Manipulación emocional, la ides es impactar y el primer mundo encuentra la miseria cool.
Por Ascanio Cavallo
Saturday, February 28, 2009
Vacaciones
Francisco Mouat
Repaso mentalmente estas últimas vacaciones, que se terminan. Conocí al viejo Lito: lo vi jugar al arco, acarrear leña, caminar junto a los gansos, dejarse acompañar por un perro negro a donde fuera, cantar rancheras, tomarse una copa de tinto al seco. Lo abracé en la despedida, quedamos de volver a vernos el año que viene. Me reencontré con la María y su pan amasado, con Gregorio, la Marisol, la Camila que dejó de ser físicamente una niñita. Con Osvaldo Thiers volvimos a hablar de pintura, de sus nuevos cuadros donde las Meninas andan en moto o salen de compras, de la historia de El Molino, de aquel autorretrato suyo que su nieto Philippe fotografió con maestría.
Vivimos sin horario, y la mayor preocupación consistió en matar arañas sin piedad y ser precisos en el lanzamiento del tejo sobre la arena de una playa solitaria del lago Llanquihue. Volví a ver a los Neme; recuperé su voz, sus palabras, sus rostros, sus canciones, el sabor de un buen asado. Navegué en kayak, tramos cortos, para no incurrir en fatiga. Me bañé en el lago en la mañana, en la tarde y en la noche. El último baño nocturno, con las aguas mansas, sin un gramo de viento, junto a la patota completa, lo conservaré en la memoria hasta que se borronee casi completamente en el tiempo, y de él quede la sola sensación de haber vivido un momento estelar y libre. Tan estelar y libre como aquellos largos baños de mis cabros chicos, estrellas fugaces de una felicidad que sabes que es momentánea o que se vive sin garantía de nada.
Vivir sin horario es una sana costumbre, que tiene poco o nada que ver con esa otra rutina de los otros días en que no estamos de vacaciones, y que son mayoría abrumadora. Es hora de fundamentar la rebelión en contra de los que combaten al ocio. Un profesor al que quise muchísimo, al que todavía quiero mucho en el recuerdo, Fidel Sepúlveda, escribió una vez en la revista Aisthesis: "Hay que educar para no rehuir y satanizar el ocio, sino para propiciarlo, para hacerlo sentir absolutamente necesario. El ocio es la instancia donde el ser reconoce sus fronteras y sus horizontes. Por sus fronteras cubica su precariedad. Por sus horizontes pondera su infinitud. Esto no se hace entre el tráfago y el vértigo. Se hace cuando las aguas están calmas, han hecho claridad en su caudal y la transparencia revela su profundidad y potencia. En el ocio y en el silencio acontece la sintonía del todo y de cada una de las partes. Ocurre el encuentro sinfónico de los estratos pluridimensionales del ser".
Un amigo me llama por teléfono y me dice que le acaban de regalar un libro que se llama algo así como Elogio de la lentitud, y que se lo ha llevado al sur, de vacaciones. "Es de un sueco", dice, "y lo traje para aprendérmelo de memoria". ¿Será que los ociosos, los lentos, estamos empezando a reproducirnos a mayor velocidad? ¿Será que los odiosos fanáticos de la cadena de la producción, de los objetivos y las metas precisas, de las decisiones rápidas e irreflexivas, de hacer cinco cosas al mismo tiempo, de las jornadas largas de trabajo, de exprimir a los que están bajo su mando, verán amenazado alguna vez su reino de torpes adoradores de la faena sin pausa y casi siempre sin sentido?
La Solcita me lee el arranque de un ensayo de Chesterton: "Quedarse en la cama sería una experiencia perfecta y sublime siempre que uno dispusiera de un lápiz lo suficientemente largo para poder dibujar en el techo". Lo mejor de la reflexión de Chesterton viene más adelante, cuando él reconoce haberse dado cuenta de la necesidad de contar con ese largo lápiz para dibujar en el techo sólo después de vivir la experiencia de estar tirado en la cama sin hacer nada.
El ocio hay que vivirlo sin culpa y sin prisas para despertar a la imaginación, para zafar todo lo que podamos del exceso de realidad. El ocio, el bendito ocio, creativo y fecundo, es el pan nuestro de cada día.
