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Nietzsche: Matar el idealismo (Lo que incluye idealizar e inventar dioses) y la voluntad de poder (Sobre los demás y sobre uno mismo).
Friedrich Wilhem Nietzsche (15 de Octubre de 1844 – 25 de Agosto de 1900), fue un filólogo y filósofo alemán del siglo XIX.
Realizó una honda crítica de la cultura, religión y filosofía occidentales a la luz de una cuestión básica, analizando las actitudes positivas y negativas hacia la vida de varios sistemas de moralidad. Es considerado uno de los tres «filósofos de la sospecha» (según la conocida expresión de Paul Ricoeur), junto a Karl Marx y Sigmund Freud. Así habló Zarathustra. Un libro para todos y para nadie (alemán: Also sprach Zarathustra. Ein Buch für Alle und Keinen) es un libro iniciado en 1883 por el filósofo alemán Friedrich Nietzsche, considerado uno de los libros más influyentes y famosos de la filosofía. El libro se escribió originalmente en tres volúmenes, separados por un periodo de varios años. Tiempo después, Nietzsche decidió escribir otros tres volúmenes, pero sólo escribió un cuarto (su hermana Elizabeth Förster-Nietzsche dice que las notas a la quinta y sexta partes existen en su introducción al texto, y que estarían en su poder en ese momento). El libro escribe las crónicas de los vagabundos y enseñanzas de un filósofo, Zarathustra que ha tomado el nombre del antiguo profeta persa que fundó el Zoroastrismo. El libro usa una forma poética de ficción y satiriza a menudo el Nuevo Testamento para explorar muchas de las ideas de Nietzsche. La temática central para Zarathustra es la noción de que los seres humanos son una forma de transición entre los monos y lo que Nietzsche llamó el Übermensch, literalmente "sobre-hombre", cuya traducción más común es la de "superhombre" (debido a la influencia de las primeras traducciones francesas). La visión cíclica del tiempo, el "eterno retorno" también es postulada en este libro. Formado principalmente por episodios más o menos separados, las historias de Zarathustra pueden leerse en cualquier orden. En el libro aparece la famosa frase, "Dios ha muerto", aunque esta frase fue escrita por el autor con anterioridad en su libro La gaya ciencia.

Bolaño

Bolañooo

Del byte al geobyte

1024 byte = 1 kilobyte
1024 kilobyte= 1 megabyte
1024 megabyte = 1 gigabyte
1024 gigabyte =1 terabyte
1024 terabyte = 1 petabyte
1024 petabyte= 1 exabyte
1024 exabyte = 1 zettabyte
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1024 Yottabyte = 1 Brontobyte
1024 Brontobyte = 1 geopbyte
"o"
8bit=1Byte
1024Bytes=1KB (KiloBytes) ó 8192 bits.
1024KB=1MB (MegaBytes) ó 1.048.576 bytes.
1024MB=1GB (GigaBytes) ó 1,073'741,824 bytes.
El arte de perder

FRANCISCO MOUAT
Todos nos vamos a morir, y no es ningún desastre que sea así, aun cuando de esto no puedo estar seguro. Lo aprendemos cuando somos chicos, no sé bien a qué edad, a los seis, a los diez, o más grandes, a los catorce; cuando sea que nos encontremos cara a cara con el abismo. En ese momento le formulamos preguntas sin respuesta al destino, sentimos el vacío, olfateamos el precipicio, y tal vez los más afortunados hasta sueñen con un paracaídas que les ayude a volar, perder altura y caer mansamente.
Nos damos cuenta de que vamos a morir un día, que no hay modo de cambiar las reglas del juego, y entonces, con más o menos talento, con regalos o privaciones, nos entregamos al arte de vivir sin saber demasiado del sujeto en que acabaremos convertidos, y de quiénes nos acompañarán. Y lo más probable es que en el camino, no nos demos cuenta de que cada vez que tomemos una ruta, estaremos dejando atrás otros múltiples atajos por donde también pudimos haber ido. Casi siempre se vive así: avanzando y perdiendo. Vivir cada día de una determinada manera es, entre otras cosas, dejar de hacerlo de otro modo. Pero esto, que suena tan obvio, en la mayoría de los casos se vive mecánicamente, como una inercia, salvo que nos detengamos a verificar que perder tiempo, nombres, lugares, casas, ciudades, relojes y amores también puede ser un arte, como propone un poema que recibí esta mañana.
Si al final moriremos todos, y nuestra memoria quedará en manos de quienes, tal vez, sin darnos cuenta, fuimos perdiendo en el camino; ocupémonos, por un momento, del arte de perder. El poema es de Elizabeth Bishop, se llama "Un arte", y habla precisamente de aquello que tantas veces nos dijeron había que mirar con recelo y miedo: "El arte de perder no es difícil de dominar;/ tantas cosas parecen llenas del propósito/ de ser perdidas que su pérdida no es un desastre".
Leo el poema, verso a verso, sin distracciones: "A diario pierdes algo. Acepta la perplejidad/ de no encontrar las llaves de tu puerta, de la hora malgastada./ El arte de perder no es difícil de dominar./ Luego practica perdiendo más, perdiendo más rápido:/ lugares, y nombres, y el destino hacia donde pretendías/ viajar. Nada de eso significará un desastre".
Un viejo compañero de colegio, Mauricio, al que no veo desde hace una docena de años, más o menos, me escribe sorpresivamente desde La Serena para compartir sus lecturas de este tiempo, para contarme (sin sospechar la complicidad que está creando con sus palabras) lo mucho que le gusta la saga autobiográfica de Elias Canetti, especialmente La lengua salvada, y me regala versos de un poeta al que está leyendo y releyendo en los últimos meses: Kenneth Rexroth. Yo a Mauricio lo tenía perdido, como a tantos amigos y conocidos a los que dejé de ver un día. Pero hay sombras y fantasmas que se mueven sin que uno afortunadamente pueda interferir en su decisión de venir a acompañarte. Le pido a Mauricio que me cuente de Rexroth, que no lo he leído. Y me contesta párrafos generosos, que remacha con unos versos de un poema titulado "Carta a William Carlos Williams": "Y el hermoso río que él vio/ todavía fluye por sus venas, como/ fluye por las nuestras, y fluye por nuestros ojos,/ y fluye por el tiempo, y nos hace/ parte suya y parte de él./ Eso, niños, es lo que se llama/ una relación sacramental./ Y eso es lo que un poeta/ es, niños, alguien que crea/ relaciones sacramentales/ que duran para siempre".
Perdernos, sumergirnos en la lectura nos priva, entre otras cosas, de salir a escalar cerros de tierra y piedras, con quebradas y arroyos, pero puede obsequiarnos ríos entrañables y fantásticos, ríos correntosos que nos hagan bombear sangre por las venas de un modo que ni el contacto con el agua más pura del planeta lo lograría, aunque de eso tampoco puedo estar seguro. Es la magia de la literatura, que nos arranca de la realidad conocida (aquella que dice que todos nos vamos a morir) para sumergirnos en otra realidad, alternativa, una forma muy interesante de la utopía, como dice Vila-Matas, donde incluso cabría preguntarse si puede la muerte ser definitiva allí donde habita la palabra.
Hugo Medina:
Mensajero de la tierra a las estrellas
El actor, Altazor 2007, personifica al mismísimo Galileo Galilei, recordando que el egocentrismo humano, o geocentrismo de hace 400 años, hoy está obsoleto, aunque nuevos inquisidores aparezcan en medio de los principales problemas ecológicos del siglo XXI. Apuesta por los grandes personajes del teatro, aunque confiesa que por un par de detalles con el Fondart, no podrá interpretar al rey Lear en marzo próximo, como estaba previsto.
Miércoles 18 de Noviembre de 2009


“Maldita la tierra que necesita héroes”, grita el actor Hugo Medina, interpretando a Galileo Galilei, dejando en el aire una frase que parece ajustarse tanto al Renacimiento como a nuestros tiempos.

El Altazor 2007 al Mejor Actor de Teatro (por “El jardín de los cerezos”), que viene siendo un rostro frecuente en la tele y el cine, desde “Marta a las ocho”, “La Quintrala”, “Rompecorazón”, “Johnny cien pesos”, “Historias de Fútbol”, “El chacotero sentimental”, hasta hoy con “Ilusiones Ópticas”, llegó disculpándose a la entrevista por el atraso.

Es que en pleno día viernes, a las seis de la tarde, el taco hace imposible un viaje expedito desde la Comunidad Ecológica de Peñalolén hasta el Teatro Agustín Siré, en Morandé.

Ahí con la obra “Galilei”, en pleno Año Internacional de la Astronomía -y en tiempos en que el propio Vaticano reúne especialistas para debatir la posibilidad de vida extraterrestre- se recuerda que hace 400 años el físico y matemático italiano, el “mensajero de las estrellas”, dio a conocer sus hallazgos, tras ser el primer humano en ver Saturno, en descubrir cuatro cuerpos que orbitan Júpiter y que la luna no es una esfera de vidrio, sino que tiene cráteres, además de que la Vía Láctea está conformada por estrellas.

Pero lo que también se recuerda y se transforma en el punto más álgido de la obra dirigida por Aliocha de la Sotta, es el tema más conflictivo, legal y humanamente hablando, de Galilei: para salvarse de la hoguera, ante la amenaza de la Inquisición, el italiano debió abjurar que el Sol era el centro que orbitaban los planetas, incluyendo la tierra, y apoyar la tesis de la Iglesia que postulaba que el Universo era estático y que su centro era gobernado por nuestro planeta, mientras que el resto era sostenido por esferas de cristal que lo rodeaban. Con todo, el italiano no se salvó de la cadena perpetua que pagó en su casa, mientras la difusión de sus textos quedaba estrictamente prohibida.

-Han pasado 400 años, ¿qué nos acerca hoy a Galilei?
“Creo que la cosa fundamental planteada aquí y que es la medula de la obra, es que un problema que parece tan lejano como era la postura de los científicos frente a los poderes de ese momento, es tema también hoy día para los científicos de Chile y de todo el mundo”.

-¿Algún ejemplo?
“Ejemplos tenemos muchos y por nombrar solo alguno, están los cisnes de Valdivia; cómo se hace una denuncia por los ecologistas, cómo se hace un estudio; la empresa que se defiende hace un nuevo estudio y dice que no, que la empresa no tiene nada que ver con el tema de los cisnes (se ríe). O estudios hechos por universidades extrajeras sobre Pascua Lama. Hacen una investigación muy completa del impacto que va a significar destruir estos hielos eternos a futuro y ellos vienen y sacan estudios, pagan para que esos argumentos sean rebatidos inmediatamente y además, la empresa empieza a hacer una inversión inmensa para poder ganarse a la gente que va a ser afectada directamente. Hacen proyectos para los campesinos, para los cesantes y se compran a todo el mundo. Es espantoso. Así, cómo no va a tener vigencia el problema, seguimos con lo mismo que hace 400 años”.

