Wednesday, February 07, 2007

El último gran periodista

Mouat escribe en su columna a propósito de la muerte Ryszard Kapuscinski

Lo mejor de Kapuscinski está en su ejemplo, en meter los pies en el barro, en experimentar por sí mismo la soledad, la pobreza, la violencia y el desarraigo; y también, por supuesto, en sus libros escritos y publicados.

Por Francisco Mouat

Ryszard Kapuscinski tenía poco más de 20 años, había estudiado Historia en Varsovia y trabajaba en un periódico polaco después de la Segunda Guerra Mundial, a comienzos de los 50. En otras palabras: vivía en un país detrás de la Cortina de Hierro, había tenido una infancia brava, durísima, en pueblos y ciudades de pocos habitantes, arrancando de las bombas, separado por meses de su padre, pasando hambre y mucho frío en invierno, a veces sin más zapatos que unos hechizos de fieltro para combatir el hielo y la nieve, y tenía ahora enfrente suyo la posibilidad de cruzar la frontera por primera vez en su vida.
En varias escuelas por las que pasó de niño casi no había libros ni materiales con los cuales trabajar. A él siempre le gustó decir que no quería adornar su biografía, que no nació para periodista y escritor. Nació primero que nada para sobrevivir a duras penas, y hasta los doce años sólo se interesó en jugar fútbol. Pero luego de tener un libro en sus manos, creo que después de cumplir trece años de edad, algo cambió para siempre. El libro lo hizo pensar y soñar en un planeta más ancho, diverso y abierto, más feroz también, donde cabían mundos hasta entonces insospechados.
Kapuscinski se entusiasmó con las posibilidades de este nuevo lenguaje que estaba descubriendo y llegó a escribir incluso poemas, uno de los cuales se publicó en un periódico local cuando él ya tenía diecisiete años. "Malos poemas", dijo él después que eran. Malos poemas que daban cuenta, eso sí, de un muchacho que quería fijar con palabras su propia vida y las vidas de los que lo rodeaban.
Me fui por las ramas. Decía que Ryszard Kapuscinski trabajaba en un periódico y estaba a punto de cruzar la frontera. Soñaba con ir a Checoslovaquia, y se lo había dicho a su jefa. Quería saber qué había del otro lado, cómo era poner los pies en otro país. Su sueño no era dar la vuelta al mundo, ni ir a París o a Londres, sino tan sólo atravesar la frontera y ver con sus propios ojos un país distinto al suyo, a Polonia, territorio que ya había empezado a conocer como reportero viajando en buses destartalados cuando ni siquiera podía conseguir una bicicleta.
Los primeros temas de los que escribió Kapuscinski fueron historias mínimas pauteadas por las cartas que llegaban a la redacción: un pueblo sin luz eléctrica, unos almacenes completamente desabastecidos, un Estado que les quitaba sus últimas vacas a los campesinos.
La mejor escuela para Kapuscinski fue su propia vida y el azar. En vez de cruzar la frontera y partir a Checoslovaquia, su jefa lo mandó lejos, a India, y le obsequió su ejemplar del libro Historia de Heródoto. Y el reportero polaco nunca más detuvo la marcha.
Jamás admiré a nadie como a Ryszard Kapuscinski. Ni creo que vuelva a hacerlo. A Kapuscinski lo admiro por los buenos libros que escribió, pero más lo admiro por los gestos que tuvo a lo largo de su vida. Aclaremos: no fue ningún santo, en buena hora. Ni un marido ejemplar ni un padre demasiado presente en la vida de su única hija. En Lapidarium IV escribió: "La más banal y cotidiana de las normalidades se halla a un paso, a un milímetro tan sólo, de la monstruosidad: el diablo que habita en el hombre. Lo más difícil: reconocer que se lleva el diablo adentro y saber agarrarlo por el cogote en el preciso instante en que se asome". A veces se desaparecía por años de Varsovia y Alicia, su mujer, no decía nada. Sabía que la pasión de Kapuscinski por contar lo que veían sus ojos, por pensar con independencia, por cruzar su destino con vidas ajenas y correr riesgos; sabía que su actitud natural de desconfianza hacia los poderosos y su debilidad por palpar en carne propia las miserias humanas lo hacían capaz de cualquier sacrificio.
La recompensa vino después: veinte libros publicados, once de ellos traducidos al español, dan cuenta de una obra literaria sólida que perdurará por mucho tiempo. No es casual que Kapuscinski haya sido hasta ahora el único periodista candidato serio al Nobel de Literatura. "Yo soy un pobre reportero que no tiene desgraciadamente la imaginación de un escritor. Si la tuviera, jamás habría ido a estos terribles lugares en donde estuve. Además, creo que si se logra escribir sobre lo que pasa en el mundo, eso al final tiene mayor peso que las obras de ficción". Palabra de Kapuscinski.