Repaso mentalmente estas últimas vacaciones, que se terminan. Conocí al viejo Lito: lo vi jugar al arco, acarrear leña, caminar junto a los gansos, dejarse acompañar por un perro negro a donde fuera, cantar rancheras, tomarse una copa de tinto al seco. Lo abracé en la despedida, quedamos de volver a vernos el año que viene. Me reencontré con la María y su pan amasado, con Gregorio, la Marisol, la Camila que dejó de ser físicamente una niñita. Con Osvaldo Thiers volvimos a hablar de pintura, de sus nuevos cuadros donde las Meninas andan en moto o salen de compras, de la historia de El Molino, de aquel autorretrato suyo que su nieto Philippe fotografió con maestría.
Vivimos sin horario, y la mayor preocupación consistió en matar arañas sin piedad y ser precisos en el lanzamiento del tejo sobre la arena de una playa solitaria del lago Llanquihue. Volví a ver a los Neme; recuperé su voz, sus palabras, sus rostros, sus canciones, el sabor de un buen asado. Navegué en kayak, tramos cortos, para no incurrir en fatiga. Me bañé en el lago en la mañana, en la tarde y en la noche. El último baño nocturno, con las aguas mansas, sin un gramo de viento, junto a la patota completa, lo conservaré en la memoria hasta que se borronee casi completamente en el tiempo, y de él quede la sola sensación de haber vivido un momento estelar y libre. Tan estelar y libre como aquellos largos baños de mis cabros chicos, estrellas fugaces de una felicidad que sabes que es momentánea o que se vive sin garantía de nada.
Vivir sin horario es una sana costumbre, que tiene poco o nada que ver con esa otra rutina de los otros días en que no estamos de vacaciones, y que son mayoría abrumadora. Es hora de fundamentar la rebelión en contra de los que combaten al ocio. Un profesor al que quise muchísimo, al que todavía quiero mucho en el recuerdo, Fidel Sepúlveda, escribió una vez en la revista Aisthesis: "Hay que educar para no rehuir y satanizar el ocio, sino para propiciarlo, para hacerlo sentir absolutamente necesario. El ocio es la instancia donde el ser reconoce sus fronteras y sus horizontes. Por sus fronteras cubica su precariedad. Por sus horizontes pondera su infinitud. Esto no se hace entre el tráfago y el vértigo. Se hace cuando las aguas están calmas, han hecho claridad en su caudal y la transparencia revela su profundidad y potencia. En el ocio y en el silencio acontece la sintonía del todo y de cada una de las partes. Ocurre el encuentro sinfónico de los estratos pluridimensionales del ser".
Un amigo me llama por teléfono y me dice que le acaban de regalar un libro que se llama algo así como Elogio de la lentitud, y que se lo ha llevado al sur, de vacaciones. "Es de un sueco", dice, "y lo traje para aprendérmelo de memoria". ¿Será que los ociosos, los lentos, estamos empezando a reproducirnos a mayor velocidad? ¿Será que los odiosos fanáticos de la cadena de la producción, de los objetivos y las metas precisas, de las decisiones rápidas e irreflexivas, de hacer cinco cosas al mismo tiempo, de las jornadas largas de trabajo, de exprimir a los que están bajo su mando, verán amenazado alguna vez su reino de torpes adoradores de la faena sin pausa y casi siempre sin sentido?
La Solcita me lee el arranque de un ensayo de Chesterton: "Quedarse en la cama sería una experiencia perfecta y sublime siempre que uno dispusiera de un lápiz lo suficientemente largo para poder dibujar en el techo". Lo mejor de la reflexión de Chesterton viene más adelante, cuando él reconoce haberse dado cuenta de la necesidad de contar con ese largo lápiz para dibujar en el techo sólo después de vivir la experiencia de estar tirado en la cama sin hacer nada.
El ocio hay que vivirlo sin culpa y sin prisas para despertar a la imaginación, para zafar todo lo que podamos del exceso de realidad. El ocio, el bendito ocio, creativo y fecundo, es el pan nuestro de cada día.
La novela luminosa
Rodrigo Pinto Revista El Sábado "El Mercurio"
Alfaguara Uruguay publicó en 2005 la primera edición de esta obra. Su autor, Mario Levrero, había muerto el año anterior, a los 64 años. Y ocurrió entonces que, de blog en blog y de columna en columna, la novela del casi totalmente desconocido escritor uruguayo se alzó como una referencia obligatoria, pero difícilmente accesible. En 2008, Random House Mondadori se hizo con los derechos y sacó una edición que se distribuye en todo el ámbito de la lengua española. Excelente noticia, desde luego, que permite a muchos más lectores acceder a una obra curiosa, sumamente original y de cadencia casi hipnótica, si el lector acepta las premisas del juego.
