una verdadera noción del servicio como trabajo digno, como profesión tan respetable como cualquier otra. Creo, por mi parte, que mi amigo exagera, y que podría ser un aficionado a pisar callos nacionales, pero admito que tiene algo de razón. Suelo encontrar una buena calidad de servicio en viejos personajes, en lugares más o menos tradicionales, en mi recuerdo de bares y restaurantes emblemáticos y desaparecidos, como era por ejemplo el Roxy de la calle Moneda, o El Capulín de una esquina de Providencia. ¿Serán, estas ideas, producto de la nostalgia, de la fantasía, de la noción de que todo tiempo pasado fue mejor?
No siempre el pasado, desde luego, fue mejor que el presente, y hay aspectos de la vida de una sociedad en los que hemos mejorado. Por ejemplo, la universidad de mis años de estudiante era limitada, excluyente, abiertamente clasista. Uno venía de colegios particulares y se encontraba en los patios universitarios con una mayoría de caras conocidas. Los alumnos de ahora representan sectores mucho más diversos del universo chileno. Mi amigo alemán, que viene de visita a nuestro país desde hace más de treinta años, lo reconoce plenamente, pero insiste en que la cultura, elemento esencial de la calidad de vida, también se nota más robusta en el otro lado. Me pareció que sus razones, en este punto, eran contundentes: mejores librerías, mejores editoriales, bibliotecas de calidad, accesibles a todos, buenos museos. Aquí habría que introducir algunos matices. Mi amigo está convencido de que hemos construido una sociedad basada en los números, en una modesta tecnología, en el dinero, y que la cultura, en el Chile actual, le interesa a muy poca gente. Observó libros pirateados en las calles, en las barbas de librerías profesionales, y supo que los volúmenes legales pagaban un impuesto de 19 por ciento, cosa nunca vista en países desarrollados y de cultura sólida.
Habría que ir más despacio, sin pasarse y sin emplear argumentos demagógicos. En el Chile de mi juventud, clasista, no menos desigual que el de ahora, profundamente excluyente, había una atmósfera cultural que me parece imposible no echar de menos. Me acuerdo de la tertulia de los escritores chilenos en la Librería Nascimento, de los conciertos en el Teatro Municipal con directores de orquesta de la categoría de Sergiu Celibidache, Herbert von Karajan, Herman Scherchen, de pianistas como Claudio Arrau, Walter Gieseking, Alfred Cortot, de la antigua editorial Zig-Zag, del sello Ercilla, que había adquirido los derechos de Thomas Mann, entre muchos otros, y me quedo pensativo. Ahora hay becas que antes no existían, fondos concursables diversos, chispazos por aquí y por allá, una excelente temporada de ópera, pero nada que se pueda comparar con los teatros universitarios de antes, con el Experimental y el de Ensayo, que representaban grandes obras contemporáneas y universales, y nada que se compare, salvo que esté muy mal informado, con el Instituto de Extensión Musical de aquellos años, el de don Domingo Santa Cruz y todos ellos.
¿Exageración, nostalgia, falta de adaptación a las realidades del siglo XXI? Lo que me parece más grave, si quieren ustedes conocer mi opinión franca, es que hoy día no se tenga una noción clara de lo que es el trabajo artístico o literario y de lo que significa la propiedad intelectual. La otra noche asistí a una cena de artistas, de músicos, de cineastas y actores, de escritores y editores. Todos, en forma unánime, venían desanimados, desconsolados, debido a las excepciones a los derechos de autor introducidas en nuestro Parlamento en la discusión de un proyecto de ley de propiedad intelectual. No tengo espacio para entrar en detalles. He vivido en Francia y en Alemania, y he trabajado en Barcelona en grandes editoriales. Puedo asegurar algo sin la más mínima duda: ningún país desarrollado y culto se dedica a desproteger, a quitarle solidez a los derechos de autor, que aseguran que los artistas, los escritores, la gente de pensamiento, puedan realizar su actividad en forma profesional. Si hay que regalar libros o permitir que diversos grupos sociales escuchen música en forma gratuita, es un problema de presupuesto y de política estatal. Pero deteriorar la protección de los derechos autorales es un perfecto disparate, lleno de consecuencias a largo plazo. España, Colombia, Brasil, se han dado excelentes leyes en estas materias. En lugar de improvisar en forma populachera, deberíamos estudiarlas y tratar de adoptarlas. En estos asuntos no vamos a descubrir la pólvora. Esto sí que es seguro.
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