No usaba celular, no tenía conexión a internet ni correo electrónico en su casa. Decía que tenerlos le habría significado perder mucho tiempo, el bien más precioso entre todos los que poseía. Desde que dejó de ser corresponsal de agencia de noticias, en 1981, se dedicó fundamentalmente a la lectura y a trabajar en sus libros. Él quería ser testigo de su época y para hacerlo necesitaba desplazarse y vivir. Seguía viajando mucho, pero sin el imperativo de tener que despachar diariamente quinientas o seiscientas palabras sobre el conflicto de turno. Sus viajes nunca fueron excursiones turísticas. Ahora tenía más espacio para tomar notas, para comprar y leer los libros precisos, para dictar charlas o seminarios en los que no se veía demasiado cómodo en el rol de poseedor de una verdad. Como académico, era más bien parco, poco elocuente. No levantaba la voz ni afectaba sus palabras con énfasis muy marcados. No era un orador brillante ni particularmente ingenioso y divertido. Era un hombre de convicciones arraigadas, pero abierto primero que nada a escuchar al otro antes de tomar la palabra. Lo mejor de Kapuscinski seguirá estando en su ejemplo, en meter los pies en el barro, en experimentar por sí mismo la soledad, la pobreza, la violencia y el desarraigo, en algunas conferencias memorables y, por supuesto, en sus libros escritos y publicados.
Toda la correspondencia que uno quisiera intercambiar con él había que hacérsela llegar a su casa de dos pisos en Varsovia. Respondía las cartas prontamente, y si venían dirigidas a alguien en Latinoamérica o España, las firmaba con su nombre escrito de puño y letra en español: Ricardo.
El primer país de América Latina que visitó fue Chile. En 1967, vino como corresponsal de la PAP (Agencia de Prensa Polaca) y tuvo que arrendar un departamento amoblado. En La guerra del fútbol y otros reportajes describe cómo fue la experiencia de firmar un contrato de arriendo y acompañarlo de un inventario interminable de objetos inútiles: "No era una hoja de papel, sino todo un legajo, un volumen de considerables proporciones que, en un sentido estrictamente paranoico, podría constituir un documento apasionante para los sicólogos que investigasen el grado de locura al que pueden llevar al ser humano la codicia y el ansia de poseer objetos inútiles y del todo innecesarios (...) Después de pasar años entre los africanos, que a menudo por toda fortuna tenían un azadón de madera y como único alimento un plátano que habían arrancado de un racimo, la absurda avalancha de cachivaches que se me venía encima cada vez que franqueaba la puerta de una casa chilena me aplastaba y me desanimaba".
Le costó un tiempo a Kapuscinski encontrar al hombre de carne y hueso que se escondía entre todos esos objetos, en medio de un barroco que terminó calificando como característico de todo el continente latinoamericano.
Recibí una carta suya hace algunas semanas. Me explicaba que no sería posible llevar a cabo el proyecto de un libro de entrevistas que haríamos en Varsovia este año. El libro se iba a llamar Conversaciones con Kapuscinski. Sus razones expuestas eran febles, poco creíbles. Quedé desconcertado. Un año atrás me había dicho que sí al proyecto, que viéramos cuál podía ser el mejor momento, que se lo recordara en el otoño europeo para agendarlo. La última respuesta a mi carta demoró más de la cuenta. Intenté ubicarlo por teléfono en octubre, pero esa vez Ryszard estaba en Italia y sólo pude hablar con su esposa. Ella me dijo que a su vuelta me escribiría, que tuviera paciencia. Nunca le dijo a nadie, salvo probablemente a su mujer y a su hija, qué enfermedad tenía. Él lo habría considerado un dato irrelevante. Como cuando estuvo con mineros en Siberia y no se detuvo a preguntarles cuánto ganaban al mes: "Ya sé que cobran sueldos de miseria. ¿Qué más da que me digan dieciséis rublos o dieciocho? Es un dato sin ninguna importancia: lo importante es que son pobres, muy pobres".
Ahora que Kapuscinski está muerto, que no se recuperó de la anestesia que le aplicaron después de operarlo de urgencia el sábado 20 de enero en un hospital de Varsovia, quedan sus libros, sus decenas de libros para ser traducidos y leídos y releídos, y el ejemplo maravilloso de un artista de excepción que no renunció al humanismo del oficio y se convirtió en un periodista inolvidable: el mejor de todos, lejos.