Anoche soñé con George Carlin
por Daniel Villalobos
Anoche soñé con George Carlin. Era de noche y estábamos dentro de un departamento interior al fondo de un patio oscuro. El tenía un suéter negro y se veía más viejo que nunca. Hablaba en inglés y yo le contestaba en español.
Le decía “Usted es George Carlin, ¿no tiene frío?” y él me decía que no, que temblaba por temblar. Había más gente en la casa, pero no recuerdo sus caras y a él le daban miedo. Me decía “No me dejes solo” y yo le decía que me tenía que ir. No sabía qué preguntarle. Era George Carlin y no decía nada gracioso. Los demás le hablaban, pero sólo me contestaba a mí. Me agarraba de la manga de la chaqueta como si fuera un mendigo pidiendo monedas. Hablaba sin levantar la vista. Lloraba como lloran los viejos.
De pronto yo reconocía el lugar: era el departamento interior donde vivió mi mejor amigo justo antes de salir de la universidad. Era Temuco. Era el sur. Qué está haciendo usted aquí, le decía, usted es George Carlin, qué hace acá.
No lo sé, me decía él, no reconozco nada. Creo que estoy en el infierno.
Santiago, 25 de septiembre, 2009.
Hay puñales en las sonrisas de los hombres; cuanto más cercanos son, más sangrientos.
William Shakespeare
El viejo archivo
FRANCISCO MOUAT
Hubo un tiempo largo en mi vida en que me gustaba salir a cazar historias para después contarlas. La curiosidad era pan de cada día, y estaba allá afuera, entre la gente, en barrios y pueblos perdidos, en latitudes insospechadas. A donde iba llevaba el radar y lo ponía a funcionar, a ver qué captaba. Fueron años en que viajé: a Cerro Sombrero en la Patagonia, a la Plaza Roja de Moscú, al cementerio de Doñihue, a la costanera de Montevideo, a una casa de trova en Santiago de Cuba, al Mediterráneo, a Taltal, a la Quinta Normal, al estadio de Independiente en Avellaneda. Hasta hoy mantengo una bodega llena de carpetas que aún no me animo a revisar con detalle, una bodega donde hay cientos, miles de recortes, crónicas sueltas, fotocopias y revistas antiguas recordándome que tarde o temprano eso sería la base de un archivo ordenado de la a a la zeta.
Pero el viejo tema de la construcción del archivo fue cambiado por la urgente e impostergable costumbre de vivir, y ahora, veinte o treinta años después, no tengo ni la más remota idea si vuelva a revisar algún día esas carpetas. Tampoco sé si quiero hacerlo. ¿Con qué me puedo encontrar ahí? ¿Con el sueño de libros por escribir que nunca fueron ni serán? ¿No sería mejor tirarlas y tratar de escribir algo a partir de su ausencia?
Me inquieta darme cuenta de que no tengo la misma fuerza de mis años mozos para arrancar el motor, aun cuando no sé si se trata de una inquietud necesariamente molesta. Más bien, me percato de que muchas de esas aventuras soñadas ya no tengo deseos de vivirlas. Tal vez lo razonable sería reflexionar sobre aquellas otras inquietudes y hábitos que las vinieron a reemplazar. Y esto también me provoca desasosiego: a ratos no tengo deseos de vivir sino puertas adentro, recogido sobre unos libros que, quiero creer, me ayudan a vivir. ¿O todo esto no es más que un cuento para disfrazar que escapo del mundo, que le tengo un enorme miedo a la vida, como sospecho piensan aquellos que viven puertas afuera, enchufados a cuantas fuentes de corriente haya disponibles en el camino?
¿Qué sucede? ¿Estoy cansado, o mis nuevos hábitos han ido delineando a una nueva persona que se contenta quedándose quieta y bajando la vista para leer, como hice ayer, ensayos-escombros de Martín Cerda, las Autobiografías ajenas de Antonio Tabucchi y la novela Mi hermano de Jamaica Kincaid? Cerda reflexiona sobre la diferencia entre recuerdos y nostalgias, y define a la nostalgia como "una lejanía que duele". Qué preciso es a la hora de escribir. Cada vez que leo a Martín Cerda, experimento el placer de leer a un hombre lúcido dueño de una de las mejores cabezas de la literatura chilena. "Un hombre que escribe nunca está solo": la frase de Paul Valéry es citada por Tabucchi. Releer Autobiografías ajenas me permite volver a disfrutar el capítulo "Aparición de Pereira", en donde Tabucchi cuenta cómo llegó a su vida el personaje que protagonizó una de sus grandes novelas: "El señor Pereira me visitó por primera vez una noche de septiembre de 1992. En aquella época no se llamaba todavía Pereira, no poseía trazos
definidos. Era una presencia vaga, huidiza y difuminada, pero que deseaba ya ser protagonista de un libro". Jamaica Kincaid relata en Mi hermano cómo murió su hermano de sida en Antigua, pequeña isla de Barbados donde no había remedios para tratar la enfermedad. Y lo hace escribiendo con coraje y metiendo el dedo en la llaga de una familia fragmentada, donde el padre está muerto y la madre, que alguna vez fue ejemplar y admirable cuando sus hijos eran aún niños, después no supo qué hacer cuando ellos crecieron y dejó de ser físicamente indispensable. Jamaica Kincaid no sabe si aún la quiere o si realmente la odia.
"Nunca hay que saberlo todo, y en ciertas cosas es mejor evitar el lujo de detalles", escribe Tabucchi en Autobiografías ajenas. Seguiré su sabio consejo: dejaré que el tiempo responda a preguntas que ahora no sé cómo contestar. ¿Llegó la hora de jubilarse de contar historias, o es que estoy empezando un camino nuevo, un camino en el cual el viejo archivo ya no presta mayor utilidad? Preparo un libro que sé que tardaré años en concluir. Tengo reservada para su primera página una cita de Musil, de sus Ensayos y conferencias: "Recuerdo una frase de Goethe que desde hace años me conmueve particularmente: sólo se puede escribir de aquellas cuestiones de las que no se sepa demasiado".