-Hoy, ¿quién es el inquisidor?
“El inquisidor ahora es otro poder. Son los grandes consorcios internacionales, ya ni siquiera de los países”.

-En Peñalolén, en la Comunidad Ecológica donde vives, la situación debe ser algo diferente que en la ciudad. Lejos de esos problemas de las empresas y contaminación, un lugar más rico, ¿no?
“Bueno, todavía rico. Lamentablemente, se ha ido destruyendo también por los intereses económicos. Nosotros luchamos durante muchos años -yo vivo hace más de 20 años ahí- para que la subdivisión fuera de no menos de mil metros cuadrados por propiedad. Lo que según se había estudiado, eso significaba que no se iba a romper la ecología, porque no había que botar más árboles. Pero hay gente con mucho dinero que ha llegado en los últimos 10 años, que lo primero que hace es comprar el sitio y ¡paaaa! Arrasa, pone pasto y construye. ¡Es brutal! ¡Salvaje! De comunidad ecológica le queda el puro nombre no más”.

Como una prueba de la lucha que se batalla en sector sur-oriente de Santiago, Hugo da cuenta de los cerca de 40 mil árboles nativos que han plantado desde hace dos décadas y de cómo ellos mismos financiaron el traslado del cablerío bajo la tierra -“y eso cuesta como tres veces lo que vale ponerlo arriba”, dice- para evitar que mueran los pájaros.

“¿Sabes que Peñalolén es un lugar de tránsito de las aves migratorias? Es una zona de detención de las aves que vienen desde la Patagónica y van hacia Norteamérica, que descansan ahí porque no tienen hasta mucho después dónde poder parar”, dice preocupado.

-¿Qué mejora han logrado trasladando los cables a la tierra?
“Gracias a eso todavía hay pajaritos que no existen aquí en Santiago; loicas, codornices… (Sonríe) A mi patio llegan loicas todavía, hay conejos también, pero la gente lleva a sus perros que se los van comiendo y destruyen sus cuevas. Antes había conejos por todos lados”.

-¿Hace 20 años cómo era?
“Era precioso. (Se ríe) Todos me decían: ‘¡Loco, cómo te vas a ir a vivir allá!’ Había un puro camino de tierra. Hoy hay asfalto para que los autos no sufran tanto, pero yo prefiero que sufran los autos y que no suframos nosotros. El ir construyendo cada vez más cemento y el ir rompiendo la forestación impide que cuando vienen las aguas lluvias, éstas se absorban”.

-¿Eso explica las inundaciones?
“Claro, lo que estamos haciendo es que, cada vez más, la ciudad de Santiago se llene de agua porque ésta no tiene dónde absorberse, sino que baja por el cemento y se llenan los colectores que ya no dan abasto.
“Además, se va creando una erosión del suelo, se va arrastrando la poca tierra que hay a través del cemento cuando llueve. ¿Sabías que toda la tierra fértil está en los 80 primeros centímetros de arriba? Toda la riqueza de la tierra está en una primera capa, no en el fondo, así que si hago un hoyo de 2 metros no encontraré vitaminas para plantar nada. Así que cuando llueve, toda esa agua que viene va tirando al alcantarillado la parte de la tierra capaz de producir la vida”.

-“Maldita la tierra que necesita héroes”. ¿Quiénes son los Galileos de hoy?
“La dirección plantea que ojalá que no se necesitaran héroes, que la gente no tuviera que inmolarse por ser consecuente hasta las últimas, porque a ellos, el sistema los mata y por lo tanto, se convierten en héroes. Ojalá que fuéramos más libres, que permitieran que el conocimiento y la creación tuvieran libertad y no necesitáramos ser mártires”.

Armado de una frondosa barba para personificar al matemático y con sus características largas cejas que siempre han acompañado al actor -“a las maquilladoras les tiemblan las manos por cortarlas”, cuenta-, Hugo relata su principal inspiración para mirar al cielo y comprobar la inmensidad del universo, y así preparar esta obra:

“Dos meses antes había estado en un observatorio y quedé anonadado cuando el tipo que nos guiaba nos mostró una estrella y nos dijo: ‘Esa estrella que están viendo está tan lejos que puede ser un sol más grande que el nuestro. Incluso es posible que haya desaparecido hace 200 años luz’. ¿A ver? Pero si la estoy viendo. ‘Claro, porque las estrellas son bullentes, tienen luz propia y están explotando constantemente, pero llega un momento en que ya no tienen combustión y mueren. Entonces, esa estrella que estás mirando puede ser solamente la luz y que haya muerto millones de años luz antes’. ¿Cachái la distancia? (se ríe) Entonces, ahí tú dices ¡somos la nada! Esa cuestión me dejó como un mes pagando”.

Para enero, su look de matemático renacentista desaparecerá, ya que en el marco de Santiago a Mil se reunirá con Arnaldo Berríos, Elsa Poblete, Oscar Hernández y Luis Alarcón para presentar la obra de Marco Antonio de la Parra “Lo crudo, lo cocido y lo podrido”, bajo la dirección de Gustavo Meza.

Está feliz, aunque aún algo dolido porque para marzo próximo se esperaba que el inglés Pete Brooks lo dirigiera en el “Rey Lear”, junto a Francisco Melo, Arnaldo Berríos, Francisco Pérez-Bannen, Óscar Hernández, Begoña Basauri, Lorene Prieto y Claudia Di Girólamo. Pero...
¿Placer culpable? Mauricio Jurgensen
Oct. 24 , 2009
Los encontraban rascas. Así de simple. Demasiado populares, demasiado pelusones, demasiado marginales para una época en que el canto serio, el coyuntural, el del ideario político, se hacía con el ceño fruncido, con ponchos y el llamado republicano de tener que ser los voceros del cambio y de la nueva generación que estaba por nacer. Hubo algo de arrogancia y cierta superioridad moral en los grupos de la Nueva Canción de principios de los 70 y en la canción oficial de esa época. Su majadera noción de la música "consciente", aunque necesaria y con méritos en muchos casos, monopolizó la escena e ignoró de paso la joven fiesta de la cumbia chilena y, más lamentable, el lamento populachero, por qué no decirlo así, de Los Angeles Negros y toda esa música que sonó en medio Chile y en las mañanas de los domingos en el régimen de Pinochet.
Su retorno a los escenarios, el próximo mes, es una de las grandes noticias musicales del año. Aunque vienen peleando desde 1973 y mantienen rabiosas disputas por la propiedad sobre la marca, los de San Carlos vienen a cobrar con todo derecho la renta de un pasado que fue glorioso de verdad. Pero hoy lo hacen con un estatus diferente al de la rareza de circo que siempre acompañó sus tributos. No vuelven como un número kitsch ni de exotismo musical ni como dudoso objeto de aquel concepto que habla del "placer culpable" y que no es más que una lamentable teoría que intenta camuflar lo que es un placer a secas.
Porque dejémonos de cuentos: Chile es un país cebolla. De lágrima fácil y vocación AM. Siempre lo ha sido, aunque pocos hayan estado dispuestos a admitirlo (como Jorge González, que lo viene diciendo desde principios de los 90) y aunque nos sigan seduciendo las galas y la música electrónica y el pop inglés. Porque de otro modo no se explica el fuerte arraigo de la música ranchera en el sur del país (fuente directa del sonido que luego electrificarían y modernizarían Los Angeles Negros) ni sus ventas sin comparación en el mercado local ni el fenómeno hoy transversal de un chico como Américo, uno que canta salsa y cumbia, pero que se crió con los boleros y valsecitos de Lucho Barrios y las canciones "rockoleras" de Perú y Ecuador. Porque Zalo Reyes no monopolizaría los resúmenes de las televisoras ni Myriam Hernández sería la última que amenazó con destronar a las lacrimógenas baladistas de México y alrededores.
El asunto es que nos cuesta admitirlo y siempre nos ha costado. A Los Angeles Negros en Chile, tal como grafica el notable documental de Jorge Leiva y Pachi Bustos, no los tocaban en radios en su época de mayor éxito (de 1969 a 1973) porque les bajaba el pelo. Porque no se veía bien. Porque mejor el rock foráneo, tan atractivo como inofensivo, y Música libre en la tele y Julio Zegers en Viña. Sólo cuando el fervor continental se declaró rotundo, cuando ellos ya vivían en México, los "cebolleros" del sur, de los pocos que han creado un sonido originalmente chileno, vieron que en casa empezaba a pasar algo. Algo que nunca debió avergonzarnos, algo que muy tardíamente se nos ocurre celebrar.
Turistas

Scherson tiene una agudeza tan singular con el ritmo y el montaje, que mantiene una rara tensión en torno a las escasas incidencias de los días de Carla en las Siete Tazas.