Es que hay que estar alerta: el libro es un ejercicio de escritura que vuelve una y otra vez sobre sí mismo, en un río de palabras que arrastra sin pausa y circula por meandros sospechosamente parecidos donde la variación es mínima, cotidiana y hasta banal, si se quiere. Lo que importa es el flujo y aquí sí que influye la voluntad del lector, si se deja arrastrar o no por la corriente. La premisa es simple y está explicada por Levrero en el prólogo. Recibió una beca Guggenheim para concluir una novela largamente postergada, pero, para poder terminarla, para juntar energías, decidió llevar un diario, el "Diario de la beca", que ocupa la mayor parte del libro. Ese diario es el río que fluye, moroso, lento, con noticias sobre sus hábitos de comida y sueño, con disquisiciones sobre su relación con el computador, con el registro minucioso de las mañas y manías de un escritor ya maduro. Un escritor que vive solo, que duerme a destiempo, que cada quince días dedica unas horas a talleres presenciales y virtuales, que juega interminables solitarios, que escribe programas en su computador con cuestiones como el horario de administración de sus medicamentos (que toma muchos y por distintos males). Levrero teje así un personaje entrañable que logra hacerse querer a pesar de sus manías y que, en su solitaria redacción del diario, va tejiendo también un vasto acercamiento al tema de la escritura. Si concluye o no la "novela luminosa", motivo de la beca y del diario, es un asunto totalmente secundario (el texto, breve y fragmentario, está incluido en el libro, y profundamente ligado al diario en estilo y preocupaciones). Lo que de verdad importa, lo que atrapa, lo que seduce, es que Levrero escribe por la necesidad de escribir, y a lo que conduce ese ejercicio infatigable. Como bien dijo Luis Chitarroni en el lanzamiento de la novela en Buenos Aires, "El que elige a solas es, legítimamente y sin atenuantes, quien quiere escribir para contar la experiencia intransmitible de seguir vivo".
Rodrigo Pinto Revista El Sábado "El Mercurio"
Alfaguara Uruguay publicó en 2005 la primera edición de esta obra. Su autor, Mario Levrero, había muerto el año anterior, a los 64 años. Y ocurrió entonces que, de blog en blog y de columna en columna, la novela del casi totalmente desconocido escritor uruguayo se alzó como una referencia obligatoria, pero difícilmente accesible. En 2008, Random House Mondadori se hizo con los derechos y sacó una edición que se distribuye en todo el ámbito de la lengua española. Excelente noticia, desde luego, que permite a muchos más lectores acceder a una obra curiosa, sumamente original y de cadencia casi hipnótica, si el lector acepta las premisas del juego.
Es que hay que estar alerta: el libro es un ejercicio de escritura que vuelve una y otra vez sobre sí mismo, en un río de palabras que arrastra sin pausa y circula por meandros sospechosamente parecidos donde la variación es mínima, cotidiana y hasta banal, si se quiere. Lo que importa es el flujo y aquí sí que influye la voluntad del lector, si se deja arrastrar o no por la corriente. La premisa es simple y está explicada por Levrero en el prólogo. Recibió una beca Guggenheim para concluir una novela largamente postergada, pero, para poder terminarla, para juntar energías, decidió llevar un diario, el "Diario de la beca", que ocupa la mayor parte del libro. Ese diario es el río que fluye, moroso, lento, con noticias sobre sus hábitos de comida y sueño, con disquisiciones sobre su relación con el computador, con el registro minucioso de las mañas y manías de un escritor ya maduro. Un escritor que vive solo, que duerme a destiempo, que cada quince días dedica unas horas a talleres presenciales y virtuales, que juega interminables solitarios, que escribe programas en su computador con cuestiones como el horario de administración de sus medicamentos (que toma muchos y por distintos males). Levrero teje así un personaje entrañable que logra hacerse querer a pesar de sus manías y que, en su solitaria redacción del diario, va tejiendo también un vasto acercamiento al tema de la escritura. Si concluye o no la "novela luminosa", motivo de la beca y del diario, es un asunto totalmente secundario (el texto, breve y fragmentario, está incluido en el libro, y profundamente ligado al diario en estilo y preocupaciones). Lo que de verdad importa, lo que atrapa, lo que seduce, es que Levrero escribe por la necesidad de escribir, y a lo que conduce ese ejercicio infatigable. Como bien dijo Luis Chitarroni en el lanzamiento de la novela en Buenos Aires, "El que elige a solas es, legítimamente y sin atenuantes, quien quiere escribir para contar la experiencia intransmitible de seguir vivo".
Nebulosa Helix
El Observatorio Europeo Austral (ESO, en sus siglas en inglés) publicó hoy una sobrecogedora imagen de la nebulosa planetaria Helix, conocida por los astrónomos como el "Ojo de Dios", captada desde el observatorio chileno de La Silla.
