Intimidad
Francisco Mouat
Escribir crónicas sin restricciones temáticas y publicarlas periódicamente es un oficio entrañable al que quisiera dedicarle mi mayor energía durante toda la vida. Me mantiene más o menos despierto, medianamente atento a lo que ocurre, aquí adentro mío como allá afuera. Me regala, además, lectores, sin los cuales el oficio perdería casi todo su sentido. Necesito, eso sí, para poder contar algo, que constituya a lo menos un destello en mi vida. Aquello que sucede demasiado lejos de mis sentidos y de mi espíritu, aquello que no alcanzo a distinguir de ninguna manera y que puede ser la borra de un café que no soy capaz de procesar y que es casi todo lo que ocurre en el mundo, simplemente me abstengo de contarlo, no tiene ningún sentido para mí escribirlo. Leí hace poco una entrevista al periodista norteamericano Gay Talese, uno de los íconos del llamado nuevo periodismo, y me sorprendió gratamente una de sus frases: él decía que lo que más le interesaba era la intimidad. Me gustó como lo dijo. Me gustó lo que significa.
A mí también me interesa la intimidad. La propia y la ajena. La del fondo de tu alma, la que a veces te cuesta ver y reconocer, la que te hace frágil y vulnerable, la que te convierte en absurdo, contradictorio y pequeño; y también aquella intimidad que a veces te regalan otros, cuando te permiten visitarla: amores, sueños, risas, dolores, ideas, el privilegio de una amistad, aquella inesperada historia que nos reconforta leer o escuchar de boca de uno de los amigos que fuimos haciendo o fortuitamente se cruzaron en nuestro camino.
Desde muy joven que ando buscando esa intimidad. Tal vez esto explique en parte por qué siempre he querido escribir sólo sobre lo que me interesa y desechar lo que no. A veces me resultó, y otras tantas tuve que entregarme al juego de cintura, la resignación y también el aburrimiento mortal, especialmente cuando otros eran los que decidían de qué escribir y cómo hacerlo.
A mí los periodistas que más me gustaron y me gustan son aquellos que mejor cuentan historias hasta ese momento íntimas y privadas, en donde el alma humana y el mundo que la sostiene son los verdaderos protagonistas, y donde la clave no es ni la venta de ejemplares, ni la captura de publicidad ni la maldita rentabilidad a la que hoy todos tratan como si fuese la verdadera y única moral de nuestros días. Los periodistas que al final más me interesan son aquellos que tal vez no fueron totalmente rentables para sus empresas, los que investigaron libremente, los que tuvieron el temple para denunciar con responsabilidad, los que se tomaron el tiempo suficiente para narrar con libertad y gracia, para pensar en voz alta sin miedo, o que simplemente regalaron belleza allí donde costaba encontrarla. Olfateo una dictadura del mercado en todas las latitudes periodísticas a donde uno mire, la fuerza de una tormenta que parece inevitable, una tormenta que amenaza con arrasar los últimos vestigios de romanticismo que han a compañado al oficio. Pero aún quedan las historias, la intimidad de la que habla Talese y con la cual todavía podemos sintonizar.
Por eso me gusta mi oficio de cronista. A ratos me doy cuenta de que uno posa la vista y el alma en unos pocos asuntos, de un modo más o menos repetitivo. Carezco del olfato necesario para informar con asertividad sobre lo que se supone está sucediendo en el mundo. No sé hacerlo: me especializo un poco más en aquellas corrientes subterráneas que nos ocupan cuando nos sentamos en la mesa de un bar o un café a apurar una copa o una taza sin un propósito fijo. Tampoco sé anticiparme a los hechos, y adivinar qué podría acabar ocurriendo mañana. La actualidad así entendida me es esquiva. Y ni hablar del poder: ahí me declaro total y decididamente incompetente. Sospecho algunas cosas, encuentro bastante razón cuando alguien sugiere que no necesariamente hay que estar en el gobierno para detentarlo, pero lo más claro es que desconfío de él, de lo que propone y de la forma en que acostumbra instalarse, casi siempre de modo autoritario y vertical, casi siempre dueño de la verdad, casi siempre disponiendo de las vidas de los demás, casi siempre motivado por no perder terreno ni el privilegio de seguir mandando.
A mí me gusta el otro privilegio: ojalá no mandar a nadie, ojalá no detentar ningún poder, y entretanto escribir crónicas sin un propósito determinado, imperfectas, íntimas.