Beats
Por Álvaro Bisama
En cierto modo, toda generación literaria puede ser relatada como una teleserie hecha de affaires amorosos, muertes accidentales, personajes aparecidos y salidos de escena sin justificación, villanos autodesignados y héroes a la deriva. Basta cambiar los nombres de los actores por los de los escritores y sin demasiado problema - como un montón de escombros deslizándose sobre el despeñadero- la entretención está servida.
No es tan raro: leyendo El libro de Jack uno podría pensar que los beats podrían haber protagonizado una temporada de "Melrose Place". O de "Lost". Porque lo que describen ahí Barry Gifford y Lawrence Lee puede ser una imprescindible biografía oral de Jack Kerouac pero también algo más: el ir y venir de un montón de personajes (el mismo Kerouac, Ginsberg, Neal Cassidy y sus múltiples mujeres, los Burroughs) enfrascados en sus dramas y perdidos en el laberinto de sus propias vidas, donde, accidentalmente, pudieron haber escrito unos cuantos libros que cambiaron para siempre la literatura.
Héroes de una mitología difusa que va de Nueva York a San Francisco o de México a Tánger, los beats originales lucen como una familia disfuncional más preocupada de provocarse partes iguales de amor o de daño que de patear el tablero de la escena literaria. Poliadictos con problemas de escritura o personajes de una comedia sin un destino claro, se pierden en infinidad de carreteras sinuosas, para no encontrarse jamás, mientras, de paso, adquieren un estatus canónico.
Pero es un estatus confuso. Mal que mal, la peor virtud de la generación beat es hacerle creer al lector que vida y literatura se pueden fundir así como así, sin más. Y es un buen truco, hay que admitirlo. Los beats lograron fundir biografía y obra al punto de volverlas inseparables, pero en el camino engendraron una pavorosa cantidad de clichés - la carretera, el uso y abuso del zen, la poesía como mal bop- al punto que el rótulo de beatnik terminó adquiriendo cierto matiz caricaturesco, algo que aparece en objetos diversos que van desde Los asesinos - aquella pésima novela de Elia Kazan- hasta "Los Simpsons". Porque, lo que funciona con los beatniks - en aquel Aullido que mal tradujo alguna vez Fernando Alegría, las teorías del lenguaje viral de Burroughs, la fuerza postal de Cassidy y la vida hipernarrada de Kerouac- no sirve para todos.
Por cierto, en El libro de Jack se indaga un poco en el lado salvaje de ese éxito: más que una utopía literaria, lo que propusieron los beats fue una colección de destinos trágicos que ocasionalmente se encontraban y desencontraban en el camino, para perderse una y otra vez, quemándose ellos mismos en el intento. Un puñado de sujetos, según Ginsberg en Aullido - ahora en la traducción de Rodrigo Olavarría- "que se desvanecieron en vastas y sórdidas películas, eran cambiados en sueños, despertaban en un súbito Manhattan y se levantaron en sótanos con resacas de despiadado Tokai y horrores de sueños de hierro de la tercera avenida y se tambalearon hacia las oficinas de desempleo, que caminaron toda la noche con los zapatos llenos de sangre sobre los bancos de nieve en los muelles esperando que una puerta se abriera".
Así, la gracia de los beats es que supieron vender su martirio como una estética, su decadencia como una ética, sus fracasos tempranos como éxitos, sugiriendo, de paso, que el chocar y desmembrarse es la opción literaria más poética de todas. Ahora, a la distancia, tal vez la publicidad engañosa de las vidas y muertes de los beats sea su mejor obra: aquella teleserie contada como una leyenda moderna, inventada en un sinnúmero de versiones apócrifas, contradictorias e imposibles.
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