Ascanio cavallo
No cabe duda de que Alicia Scherson se ha labrado un lugar en el cine chileno reciente. Después de los elogios que recibió en 2005 con su primer largometraje, Play (en mi opinión, desmedidos, aunque no inadecuados), Turistas la instala como una realizadora consistente, constante y con un mundo fílmico original.
No hay aquí una gran historia, como reclaman los que creen que el cine empieza y termina en la narración. Más bien estamos en los bordes de la no-historia, a años luz de la grandilocuencia de un P.T. Anderson o los desmadres del Tarantino tardío. Las antípodas de ese cine -como quiera que uno lo aprecie- están siempre en la intimidad volátil, la baja intensidad de los sentimientos, la duda frente a la veleidad de lo real.
Por aquí circula Turistas, de la mano de Carla Gutiérrez (Aline Kuppenheim), una mujer que se resiste a sus 37 años (pero no mucho), que está aburrida de su marido (pero no tanto), que no quiere ser madre (pero más o menos) y que podría cambiar de vida (aunque quizás). Mientras viajan hacia unas tediosas vacaciones en el sur (un letrero caminero anticipa: "Peligro. Zona de hielo"), en los primeros minutos del metraje, Carla es abandonada por su marido cerca del pueblo de Molina. Allí conoce al veinteañero noruego Ulrik (Diego Noguera), que quiere pasar unos días en el parque nacional Siete Tazas, en la precordillera talquina. Carla decide (más o menos) acompañarlo en una mínima carpa.
Todo es así con Carla: ni tanto ni tan poco, ni tan fascinante ni tan aburrido, ni estridente ni silencioso.
Pero Scherson tiene tan buen ojo para situar su cámara, un sentido tan fino del paisaje y los detalles, una agudeza tan singular con el ritmo y el montaje, que Turistas mantiene una rara tensión -a ratos irónica, en otras simplemente perpleja- en torno a las escasas incidencias de los cuatro días de Carla en las Siete Tazas.
Aunque estas ya son virtudes suficientes, lo más notable de Turistas es su banda sonora, una muy delicada y minuciosa construcción de ruidos naturales, voces y ecos que confiere un inesperado espesor -aun superior a los primeros planos de pájaros e insectos- a la reconexión de Carla con una naturaleza que ha oscurecido u olvidado hasta este viaje absurdo, naturaleza que al mismo tiempo está siendo agredida por la construcción de un camino y por el propio comportamiento de los turistas (un detalle delicado e hilarante: todas las noches se oye, desde una carpa lejana, "Los Momentos", de Los Blops).
Turistas no se propone otro objetivo que éste: explorar en las vacilaciones de una mujer cercada por la incertidumbre y el deseo de no crecer.
Menudo objetivo.
Bastardos sin gloria

Ha dicho Tarantino a propósito de Bastardos sin gloria: "Escribí una película de guerra y una carta de amor al cine". De lo segundo no cabe duda: esta es una película infestada de cine, atiborrada de referencias a otras películas, inflamada de reflexividad post-moderna. Lo primero es más oscuro: es una cinta de guerra, sí, pero de una guerra, ahistórica, puramente imaginaria, de cómic, como un Asterix de la ocupación de Francia por los nazis.
El punto de partida es el mismo que el de docenas de películas sobre la Segunda Guerra Mundial, desde Los cañones de Navarone hasta Operación Crossbow, desde El botín de los valientes hasta Siete bastardos sin gloria (Quel maledetto treno blindato, 1978, una de cuyas versiones se llamó en EE.UU. The inglourious bastards y cuyo director, Enzo G. Castellari, aparece aquí), pero sobre todo el de Doce del patíbulo: un grupo de soldados debe cumplir una misión suicida detrás de las líneas enemigas.
El de Tarantino está bajo el mando del teniente Aldo Raines (Brad Pitt) y lo integran soldados judío-norteamericanos que deben sembrar el terror en la Francia ocupada, asesinando nazis con métodos brutales y despojándolos del cuero cabelludo, a la usanza apache.
El relato está organizado en cinco capítulos, pero esta división es más estilística que narrativa: define mucho menos la evolución del relato que el "look" que Tarantino quiere dar a cada uno de sus segmentos. El primero, por ejemplo, es una larga conversación entre el nazi más sádico, el coronel Hans Landa (Christoph Waltz) y un campesino francés (Denis Menochet) al que se va a asesinar, una introducción que hace pensar en un drama fuerte y reconcentrado, donde se pondrán en movimiento las fuerzas desesperadas de la muerte y la supervivencia.
Pero el segundo capítulo salta a una secuencia de humor sangriento, donde las bárbaras ejecuciones de unos prisioneros nazis acompañan a la presentación de los "Bastardos". El tercero ensaya un tono de historia romántica del realismo francés, y así por delante, mientras la trama gira hacia el esfuerzo de los "Bastardos" por tender una trampa a los jerarcas nazis durante... el estreno de una película.
El cine quema, el cine inflama, el cine mata: OK, todas estas gruesas metáforas están ahí, como expresión de la "carta de amor". Pero esta es una carta rara. Las primeras películas de Tarantino citaban, de forma más delicada, a los grandes maestros del cine norteamericano. Desde Kill Bill en adelante, sus citas remiten mayormente a la producción más descaradamente mercachifle del cine mundial, como si quisiera encontrar en el basural de la historia fílmica el alimento de una megalomanía ejecutada con todos los recursos, el talento y la astucia que esas películas no tuvieron.
Quizás por esto es que Bastardos sin gloria resuena en la pura superficie, mientras por debajo de ella se oye el eco inmenso del vacío.
Inglourious Basterds
Dirección: Quentin Tarantino. Con: Brad Pitt, Mélanie Laurent, Christoph Waltz, Eli Roth, Til Schweiger. duración: 153 minutos.
El libro más personal de Alberto Fuguet

"Quizás algunas cosas van a dolerles más a mis más cercanos", dice el escritor sobre Missing, su nueva obra, donde investiga la desaparición de su tío Carlos Fuguet. Aquí publicamos un adelanto exclusivo del primer capítulo.


I. Escondido a pleno sol
Escribir la historia
El cine es escape, al escribir se escapa, leyendo quizás también.
Esos han sido mis escapes, las formas como me he perdido: primero viendo, leyendo; luego escribiendo, filmando, creando. Tratando de controlar vía la invención el caos externo. Creando tengo poder, creando me siento seguro, creando soy mejor persona porque siento que puedo salirme por un rato de mi mente, un lugar, por lo demás, donde me siento en extremo cómodo. No he tenido que perderme porque he podido construirme mi propio planeta y poblarlo con mi gente, decorarlo con mi estética. Es altamente probable que este planeta tenga mucho que ver con mis rasgos autistas y con mi incapacidad para relacionarme con la gente, pero no reclamo; al revés, lo celebro. Me siento afortunado. El ser escritor, ser considerado por los demás como uno o incluso como un artista (por pocos, es cierto) ha sido mi bendición. Ha sido mi pasaporte -mi pase- para estar solo, para que no me molesten; la excusa perfecta para que no me llamen, no me interrumpan, para que crean que no vivo acá, para perderme y no tener que intentar ser igual al resto. Un escritor puede ser raro, puede vivir en su cabeza, no tiene -no debe- vivir igual que los demás.
Mi tío Carlos Fuguet no era un artista, no era escritor y no me cabe duda que tenía que zafar.
Huir.
Escapar.
No quería ojos conocidos mirándolo u opinando.
Mi tío se perdió, pero se perdió de verdad.
Nada de arte, nada de metáforas.
Nada de transferencias vicarias.
Uno se puede perder de muchas maneras estando a plena luz, pero perderse de verdad, quemar las naves, desaparecer, es otra cosa. Es, dentro de todo, un acto de gran valentía o todo lo contrario. No lo sé, no lo he hecho, no lo haré. Es, sin duda, ese tipo de acto impulsivo que termina marcándote para toda la vida.
Hay gente que toma un camino y ese camino no tiene retorno, incluso si intenta dar marcha atrás. Uno tiene pocas oportunidades para salvarse pero aún menos para perderse, para equivocarse. Basta un gran error, una decisión precipitada, un ataque de rabia u ofuscación, para que todo se venga abajo y ya no puedas arreglar el error que cometiste. Se puede jugar con fuego pero cuando se juega con el destino hay serias posibilidades de quemarse.
Recuerdo una cinta que protagonizó y dirigió James Caan, que vi en el cine Metro de la calle Bandera, llamada Hide in Plain Sight. Acá se llamó Por justicia propia y duró, quizás, una semana en cartelera. Me acuerdo de ese título y cómo me impresionó. Yo por esa época tenía la mala costumbre de los bilingües de reclamar internamente por la traducción. Escondido a pleno sol o Perdido entre tanta gente, pensé que podría haberse llamado. Yo tenía como dieciocho años, dieciocho y un par de días. Licencia para conducir recién inaugurada. Mi tío ya se había perdido una vez y ahora estaba, por esa época, en una cárcel de California. Esa tarde choqué el auto por recoger unos casetes. Choqué el auto de mi mamá, en Vespucio al llegar a Kennedy. No sé cómo la llamé. ¿Cómo se comunicaba la gente antes de los celulares? Quizás la llamé desde uno de esos almacenes del primer piso de alguna de esas torres cercanas. No sé. Sé que llegaron los pacos. Llegó ella. Tuvimos que pagarle al otro auto, todo mal. Mi mamá se volvió a la oficina y yo me sentía humillado, con pena, decepcionado de mí, de mi supuesta adultez y de mi libertad puesta en jaque, en duda.
Me subí a una micro y partí al centro. Al cine. Al cine Metro de la calle Bandera. Vi la cinta. Éramos como cuatro.
Siempre veía películas solo. Hide in Plain Sight no era acerca de perderse, pero sí de esconderse, esconderse a plena luz. Caan es un tipo cuya ex mujer se «esfuma» del planeta porque entra en el Witness Protection Program del FBI: si hablas, te protegemos y te damos una nueva identidad y debes partir de nuevo. Partir de nuevo. Ella parte de nuevo y desaparece con su nueva pareja pero, de paso, se lleva a sus hijos. Caan los quiere encontrar. Yo sólo quiero seguir. Seguir y tener más tiempo. Casi toda la gente que conozco quiere lo de la ex mujer de Caan: partir de nuevo, enmendar.
Pienso: esto le pasa a casi todos, ¿no?
¿A quién le resulta, quién realmente está contento y satisfecho? Lo que sucede es que para muchos aquello en que se convirtieron no está mal. A veces es más o es muy distinto, pero no tiene nada que ver con el plan original. Viraron en cierta esquina pero al final el camino resultó lleno de sorpresas.
¿Qué pasó con Carlos, con mi tío?
¿Por qué se perdió?
¿Dónde estás?
¿Estás?
Por primera vez estoy escribiendo un libro para la familia más que acerca de la familia. Un libro pensando en conectar a la familia más que un libro para poder huir de ella.
Escribo esto para que no haya sido en vano. No ha sido vano, pase lo que pase, quede como quede.
Dicen que el tiempo lo cura todo; yo creo que es el olvido, olvidarse a propósito, sin querer, o a medias pero olvidar, olvidarse, hasta que no duela.
La idea de este libro es justamente recordar. Es lo que me toca, es mi trabajo, la razón quizás por la que vine a la Tierra, mi misión: soy el escritor de la familia, la oveja negra de la cual están orgullosos y a la vez temen, el que les ha dado alegría y pena, el que provoca odios y asco y temor, el que habla poco pero publica mucho, el que sintió que las peores críticas a sus primeros libros venían de adentro, sobre todo cuando nadie los leía o los leían pero no me comentaban nada. Soy el que no olvida, o no quiere olvidar o no puede. El que desea saber más. Sé que ya he ventilado muchas cosas o he ajustado cuentas a través de la ficción. De alguna manera soy un traidor, pero también sé que esos mismos libros, que quizás dolieron, también trajeron «la alegría de la notoriedad».
A esto me dedico: a contar historias, a vivir a través de otros, de personajes que no existen, a proyectar, a entender, a tratar de que otros puedan conectar, subrayar, completar lo escrito. Hay profesiones peores y, por lo tanto, estoy agradecido; pero sé también que, en este caso particular, a diferencia de otros libros, quizás algunas cosas van a dolerles más a mis más cercanos. Les pido aquí, por escrito, perdón.
Les pido comprensión. Esto no tiene tanto que ver con ustedes ni conmigo (sí, tendrá algo que ver conmigo, con «mis temas», como me joden mis amigos) aunque todos estaremos presentes. Esto tiene que ver con Carlos, con mi tío Carlos Fuguet; él es la obsesión; es por él que estoy haciendo todo esto para saber qué pasó. Asumo las consecuencias del daño colateral. Espero que no lo haya pero se me ocurre que será más duro que antes aunque, a la vez, más de frente.
Ahora todo está avisado, sin máscaras; la idea no es vengarse, ventilar cosas porque sí, andar de rebelde.
Aquí no hay un afán exhibicionista, sólo dudas, curiosidad, historia. No quiero herir a nadie pero sé que algunos se sentirán, con todo derecho, heridos. No es la idea pero sé que va a ocurrir. Llevo años tratando de buscar la manera para que eso no suceda. No la he encontrado. Si no duele, no vale, creo que escribí una vez. Mis putas frases para el bronce. El dolor, lo sé, se disipa, la vergüenza o el mal rato también; las historias no contadas supuran, se infectan, contaminan.
The time has come to tell the tale.
Aquí va.
Cristián Warnken
Jueves 15 de Octubre de 2009
Alada