De todos es sabido que en el Universo se repiten formas y estructuras, pero para la vista humana el poder contemplar un "ojo" espacial que mide dos años luz, poco menos de 20 billones de kilómetros, es una experiencia única.
Wednesday, February 25, 2009
Tuesday, February 24, 2009
El súper redneck
Jason de Martes 13 es el super redneck. El super héroe de los fundamentalistas católicos blancos de la américa profunda y la white trash. Un hueón que mata la diferencia y a las personas que se entregan al placer. Un asesino en serie, podríamos decir, territorial. "No te metas en mi territorio, maldito hijo de puta"
Ventanas
FRANCISCO MOUAT
Es pequeña, portátil, de tapas duras de color negro. Es una libreta con una página por cada día del año, y me la regaló una amiga en la Navidad de 2007 para que escribiera en ella lo que me diera la gana. Va conmigo a donde voy. Llevo escritas en ella unas 230 páginas. A veces pasan semanas enteras en que no anoto nada. Otras veces he creído haberla dejado en un sitio, y me he desesperado buscándola hasta encontrarla. En esos momentos me doy cuenta de que forma parte de mi equipaje de mano esencial, y de que no puedo extraviarla. Cada día el vínculo entre esta pequeña libreta y yo es más estrecho, porque en sus páginas están registradas parte de las lecturas que no quiero olvidar fácilmente.
Anoche la estuve revisando. Las primeras notas sueltas son de un libro de Abelardo Castillo, El oficio de mentir: "Pintar la propia aldea. Eso es más bien todo el trabajo literario". "Picasso pintaba los ojos que existen en la realidad, no los ojos que se ven en la realidad. En la literatura pasa exactamente lo mismo. Uno pinta lo que está del otro lado de la realidad". "Escribir es un destino como cualquier otro".
Más adelante, un texto de Muñoz Molina sobre Raymond Carver, con una sentencia iluminadora de su literatura: "Muy cerca del dolor está la ternura". Pienso algo parecido de casi todos los cuentos de Marcelo Lillo en El fumador y otros relatos. Hablé con Lillo hace unos días. Su fama de ermitaño, de escritor solitario que no se ve con nadie, no es justa. El sábado que viene voy a verlo a su casa en Niebla con la patota completa, y prometió recibir a la familia con gaseosas para los cabros chicos y pisco sour casero para los grandes.Otro libro leído: Todo cuenta, de Saul Bellow: "La fuerza de una obra de arte es tal que induce a una suspensión temporal de la actividad. Conduce a la contemplación, a lo maravilloso y, a mi entender, a sagrados estados del alma. Que, sin embargo, no son pasivos".
Algunas páginas más adelante, Umberto Eco dice, a propósito de su trabajo: "Escribo para recordar la infancia, y enseño para hablarles a los alumnos de los libros que aún no están escritos". De los Diarios de Ionesco: "¿Qué es estar aquí, qué es estar y por qué ser siempre y siempre? De repente, la débil luz de una esperanza insensata: se nos ha hecho el don de la vida, uno no puede volver a empezarla. No sé demasiado bien lo que esto quiere decir. No lo sé, en absoluto". Preguntas majaderamente esenciales, que no tienen respuesta.
Esta libreta de notas, pequeña, portátil, de tapas duras de color negro, está repleta de pliegues, de apuntes al margen, de notas al paso. Irá a donde vaya conmigo, y luego, cuando esté completa, se quedará guardada en un estante, esperando el momento preciso en que uno vuelva sobre ella para recordar. Prólogo de Juan Villoro a la Trilogía de la memoria, de Sergio Pitol: "Prefiero asomarme a las ventanas antes que a un espejo". Es lo que pienso de estas lecturas detenidas en el tiempo: son ventanas al mundo particular de cada uno de sus autores. No son espejos para vernos la cara, malgastada con los años. Leer, y tomar notas, es mirar por esas ventanas de otros a ver qué encontramos detrás de ellas. Aunque hayamos perdido los lentes en el camino, o con ellos puestos, es lo mismo: alcanzaremos, como Pitol, "vislumbres, aproximaciones, balbuceos en busca de sentido en la delgada zona que se extiende entre la luz y las tinieblas".