Mi oficio de entrevistador para un programa de televisión de cambiante nombre y peregrina historia lo he entendido siempre como un lujo y un privilegio que me ha dado la vida: el de poder conversar con personas a las que he admirado, entrar a fondo en sus obras y, a través de la conversación, muchas veces en sus almas. Pero este oficio, que da muchas alegrías y satisfacciones, tiene también una dimensión muy dolorosa: y es la de constatar que mis entrevistados también son mortales, a pesar de que las conversaciones con ellos, con ese fondo negro atrás, sigan repitiéndose como en un eterno retorno, entrevista infinita danzando sobre la nada de la pantalla y de la vida.
Y digo todo esto, porque el lunes, inesperadamente, en un hotel de Punta Arenas se me murió Giuseppina Grammatico, una entrevistada que me traspasó desde el momento en que le hice la primera pregunta, en la primera entrevista hace ya muchos años (después vendrían otras). Una mujer de apariencia delicada y frágil, que parecía una dueña de casa cualquiera, pero con una sonrisa que Dante no dudaría en citar como uno de los ejemplos del eterno misterio de la sonrisa. Una Doctora en lenguas clásicas poseída por el “entusiasmo”. La palabra en griego entheos significa “el dios dentro de uno”. Eso me lo enseñó esta apasionada maestra, que desde los once años, en Sicilia, se enamoró de las palabras en latín y griego, que se le “clavaron” en el corazón para siempre.

Herida de belleza, viajó a Chile, como muchos inmigrantes que huyeron del hambre después de la segunda guerra. Ella se trajo consigo a los dioses que alguna vez vivieron en su Sicilia y los derramó como semillas en esta tierra, en su empecinamiento heroico por difundir la cultura clásica en Chile. Sostuvo a pulso, con nada, un centro de estudios clásicos en los patios del mítico y diezmado Pedagógico en Macul. Cicerón, Píndaro, Virgilio, Heráclito empezaron a respirar en nuestro aire, a ser recitados por esta delicada mujer, que cada vez que leía esos versos inmortales parecía elevarse más allá de la línea media de reverberación de estas latitudes. ¿Cómo resistió esta heroína de la belleza y el amor a lo clásico las pellejerías, el ninguneo que está reservado aquí al que se aventure a dedicar su vida a la gratuidad de lo estético? Es que ella no resistió, sólo fue. “Los griegos dicen: sé lo que eres… No podemos ser otros de lo que somos”—me dijo una vez—. Me dijo y aprendí en las conversaciones con ella muchas cosas, pero donde más aprendí fue en sus silencios. Al entrevistarla supe que había dos categorías de entrevistados y personas: los con silencio y los sin silencio. Ella sabía del valor fundamental del silencio, para la palabra y el pensar. De hecho, había organizado un seminario —entre los tantos que hizo como maga incansable de simposios— sobre el Silencio, que se realizaría esta semana.
¡Si nuestros niños de once años tuvieran el privilegio que tuvo esta niña italiana de contactarse desde esa edad con la experiencia de la belleza y la disciplina de lo clásico! ¿Estoy soñando? Giuseppina Grammatico nunca dejó de soñar y volar. Porque ella era alada y nunca les temió a los riesgos, y pudo repetir con Píndaro: “Un gran riesgo no hechiza a espíritus mediocres…”. Me la imagino soñando, horas antes de morir, mirando las aguas del Estrecho de Magallanes, repitiéndose de memoria para sí misma sus versos favoritos de Heráclito: “El hombre en la noche —o en la muerte—/con los ojos cerrados/conecta a sí mismo la luz”. Noche en griego es euphrone, pero si uno descompone los elementos, descubre que eu es bien y phronein, pensar. ¿No es acaso en ese silencio, en nuestra muerte, donde podemos realmente “pensar”, en el sentido propio y pleno de la palabra “pensar”? Eso me dijo Giuseppina Grammatico en nuestra última conversación. “¿Última?”—me dirá ella, sonriendo como lo haría una diosa ante la torpeza infantil de un hombre que no sabe preguntar.
Dan Brown para principiantes
Por: Alberto Fuguet*
Alberto Fuguet nunca había leído a Dan Brown. Pero la casualidad lo hizo coincidir en una librería de EE.UU. con el lanzamiento de "The Lost Symbol", su voluminosa última novela. Se la compró. Leyó sus 509 páginas. Bajó las películas inspiradas en sus libros. Y, lejos de sumarse a sus más de 80 millones de fanáticos lectores, quedó con una irremediable sensación de estafa.
1. Sucedió así, de casualidad, sin planearlo. No estaba al tanto. O lo estaba, pero este dato -este conocimiento, como diría Dan Brown- estaba muy, muy escondido en mi inconsciente. Cuando el 15 de septiembre, transpirado por la humedad de la zona semiurbana de Raleigh-Durham-Chapel Hill, North Carolina, ingresé al frío acondicionado de una inmensa librería Barnes and Noble, no sabía que ese 15 de septiembre era el día que Dan Brown contraatacaba.
¿En qué mundo vivo? Y eso que me siento parte del mundo literario. ¿O es que Dan Brown no es del mundillo? ¿Lo soy yo acaso?
Mi misión era clara y nada tenía que ver con El símbolo perdido (como se llamará el libro en español y que llegará sospechosamente rápido y traducido vía Planeta, que desembolsó no poco para tenerlo, entre otras partes, en la próxima Feria del Libro de Santiago, donde seguro arrasará o intentará hacerlo). Tenía sólo 45 minutos para dar con los libros que buscaba. Andaba con sus nombres anotados en una libretita. Dan Brown no figuraba en ella. De un tiempo a esta parte, quizás de esnob, de arrogante, de elitista, no leo ni premios Nobel ni novelas que siempre debutan en el número uno ni autores que arman sagas o cuyos nombres siempre están escritos con el mismo font o cuya cara fotoshopeada es la base de la campaña de marketing.
El local parecía estación de metro post Transantiago a las 19 horas. ¿Qué hacía yo ahí? Por un momento, me sentí un espía. Esta era la fiesta Brown y yo ni había visto las dos películas de Tom Hanks. Estaba ahí de paso, de regreso de la Universidad de Duke donde estaba dando una charla acerca de losers y perdidos. Era una parada rápida rumbo al aeropuerto para tomar un avión a Miami donde conectaría a Santiago.
Me fui directo a ficción. Casi todo lo que realmente quería no estaba. Amables, como siempre, unos jubilados con poleras-con-cuello verde me ofrecieron encargarme los libros: la biografía de Richard Yates, la autobiografía del hijo de Kurt Vonnegut, un par de novelas negras de Jim Thompson.
Lo que sí había era Dan Brown.
The new Dan Brown.
Hoy era el día que tantos millones de lectores (menos yo) estaban esperando. Afiches, displays y miles y miles de ladrillos color dorado, con el Capitolio de los Estados Unidos como ícono en la portada, la misma tipografía y estética de esa novela/novelilla/pasquín/monstruo/blockbuster/thriller llamado El Código Da Vinci. Para los que ingresaban a la librería, el descuento del 30% no era menor. Para los que tenían una tarjeta de socios de la megalibrería, el ahorro era más de 47%, llegando a US$ 16.07 por la voluminosa y nada liviana novela. ¿O quizás es mejor tildarla de libro no más?
La fila es larga, me quedan pocos minutos, debo llegar al aeropuerto. En esta fila casi todos son hombres y parecen ser los inspiradores de los dibujos de Family Guy. Buena parte, además, son blancos y algo fofos y tienen esa cara de "nada/buena persona" que posee el propio hombre responsable de esta verdadera locura controlada que es la librería en este 15 de septiembre, el día que Dan Brown lanza al mercado anglo The Lost Symbol, la novela que intentará -dudo que lo ogre- superar el ya célebre e infame, adorado y despreciado Código Da Vinci. Todos en la fila tienen un ejemplar, algunos dos. Yo tengo un par de Philip Roth antiguos que tapo con un ejemplar de The New Yorker.
Por algún motivo me siento mal.
Observado.
Mirado en menos.
Y, de pronto, me siento ansioso, acaso triste, confundido. ¿Por qué todos fueron invitados a la fiesta y yo no? Saco un ejemplar. Pesa más de lo que creo.
-Otro más- me dice la dependiente, sonriendo, con frenillos.
-¿Ha vendido bien?- le pregunto.
-No ha parado de vender. Creo que vamos a vender un millón hoy en todo el país. Eso pronostica USA Today. Yo ya voy en la página 40. Le leí durante el break. El Código Da Vinci es un clásico.
-Nunca lo he leído.
-¿De verdad?
-De verdad.


Creciendo en público
por Daniel Villalobos
Clerks 2 nunca llegó a cines chilenos, lo que no es tan raro, ya que Clerks a secas tampoco lo hizo. En 1994, Clerks fue algo así como una piedra de toque de los nuevos cineastas gringos, amigos del cine guerrilla, el bajo presupuesto y la cultura slacker. Su director era un desconocido Kevin Smith, que había filmado con el vuelto del pan una comedia ambientada en un mugriento minimarket de New Jersey, con dos protagonistas y un asombroso oído para el garabato.
Doce años después, cuando Smith ya era una marca registrada de cierto tipo de comedia basada en la cultura chatarra y los veinteañeros mal afeitados, el director estrenó Clerks 2, que hizo noticia en su tiempo porque un crítico llamado Joel Siegel abandonó furibundo la función de prensa a los 40 minutos de metraje.

Esas eran mis referencias de la película cuando la puse en el DVD el fin de semana pasado. Tenía ganas de pasar un buen rato, de reconocer guiños y de ver qué tanto habían envejecido los personajes de Smith.

Pero lo que encontré fue mucho más. Clerks 2 bien puede ser la mejor cosa que haya hecho su director. También es, de seguro, la más compleja y la menos complaciente de sus películas.
Lo que hizo el tipo aquí es simple en apariencia y nada fácil en la práctica. Cogió a esa pareja de amigos que en la primera cinta eran un par de cajeros veinteañeros y aburridos y los puso a administrar un restaurante de comida rápida a pocas cuadras de su antiguo trabajo.

Y ahora los tipos tienen treinta y dos y lo que antes era divertido ahora es divertido y patético. No sólo porque ellos son más viejos sino porque el mundo ha cambiado: en 1994, discutir si Han Solo o Greedo dispararon primero era una declaración de principios, un genuino acto de resistencia nerd. Hoy día lo que entonces era nerd es simplemente pop puro y duro. Lo que entonces era parodia hoy día se toma en serio (por eso, entre paréntesis, es tan deliciosa la alusión al pomposo Señor de los Anillos de Peter Jackson).

Los dos tipos llevan demasiado tiempo en trabajos que son para adolescentes. Su deporte preferido es anunciar que van a dejar todo para iniciar la vida adulta, pero el hecho es que el único de ellos que está a punto de irse del restaurante va a hacerlo empujado por su novia.

Clerks 2 es memorable porque recolecta todos los clichés de la comedia-de-perdedores para enterrarlos bajo una gruesa capa de concreto. Si en Idiocracy el propio Mike Judge escupió sobre la moral de ser-tonto-es-cool que él fundara en Beavis y Butthead, aquí Smith dice que los grandes sueños sin voluntad son un lastre peor que la devoción a Star Wars.

Más aún: que aspirar a la fama, el dinero y las chicas puede ser un cálido refugio de sueños más realizables, ergo, más susceptibles de fracasar.

En el fondo: si te paraliza el miedo a perder, lo que al final se arruina no son tus proyectos sino tu vida.

Me encanta haber visto Clerks 2 la misma semana que Bastardos Sin Gloria. Tarantino y Smith iniciaron sus carreras con meses de diferencia y es impactante presenciar que donde Tarantino se fuga a un mundo de fantasía hecho no en base de recuerdos bélicos, sino de recuerdos sobre películas bélicas, Smith habla del aquí y del ahora.

Es divertido: Smith logró crecer y madurar donde Tim Burton y Tarantino todavía no lo hacen. En el fondo, Clerks 2 hace risible a Bastardos Sin Gloria. Smith le tiene cariño a su propia cinefilia –yo diría que es un cinéfilo más astuto y agudo que Tarantino- pero no comete el error de pensar que las citas pueden reemplazar a una buena historia.
Además Rosario Dawson está filmada como nunca. Un buen director puede hacer que te enamores de una actriz. Smith nunca había sido más generoso y más adulto en su mirada sobre las mujeres que en esta película, lo que ya es bastante decir.

Y estamos hablando de un filme que contiene discusiones sobre sexo, insultos raciales y un show para caballeros con burro incluido.

Smith nunca fue uno de mis directores predilectos, pero siempre me terminaba topando con sus películas, en el cable o en casas de amigos. Lo que no es raro, porque a estas alturas uno de pronto se da cuenta que la gente que vale la pena siempre estuvo ahí, al borde de la fiesta, haciendo sus cosas sin molestar a nadie.

Es agradable reencontrarte con un director y ver que sigue fiel a sus obsesiones. Pero es mejor darte cuenta que el tipo ha crecido contigo.
LOS COPY-PASTEOS DE TARANTINO

Si Quentin fuera músico, lo más probable es que sería un DJ. El modus operandi del director es el mismo que el de un pinchadiscos. Escarba en sus recuerdos cinéfilos escenas que corta y remixea para componer sus propias creaciones. Revisamos su filmografía y encontramos para tu goce personal y aporte a la cultura, referentes directos que van desde el Batman sicodélico a Grease, pasando por clásicos del cine oriental y el spaguetti western.

Por Guillermo Scott e Ignacio Molina. www.zona.cl


INGLORIOUS BASTERDS (2009)
Aldo Raine (Brad Pitt despachándose un papel papiche a lo Marlon Brando) odia con toda su alma a los nazis. Plena Segunda Guerra Mundial. Francia ocupada y violada por los cochinos alemanes. Raine, teniente del ejército estadounidense, judío, decide reclutar un grupo de valientes y un poquito dementes soldados judío-gringos para asesinar uno por uno a los nazis. IB Tiene la belleza, lo fino, el cuidado estético del más clásico cine europeo de los años 30, representado en mayor parte por la preciosura de Shosanna Dreyfus (Melanie Laurent). Eso. Más la ferocidad, humor y violencia fina de Tarantino.

Acá dos referencias directas:

El club de la pelea (David Fincher, 1999)

En una escena Aldo Raine entrenando a sus compadres nazi killers les dice: ¿Saben? Pelear en un sótano ofrece un montón de dificultades. La primera: ¡Estás peleando en un sótano!



Caracortada (Brian de Palma, 1983)

En las secuencias de Donny Donowitz (Eli Roth) disparando su metralleta como poseído por el mismo demonio sus expresiones faciales son calcadas a las escenas finales de Tony Montana defendiéndose con todo de la patada final, cuando le cae policía a su mansión.





DEATH PROOF (2007)

Stuntman Mike (Kurt Russell) es un ex doble de acción en películas de carreras de autos, jubilado y convertido en un brígido acosador y asesino de mujeres bonitas a bordo de su indestructible y chorizo auto.

Kill Bill I (Quentin Tarantino, 2003)

El ringtone del celular de Abernathy (Rosario Dawson) es igual al silbido de Elle Driver (Daryl Hannah) cuando va caminando por el hospital vestida de enfermera, a matar a Beatrix Kiddo, con una inyección de veneno. La melodía proviene de la canción Twisted Nerve de Bernard Herrmann, compositor de música de cine que trabajó con Orson Welles y Hitchcock.



Grease (Randal Kleiser, 1978)

El mustang negro con amarillo de Zoe (Zoe Bell) con el logo “Pussy Wagon” no es un guiño a Kill Bill Vol I. El nombre del Mustang y de la camioneta amarilla que se roba Uma Thurman cuando recobra la conciencia, provienen del clásico musical Grease. El famoso Pussy Wagon fue tomado prestado por Tarantino de la letra de “Greased Lightning” una de las tantas canciones que cantó Travolta en Grease.





KILL BILL Vol. I y II (2003-2004)

Beatrix Kiddo (Uma Thurman) es una asesina pro que deja el rubro y se va al desierto a rehacer su vida. Casarse y tener guaguita. Hasta que llega Bill, su celoso jefe-amante quien no tolera verla de blanco por lo que la acribilla en la misma iglesia. Pero Kiddo no muere. Y busca venganza.

Lady Snowblood (Shurayuki-hime 1973)

De Lady Snowblood (Toshiya Fujita, 1973), en donde además del tagline de una mujeraza que busca venganza con locura, sacó el personaje de O-Ren Ishii, las secuencias de animación, el brutal entrenamiento con el maestro y la pelea en la nieve en donde a la exquisita Lucy Liu le aplican feroz degollamiento. Ocupó la misma canción para musicalizar esa alocada confrontación: “Flower of the Carnage”.



Game of Death/ Fist of Fury (Robert Clouse 1978/ Wei Lo 1972)

Si Bruce Lee (RIP) tuviera una copia de Kill Bill se estaría pegando contra la cabeza con la caja del DVD. Son tantas las escenas que Tarantino “rescata” de Game of Death y Fist of Fury (1972) que enumerarlas es casi imposible. Aunque existen dos que cualquier despistado puede cachar: El traje de motociclista que utiliza Uma Thurman –con persecución incluida- y la pelea multi-orgásmica en el dojo contra miles de japos furiosos. Una verdadera fiesta de patadas voladoras.

Game of Death y Fist of Fury son dos peliculazas que marcaron pauta en el género de artes marciales. Y eso bien lo sabe Jet Li, quien debe gran parte de su carrera a Fist of Legend, remake del clásico de Bruce, que según algunos fans llegó a superar a la versión original. De seguro Tarantino se zampo sendas repeticiones mientras escribía Kill Bill, y de pasada aprovechó de remixar las mejores secuencias.



Érase una vez en el oeste (Sergio Leone, 1968)

De esta peliculaza de Leone, Tarantino rescata a “Armónica”, el personaje de Charles Bronson, y lo instala en los desiertos de Nevada como Budd (Michael Madsen), un letal miembro de los Deadly Viper Assassination Squad que en sus ratos libres se dedicaba a supervisar a las minocas de un puticlub. Ambos socios son prácticamente la misma onda: Comparten una pasión enfermiza por tapizar a balazos a quien se interponga en su camino.



Es tanta la devoción de Quentin por Leone que de El Bueno, El Malo y El Feo (1967) – otro clásico del spaghetti western, QT samplea la escena inicial en donde vemos como el feazo de Wallace le apunta al bueno de Eastwood. Dejando claro que el film estará cargado de referencias. Por otro lado la música de Morricone que utiliza en Kill Bill Vol.II cuando La Novia deja la iglesia y se encuentra con Bill, es la misma que utilizó Leone cuando El Malo (Van Cleef) aparece por primera vez.



JACKIE BROWN (1997)

La tercera película de Tarantino no fue muy bien recibida. El director dejó de lado la sangre y la violencia, para contar una historia cargada de música soul, malls, droga y engaños. Pero la historia de la azafata dealer es un verdadero homenaje a las cintas de negros setenteras con las que el pequeño Tarantino creció.