Amanece en la ribera este del lago Llanquihue. Me asomo por la ventana de la cabaña y compruebo que está lloviendo tenuemente. El viento ha dejado de soplar como lo hizo en los últimos días. Pájaros desconocidos emiten sonidos similares a los que escuché desde pequeño, cuando mis padres me traían al sur. Ahora soy yo el que trae niños a estas latitudes, a que miren por la ventana y encuentren algo que más tarde en la vida recordarán, aunque sólo se trate de un estado de ánimo: "Pitol no rememora lo que ya conoce: se entrega al pasado para averiguar qué hay ahí. Su evocación es una búsqueda".
FRANCISCO MOUAT
Es pequeña, portátil, de tapas duras de color negro. Es una libreta con una página por cada día del año, y me la regaló una amiga en la Navidad de 2007 para que escribiera en ella lo que me diera la gana. Va conmigo a donde voy. Llevo escritas en ella unas 230 páginas. A veces pasan semanas enteras en que no anoto nada. Otras veces he creído haberla dejado en un sitio, y me he desesperado buscándola hasta encontrarla. En esos momentos me doy cuenta de que forma parte de mi equipaje de mano esencial, y de que no puedo extraviarla. Cada día el vínculo entre esta pequeña libreta y yo es más estrecho, porque en sus páginas están registradas parte de las lecturas que no quiero olvidar fácilmente.
Anoche la estuve revisando. Las primeras notas sueltas son de un libro de Abelardo Castillo, El oficio de mentir: "Pintar la propia aldea. Eso es más bien todo el trabajo literario". "Picasso pintaba los ojos que existen en la realidad, no los ojos que se ven en la realidad. En la literatura pasa exactamente lo mismo. Uno pinta lo que está del otro lado de la realidad". "Escribir es un destino como cualquier otro".
Más adelante, un texto de Muñoz Molina sobre Raymond Carver, con una sentencia iluminadora de su literatura: "Muy cerca del dolor está la ternura". Pienso algo parecido de casi todos los cuentos de Marcelo Lillo en El fumador y otros relatos. Hablé con Lillo hace unos días. Su fama de ermitaño, de escritor solitario que no se ve con nadie, no es justa. El sábado que viene voy a verlo a su casa en Niebla con la patota completa, y prometió recibir a la familia con gaseosas para los cabros chicos y pisco sour casero para los grandes.Otro libro leído: Todo cuenta, de Saul Bellow: "La fuerza de una obra de arte es tal que induce a una suspensión temporal de la actividad. Conduce a la contemplación, a lo maravilloso y, a mi entender, a sagrados estados del alma. Que, sin embargo, no son pasivos".
Algunas páginas más adelante, Umberto Eco dice, a propósito de su trabajo: "Escribo para recordar la infancia, y enseño para hablarles a los alumnos de los libros que aún no están escritos". De los Diarios de Ionesco: "¿Qué es estar aquí, qué es estar y por qué ser siempre y siempre? De repente, la débil luz de una esperanza insensata: se nos ha hecho el don de la vida, uno no puede volver a empezarla. No sé demasiado bien lo que esto quiere decir. No lo sé, en absoluto". Preguntas majaderamente esenciales, que no tienen respuesta.
Esta libreta de notas, pequeña, portátil, de tapas duras de color negro, está repleta de pliegues, de apuntes al margen, de notas al paso. Irá a donde vaya conmigo, y luego, cuando esté completa, se quedará guardada en un estante, esperando el momento preciso en que uno vuelva sobre ella para recordar. Prólogo de Juan Villoro a la Trilogía de la memoria, de Sergio Pitol: "Prefiero asomarme a las ventanas antes que a un espejo". Es lo que pienso de estas lecturas detenidas en el tiempo: son ventanas al mundo particular de cada uno de sus autores. No son espejos para vernos la cara, malgastada con los años. Leer, y tomar notas, es mirar por esas ventanas de otros a ver qué encontramos detrás de ellas. Aunque hayamos perdido los lentes en el camino, o con ellos puestos, es lo mismo: alcanzaremos, como Pitol, "vislumbres, aproximaciones, balbuceos en busca de sentido en la delgada zona que se extiende entre la luz y las tinieblas".
Amanece en la ribera este del lago Llanquihue. Me asomo por la ventana de la cabaña y compruebo que está lloviendo tenuemente. El viento ha dejado de soplar como lo hizo en los últimos días. Pájaros desconocidos emiten sonidos similares a los que escuché desde pequeño, cuando mis padres me traían al sur. Ahora soy yo el que trae niños a estas latitudes, a que miren por la ventana y encuentren algo que más tarde en la vida recordarán, aunque sólo se trate de un estado de ánimo: "Pitol no rememora lo que ya conoce: se entrega al pasado para averiguar qué hay ahí. Su evocación es una búsqueda".
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