El Graduado (Mike Nichols, 1967)

En el inicio de la cinta podemos ver una larga secuencia de Jackie Brown (Pam Grier) moviéndose por el aeropuerto arriba de una correa transportadora. Esta escena es idéntica al inicio de El Graduado, en donde un jovencito Dustin Hoffman hace el mismo recorrido, cuando vuelve a casa después de terminar la universidad, poco antes de conocer a Mrs Robinson, la primera MILF de la historia



Shampoo (Hal Ashby, 1975)

Una de esas preguntas que todo hombre sueña contestar. En Jackie Brown el personaje fumeta de Bridget Fonda le pregunta en la cocina a un recién salido de la cárcel Louis Gara (Robert De Niro) un sensual y simple “Wanna Fuck?”, el cual acepta gustoso. Este diálogo fue prestado de Shampoo, en donde el personaje de Carrie Fischer le hace a Warren Beatty la misma erótica invitación. El acto también fue consumado en la cocina.





PULP FICTION (1994)

Después del éxito de Perros de la Calle, Tarantino dejó Los Angeles y se encerró en Ámsterdam a escribir lo que sería su película más alabada. Bajo el humo de los coffee shops escribió Pulp Fiction, una película que mezcla perfectamente la violencia, la ironía y los motherfuckers de Samuel L. La película está llena de referencias a otras cintas, a la cultura pop y posee un cuidado soundtrack, otro sello Tarantinesco.

Piezas escogidas:

Batman hi diddle riddle (Robert Butler, 1966)

Vincent Vega (John Travolta) bailando con Mia (Uma Thurman) es un highlight de la cultura pop. Sin embargo el estilo y la gracia de aquel meneo, no son obra de Travolta, que es un gran bailarín. Tarantino, obsesionado con la serie de Batman de los 60’s obligó a Travolta a imitar los pasos de baile de Batman en Hi Diddle Riddle, para que los usara en la memorable toma. Igual Travolta le puso de su cosecha y el baile quedó con mucho más estilo (y más masculino) que el de Adam West.



Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976)

Butch (Bruce Willis) se fuga de la pelea arreglada y se sube al taxi de la sexy latina Esmeralda. La trata por su nombre luego de verlo en un carnet de identificación, al igual que en Taxi Driver. El diálogo que sigue y el coqueto juego de miradas vía espejo retrovisor también fueron prestadas del sonámbulo taxista.





PERROS DE LA CALLE (1992)

La historia de este grupo de criminales bien vestidos nos cambió la forma de ver cine a todos. Diálogos callejeros comunes y corrientes y descarada violencia fueron los ingredientes con que Tarantino le dio sabor a Reservoir Dogs, su primera película, con la que logró el reconocimiento mundial y de pasó se convirtió en un director de culto.

Piezas escogidas:

(Sergio Carbucci, 1966)Django

Un pistolero llega al pueblo a luchar contra los dos poderosos grupos que manejan el lugar: El Ku Klux Klan y la mafia mexicana. De esta película Tarantino copia la escena de cuando Mr. Blonde tortura al policía cortándole la oreja. La escena se convertiría en un clásico instantáneo.



El bueno, el malo, y el feo (Sergio Leone, 1966)

El western rayó siempre a Quentin. En la misma secuencia de la oreja, el gran Michael Madsen le pregunta al policía si le gusta la música. Este dice que sí y Mr Blonde le pone play a la radio que toca “Stuck in the middle with you” baila un poquito y procede a filetearle la oreja. El diálogo fue tomado de El bueno, el malo y el feo, cuando Ojos de Ángel le pregunta a Tuco si le gusta la música, justo antes de torturarlo.
Roberto Merino
Domingo 11 de Octubre de 2009
Persiguiendo el presente

El presente parece estar hecho de movimientos demasiado fugaces. No tiene una consistencia definida, como alguna vez lo insinuó Montaigne. El largo viaje del día hacia la noche nos proporciona un repertorio a veces inasimilable de situaciones, emociones, informaciones. Terminamos la jornada —que paradójicamente pasa muy rápido— como si fuéramos una persona distinta de aquella que se levantó en la mañana ya remota.
En general, las novelas —al menos las de tono intimista y densidad literaria— lanzan las redes hacia el pasado para establecer un punto de partida. Mirar la propia vida o la vida en general desde una cumbre imaginaria nos permite procesar los hechos a través de una síntesis. Contamos, en este sentido, con la ventaja de que la memoria es parcial, defectuosa y que, como el espíritu, “sopla donde quiere”.
Sería fascinante poder escribir una novela sobre el presente chileno duro, de primera fuente, el que pasa día a día y que nos deja el efecto confuso de la fanfarria de una murga que se aleja. Es claro que una categoría semejante rebasa la actualidad radicada en los diarios y en los noticieros, y que para realizar este propósito habría que abandonar cualquier actividad que no sea la de registrar la realidad tal como aparentemente se presenta.
Pero, como decía, hay un desajuste de velocidades entre los hechos y la escritura. Todo lo que estoy percibiendo en este momento —gente que se cruza con los autos en una calle que veo en el reflejo de un par de puertas de vidrio, el sonido acompasado de un bombo por allá lejos, ruido de tazas entrechocando en unas bandejas, frases sueltas, pedazos de canciones— ya no es lo mismo en el momento siguiente.
Diría incluso que el diario de vida, un formato que supone cierta instantaneidad, siempre está marcado por la retrospección, y da la impresión de que sus cultores eligieran la noche para hacer la recapitulación diaria de sus existencias privadas.
Registrar y recordar se nos antojan iniciativas muy distintas en su espesor emocional y su estructura. Sin embargo, al paso de los años y de los siglos los productos de la memoria y de la observación directa no tienen mayor diferencia. Leemos a Saint-Simon y a Boswell y no nos resulta relevante que uno escribiera con cierta distancia y el otro sobre la marcha ansiosa de los sucesos diarios. Más bien los buscamos por la serenidad y el temblor con que uno y otro nos hablan de la vida.
Yo no dejo de salir todos los días a las calles concurridas, para perderme un poco en ellas. Obedezco a la necesidad de constatar que las múltiples cosas del mundo, en su ajetreo inaprehensible y sus vanos fulgores, siempre siguen en su sitio. Los cambios profundos simplemente no los vemos aunque sucedan a dos centímetros de nuestros ojos. Poder clasificar los cambios es equivalente a envejecer.



Crítica de cine
Domingo 03 de Mayo de 2009
A propósito de Eastwood y Woody Allen: Inevitables limitaciones
Ernesto Ayala
¿Qué tan amplio puede ser el registro de un artista? ¿Qué tanto puede expandirse sin repetirse a sí mismo o, en el otro extremo, perderse en una búsqueda infértil? Ahora que los grandes cineastas de los setentas están envejeciendo sin que se vislumbren todavía nombres de reemplazo –al menos en Hollywood–, es interesante ver hacia atrás y darse cuenta de que su obra, con sus cumbres, nunca llegó a ser todo lo amplia que imaginamos. Después de más de diez años de silencio, hace poco Coppola volvió a filmar, pero a juzgar por el resultado –Youth without youth (2007)– es difícil creer que este cineasta volverá a estar a la altura del El Padrino 1 (1972) y 2 (1974), de Apocalipsis ahora (1979), de Golpe al corazón (1982) o de La ley de la calle (1983), películas todas que hizo antes de cumplir 45 años.
Scorsese, en tanto, ha permanecido ciertamente activo y, sin embargo, El aviador (2004) o Los infiltrados (2006), no son comparables a sus logros de finales de los setentas y principios de los ochenta, cuando sacó Calles peligrosas (1973), Taxi Driver (1976), El toro salvaje (1980) y el Color del dinero (1986) en un período de 14 años, además de otras películas notables. Peter Bogdanovich fue mucho menos prolífico y su obra se disolvió, o diluyó, mucho antes. Con el estreno de Vicky Cristina Barcelona, vemos que Woody Allen sigue filmando una película al año o cada dos, pero ya nadie espera un Manhattan (1979), un Zelig (1983), un Crímenes y pecados (1989). Incluso un alma más inconformista como David Lynch, que tiene tanta aversión a repetirse y cree que puede volver a inventar la narración, termina por hacer algo intragable como Inland Empire (2006).
Eastwood empezó más viejo y por eso, quizás, ha durado hasta más tarde. Su primera película más personal podría ser Breezy (1973), que filmó recién a los 43 años de edad, pero su auténtico periodo dorado, por así decirlo, comienza recién en Bird, en 1988. Las carreras de Blake Edwards o John Cassavetes, con todo lo incomparables que resultan, tienen esto en común: sus mejores películas, sus películas indispensables, no ocupan más que los dedos de una mano. A Cassavetes, quizás, habría que darle media mano más.
Este resumen es rápido y algo arbitrario, pero mirar a estos viejos conocidos nos recuerda que incluso los directores más enérgicos, más prolíficos o más intransigentes no tienen tantas películas adentro. Esto ya es algo conocido entre los novelistas. Con la excepción de auténticos fenómenos de la naturaleza como Tolstoi, Balzac, Dostoviesky o Stendhal, son muy pocos los escritores que pueden jactarse de mostrar más de tres o cuatros novelas realmente importantes. En el cine, esos monstruos son también escasos: Ford y Renoir, por cierto, y quizás Hawks, Lang, Chaplin o Keaton.
¿Esto es lo máximo a que puede aspirar un mortal? ¿A cinco películas valiosas? ¿A cinco novelas? ¿No es acaso muy poco para una vida de aprendizaje, esfuerzo y sufrimiento? ¿Para qué esforzarse tanto si, con mucho trabajo y algo de suerte, toda la obra apenas llegará a ocupar un pequeño lugar en la historia?
No es necesario entrar a especular en las motivaciones de un director de cine o un novelista. Asumamos que hacer cada película o novela es lo suficientemente estimulante como para hacer valer el viaje. Pero recordemos, sí, que lograr una película –novela– auténticamente notable es un suceso espléndido, un triunfo mucha veces épico o inesperado, en cualquier caso, una auténtica felicidad para la humanidad. La cartelera chilena recibe apenas cinco o seis buenas películas cada año. Con todo, una sola cinta poderosa justifica 30 o 40 cintas olvidables. Una sola le da sentido al montón. Incluso se puede ir más lejos: el montón es necesario para que nazca lo brillante. Es una extraña manera de mostrarse. En torno a la belleza hay una cuota de misterio que posiblemente ni siquiera los mismos autores de esas obras extraordinarias podrían explicar.




Ascanio Cavallo
Sábado 19 de Septiembre de 2009
Cine: Dawson, Isla 10


Miguel Littin es uno de los cuatro directores chilenos –con Raúl Ruiz, Patricio Guzmán y Pedro Chaskel– que han estado haciendo películas por más de 40 años. Este solo dato le garantiza un estatuto singular dentro del cine nacional. También es uno de los pocos que vivió desde dentro el proceso de la Unidad Popular y la caída de Salvador Allende. Su visión de esa tragedia está redondamente planteada en Los náufragos (1994), la primera cinta que hizo en Chile después del exilio.
En Los náufragos, una familia rural constituye la metáfora del golpe de Estado de 1973, y su figura central es la del “gran padre generoso”, el modo en que Littin conceptualiza al Presidente Allende.
Quince años más tarde, en Dawson, Isla 10, Allende es todavía el padre simbólico de los ministros y dirigentes de izquierda recluidos en el gélido paralelo. Pero es también algo más extraño, más mitológico y acaso más esotérico, una presencia fantasmal que cruza no sólo la historia narrada, sino la película misma, su textura y su visualidad.
El momento más extraño se produce cuando el capitán Salazar (Alejandro Goic) anuncia a los prisioneros que serán llevados a Puerto Williams y, antes de retirarse, pregunta quién es “A”, la firma que acompaña a unas consignas enigmáticamente rayadas en los muros de latón de las barracas. Los prisioneros responden que no saben, y entonces Littin corta y muestra a un Allende (siempre borroso, casi como una imagen mental) que cae liquidado en La Moneda, seguido de unas botas que entran al Salón Independencia.
Varias cosas están implicadas en este raro montaje. La primera, desde luego, es la afirmación de que Allende no se suicidó, sino que fue asesinado, algo que está presente en una escena anterior, donde el ex ministro José Tohá (Pablo Krögh) se niega a firmar una declaración que sostiene el suicidio. La segunda es la incrustación de la escena en la historia de un grupo de hombres que, con pocas excepciones, no estuvo en La Moneda en el último instante del Presidente. La tercera es la presencia de esta misteriosa “A” (¿Allende?) que lleva sus mensajes (¿post-mortem?) a una remota isla patagónica.
Es sólo un instante, un par de minutos, en una película de casi dos horas. En el resto, Littin adapta el entrañable libro de Sergio Bitar “Isla 10”, un texto quieto, reflexivo, autocrítico, que describe lo que “no fue la experiencia más heroica de nuestras vidas”, y que tal vez por ello no encaja del todo con el instinto mítico y épico del cineasta.
¿Explica esto la incrustación de las escenas seudodocumentales de Allende en La Moneda, y en especial ese extraño interludio del asesinato, que es seguido por el plano más bello, aquel en que Osvaldo Puccio (Matías Vega) corre inútilmente tras el camión que lleva a su padre? ¿Es este momento mínimo la explicación de fondo del proyecto, o es sólo un accidente en una historia difícil de contar? Esta es una de las gracias involuntarias del cine de Littin: cada vez que da respuestas tajantes, abre unas dudas más anchas.
Dawson, Isla 10
Dirección: Miguel Littin. Con: Benjamín Vicuña, Cristián de la Fuente, Luis Dubó, Pablo Krögh, Sergio Hernández. duración: 100 minutos.


Ian Brown
My way


La supervivencia solista al quiebre con una banda clásica suele ser un muñequeo tortuoso, del cual pocos músicos salen bien parados. La clave del éxito suele estar en el fortalecimiento de una autonomía total, ojalá sin ex compañeros cerca, y, sobre todo, en un género alejado de aquel que te hizo popular. En el pop inglés hay tantos ejemplos felices (Morrissey, Damon Albarn, George Michael) como lamentables (Geri Halliwell), y no hay duda que a Ian Brown debe ubicársele del lado de los buenos. Más que sostener una discografía espectacularmente exitosa, el ex cantante de esa banda enorme que fueron los Stone Roses ha logrado identificar un tipo de ritmo y groove de baile que es caracterísitico y que ha sido muy bien ejecutado a lo largo de seis álbumes, aunque ya sin la imposición de gloria que el propio Brown enfrentó hace veinte años.

El gusto innato por la música negra (este es un álbum "dedicado a Michael Jackson", según su autor, y sin relación alguna con Frank Sinatra) fluye libre sin interés por los guiños rockeros. Si están, las guitarras no se notan en canciones que privilegian al órgano eléctrico como pulso conductor, y que se adornan con mucho bajo, programaciones y épicos bronces (como en el estupendo single "Stellify"). No es un disco parejo en atractivo, pero sí coherente: de principio a fin transmite un mismo ritmo mid-tempo que invita al baile desacelerado, sonriente, eterno. Puntos extra por el magnífico cover para "In the year 2525", viejo himno político del dúo Zager and Evans.
—Marisol García



"Ahora soy un escritor más sabio y curtido"
Por: Gonzalo Maier
Rodrigo Fresán vuelve sobre un cohete. Tras cinco años de silencio, el argentino reaparece con El fondo del cielo, un sentido homenaje a los viejos escritores de ciencia ficción. Pero Fresán, en la cabina de astronauta, no viene solo. También reedita Historia argentina y cumple 10 años en Barcelona. De eso -y del día en que conoció a Kurt Vonnegut- habla en esta entrevista.

Fotografía: Isabel Carroll
Ésta es una historia de amor. Una historia de esas inmortales en donde dos jóvenes adictos a la ciencia ficción se enamoran de una chica. Y tal como en cada una de estas historias, cuando el corazón se rompe, desaparece el mundo. El asunto es que acá, en El fondo del cielo, la nueva novela de Rodrigo Fresán (46), el mundo literalmente explota, lenta y coreográficamente, al ritmo de la extraterrestre banda sonora de 2001: Una odisea en el espacio.
Situada principalmente en la Nueva York de comienzos del siglo pasado, la nueva aventura de Fresán después de Jardines de Kensington no sólo es una novela lisérgica y atípica en el panorama latinoamericano, sino que viene a completar un círculo curioso: aparece junto con la reedición de Historia argentina, su primera novela, mientras que el mismo Fresán cumple ya 10 años viviendo en una Barcelona en la que echa de menos a Copito de Nieve, el famoso gorila albino.
A poco de iniciar una nueva gira de presentación -"una especie de post scríptum del propio libro, una suerte de capítulo fantasma", asegura el escritor- aparentemente se alinearon los planetas en la Galaxia Fresán.
- En las notas finales de El fondo del cielo escribes que ésta no es una novela sci-fi, sino una novela sobre ciencia ficción. ¿Es tu homenaje al género?
- Es un homenaje a lo que me gusta del género, a la vez que un ajuste de cuentas con todo lo que no me gusta. Es, digamos, mi idea de lo que debería ser una novela de ciencia ficción que pasa, justamente, por no resignarse a ser nada más que eso.
- Además, la novela tiene un dejo melancólico...
- En principio, me atrajo escribir una novela con ciencia ficción más preocupada por el pasado que por el futuro. Un libro muy nostálgico. Pero el primer impulso pasó por atrapar una historia de amor. No me preguntes cómo ni por qué entró la sci-fi en la ecuación. Tal vez, como digo en un momento del libro, porque no hay ente más extraterrestre que el amor. El amor es un alien. Algo que viene de afuera y se te mete adentro. Y hace estallar tu pecho… Tal vez porque me propuse la historia de amor final y definitiva. La historia de amor como fin del mundo.
- Siempre has tenido una inclinación melancólica por estas aventuras adolescentes, ¿no?
- Supongo que sí. Estoy seguro de no ser el único escritor que vuelve ahí, a ese planeta, una y otra vez. Pero más que la adolescencia me interesa la infancia. La adolescencia es como la postdata de la infancia.
- ¿Y cómo fue que te encontraste con la ciencia ficción? ¿Fue de chico, también?
- Sí, desde muy chico. Mi primer contacto, claro, pasó por los cómics y las películas. Pero enseguida descubrí la colección Minotauro editada por Paco Porrúa, y de allí pasé a Bradbury, Dick, Sturgeon, Vonnegut.
- ¿Hoy cómo evalúas esas lecturas? ¿Soportan el paso del tiempo?
- Como en toda literatura, hay de todo. No volvería a leer nunca a Asimov; pero cada relectura de Dick o de Vonnegut o de Ballard -escritores que tal vez no sean estrictamente sci-fi- no deja de depararme sorpresas y alegrías y renovada admiración.
- Sobre eso mismo, al final de El fondo del cielo cuentas que has releído varias veces a Kurt Vonnegut y que Matadero Cinco es uno de tus libros de cabecera...
- Vonnegut para mí es un prodigio de técnica y de gracia pero, fundamentalmente, es una voz querida. Es alguien que, cada vez que lo leo, lo siento como sentado frente a mí, contándome una buena historia e iluminándome con su visión de todas las cosas de este mundo y del universo. Es lo que debe ser un escritor. Una de las grandes alegrías de mi vida ha sido darle las gracias por todo una mañana de frío y nieve en Iowa.
- ¿Conociste a Vonnegut?
- Sí, yo estaba en el International Writing Workshop y me enteré que, bastante seguido, Vonnegut iba a Iowa a visitar a unos amigos suyos. Así que averigüé dónde vivían y casi todos los días iba a un café que quedaba frente a su casa a montar guardia. Un día, durante una nevada, lo vi llegar. Era grande como un oso y salí corriendo del café. Le expliqué qué hacía allí y le di un ejemplar de Historia argentina, diciéndole que él aparecía en ese libro y que ese libro jamás habría sido escrito de no ser por él. Me miró sonriendo y me dijo: "Esto es de lo más fuerte que me ha sucedido en la vida". Yo le contesté que, seguro, más fuerte había sido sobrevivir al bombardeo de Dresden. Lo pensó unos segundos y me dijo: "¿Te parece?". Y siguió su camino.
- El fondo del cielo también es una novela bastante gringa. O al menos con personajes gringos. ¿No te costó situarte en ese contexto?
- ¿Qué es una novela "bastante gringa"? La verdad es que yo no pienso en esos términos cuando escribo una historia. En cualquier caso, me hubiera resultado imposible contar esta historia desde Buenos Aires o Barcelona. La trama respondía a ciertos parámetros de la historia del género que sólo se dieron en Estados Unidos. Y, no, no me costó la parte "importada" del asunto. Aclaro, de paso, que nunca pensé en Ana Karenina como en una novela rusa...
- ¿Y fue un problema botar muchas páginas a la basura, esos "lanzamientos frustrados", como les dices tú?
- Lo cierto es que fue un proceso de aprendizaje porque, hasta ahora, yo tendía a ser más inclusivo que exclusivo. A sumar y no a restar. A expandir y no a contraer. No diría que ahora soy un escritor distinto al que era antes de El fondo del cielo, pero sí un escritor más sabio y curtido.
- ¿Ser un escritor más sabio y curtido tiene que ver con aprender a cortar? ¿A saber cuándo callar?
- Exacto. En un momento de El fondo del cielo un personaje lo dice más claramente: "Escribir largo es como leer, escribir corto es como escribir". Lo que no implica que no haya libros largos en mi futuro pero, seguro, después de El fondo del cielo tendrán otra frecuencia de longitud.
Barcelona y el ruido de los turistas
- Este año cumples una década en Barcelona, la capital de las letras hispanoamericanas. ¿Cuál es tu recuento literario y personal después de 10 años allá?
- Nunca la percibí como capital de nada. Me parece que se la ve más así desde afuera. Yo no llegué aquí para publicar, sino para escribir. Y creo que la pauta de una ciudad a un escritor se la dan los libros que allí escribió. Yo ya llevo tres que me gustan, más las revisiones de todos los anteriores e infinidad de prólogos y ensayos y artículos. Me parece un buen balance. Además, Barcelona tiene mar y montaña. Lo que te quita de encima esa preocupación de tener que ir de tanto en tanto al mar y la montaña. Y, a la hora de la verdad, Barcelona es, por encima de todo, la ciudad donde nació mi hijo.
- ¿Y te ha cambiado mucho ser padre?
- Aquel al que el nacimiento de un hijo no lo cambie es, me temo, pariente cercano de HAL 9000, la computadora de 2001: Una odisea en el espacio. Peor: del astronauta David Bowman, alguien con mucho menos sentimientos que HAL 9000.
- Supongo que tienes rutinas en Barcelona, lugares favoritos...
- Las librerías: La Central y Laie. Y, sí, tengo rutinas. Pero son tan rutinarias que hasta a mí me aburren. No he conseguido aún, eso sí, marcarme una disciplina diaria para escribir. A ver si con el próximo libro…
- ¿Y por qué hace poco decidiste cambiarte a Vallvidrera, en las afueras de Barcelona?
- Porque cada tanto hay que moverse y vivir junto a La Pedrera ya era insoportable por el ruido que hacían los turistas. Vallvidrera está a casi minutos de tren del centro de Barcelona, pero es como si estuviera a años luz de distancia, en otro planeta. Por otra parte, me temo que he hecho realidad para mí el mito y la mística del escritor cheeveriano de los suburbios. Es una buena vida, la verdad.
Libros "retocables"
- Casi coincidiendo con El fondo del cielo reaparece Historia argentina, pero esta vez con cambios y un capítulo nuevo...
- Digamos que me gusta aprovechar cada resurrección para hacer ajustes y agregar algo. Me cuesta pensar en que algo -sobre todo algo mío- no pueda mejorarse. Así que allí voy de nuevo. Cuando llegue el turno de El fondo del cielo, me temo que no habrá mucho que hacer, salvo agregar cuatro o cinco frases que tengo apuntadas por ahí. Es, junto a Esperanto -pero por motivos muy diferentes-mi libro menos "retocable", pienso.
"No hay ente más extraterrestre que el amor. El amor es un alien. Algo que viene de afuera y se te mete adentro. Y hace estallar tu pecho. Me propuse escribir una historia de amor como fin del mundo".
- ¿Y cómo ha cambiado tu lectura de Historia argentina considerando que la publicaste a los 27?
- Tengo una muy buena relación con mi primer libro. Me sigo reconociendo en él. Me divierte. Además, fue un libro muy afortunado y, desde el punto de vista crítico y comercial, un debut inmejorable. Así que no tengo nada que reprocharle y muchas gracias por todo. El fondo del cielo -que, objetivamente, me parece mi mejor libro y que también podría llamarse Historia universal- no podría haber sido escrito de no haber escrito antes Historia argentina.
- ¿Por qué? ¿Algún nexo especial entre el universo y Argentina?
- Me parece que está bastante claro en el último relato de mi primer libro. Ahí está y de ahí sale todo y, además, en esas páginas ya hay ciencia ficción y la idea de un propio futuro, el mío, marcado a fuego y láser por la potencia unplugged, pero tan eléctrica de los libros. Cada uno de mis libros es un mundo diferente, pero comparten un mismo universo y una misma idea de la literatura. Lo curioso es que tanto Mantra como Jardines de Kensington y El fondo del cielo son el tipo de libros que yo imaginaba como mínimos cuando aún fantaseaba con ser escritor.
- Tú también escribes artículos para la prensa. ¿No te ha llegado a agobiar escribir para tantos medios?
- Cada vez leo menos diarios y revistas. Ya casi no compro revistas de rock o de cine. Y me sigue interesando escribir para la prensa, pero tal vez debería hacerlo menos. O dejarlo por un tiempo. Algo así como hacer una cura de desintoxicación. Hay momentos en que es como no tener vida privada. Por ejemplo: acabo de terminar de leer la nueva y formidable novela de John Irving. Y mientras la leía ya andaba pensando en cómo la titularía, en cosas que diría… Si alguien sabe dónde queda el botón de Off, que me avise, por favor.
2012

"En sus 158 minutos, la cinta no da respiro al espectador y todas las expectativas para los amantes de los efectos especiales quedarán más que colmadas. Emmerich no corre riesgos en su cinta ya que la historia antepone como tantas otras películas el afán altruista de personajes anónimos devenidos en héroes, frente a la irracionalidad de quienes detentan el conocimiento de la tragedia que está por venir. Además, como ya lo planteó en cintas como Día de la independencia, la familia juega un rol central como sostén moral. Porque a fin de cuentas el mundo podrá acabarse, pero Emmerich es un tipo conservador"
Críticas de Cine
Viernes 09 de Octubre de 2009
"Bastardos sin gloria"


La guerra basura
Antonio Martinez
Bastardos sin gloria" tiene la marca, el sello, el humor y la violencia de Quentin Tarantino, que sigue dando cuenta de una visión de mundo que proviene del cine popular, comercial y de género.
De ese universo sin pretensiones intelectuales ni complejos culturales, que adora el pastiche y la entretención, se alimenta un director que no da dos pasos sin una referencia cinéfila –títulos, actores o historia– para subrayar que su imaginación y energía no se cansan de rendirle tributo al cine.
"Bastardos sin gloria" habría sido una mejor película, más balanceada y con menos lastre, si el director no se sintiera tan obligado a las decenas de menciones y nombres que provienen del cine.
La historia sufre la invasión de las notas a pie de página, donde el peso de la trivia y la película tienden a igualarse, como si Tarantino tuviera tanta pasión por las citas –homenajes, tics, guiños, referencias– como por los personajes y sus aventura.
Es por esto que la película tiende a la desmesura, con secuencias alargadas y diálogos interminables, quizás para que ingresen más y más citas sobre títulos y actores, con el propósito de satisfacer al público fiel y devoto que entiende el mundo desde la cultura cinéfila.
El comienzo de "Bastardos sin gloria" es con una frase fija de cuento o relato fantástico, donde el "érase una vez", en esta ocasión, no señala un reino de hadas o una galaxia lejana, sino a la Francia ocupada por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial.
La película, también al comienzo, presenta al mejor de los personajes, el coronel Hans Landa (Christoph Waltz), con la especialidad de cazar judíos, sin duda un oficial sádico y cruel, pero al mismo tiempo refinado, políglota y con algo que siempre lleva a la perdición: se cree demasiado inteligente.
En ese mismo territorio, pero en el otro bando, existe el teniente Aldo Raine (Brad Pitt) y un grupo de soldados estadounidenses de origen judío, con la misión de asesinar nazis de la peor de las maneras, para causar temor y escarmiento entre las tropas enemigas y por eso, según la técnica apache, les arrancan el cuero cabelludo a sus víctimas.
Es una película dividida en capítulos, se extiende por 153 minutos y todos los personajes terminan en el mismo sitio, en una sala de cine en París y con Hitler y los jerarcas del régimen entre los invitados, para una función de gala, donde se estrena una película que le canta al heroísmo alemán.
La desmesura y falta de equilibrio afectan y abollan a "Bastardos sin gloria", pero esa es la naturaleza de un director en el que conviven los desperdicios con la maestría del cine, y por eso en la película hay desecho y relleno, pero también inspiración y talento.
Es decir, existe una mitad vacía, pero hay otra llena con el sello, la marca y la identidad de su autor: Quentin Tarantino.
Inglourious basterds. EE.UU., 2009. Director: Quentin Tarantino. Con: Brad Pitt, Christoph Waltz, Eli Roth, 153 minutos.




Ilusiones ópticas

Hay más fuerza en Ilusiones ópticas que en buena parte del reciente cine nacional.

Ascanio Cavallo
Una de las lecciones más importantes del cine de fines del siglo 20 y comienzos del 21 es que muy a menudo las buenas películas son las de tono menor, las que evitan la estridencia, las que se concentran en sus propias posibilidades expresivas. Para hacer buen cine no es necesario corretear por festivales, chillar por el Oscar o el Goya o el Ariel, ni maldecir al Fondart o a sus equivalentes. Todo eso no hace más que exiliar al cine y, en el mejor de los casos, aportar una gloria que dura lo que un fulgor en la penumbra.
Ilusiones ópticas parte por la ruta contraria desde su plano inicial, un borroso paisaje de Valdivia tomado desde el punto de vista de Juan (Iván Alvarez de Ayala), un masajista ciego que acaba de recobrar la vista gracias a una operación. La pobrísima visión de Juan, acompañada por el colapso del guardia de un mall, deja paso a Rafa Gajardo (Eduardo Paxeco), que postula y obtiene el puesto del guardia.
Rafa vive con su hermana Manuela (Paola Lattus), una joven poco agraciada que trabaja como secretaria en la isapre Vida Sur. Allí laboran también David (un memorable Gregory Cohen), un judío no creyente enviado a outplacement, y Gonzalo (Alvaro Rudolphy), un ejecutivo que quiere usar al ex ciego Juan para mejorar la imagen de la isapre. Y la mujer de Gonzalo, Rita (Valentina Vargas, fuera de serie), es una cleptómana que frecuenta el mall donde trabaja Gajardo...
Así transcurre Ilusiones ópticas, en un pequeño (o inmenso) mundo donde todo está conectado, donde nada es importante y todo lo es en su propia escala, donde la gente es tantas veces indiferente como a veces es fisgona, donde la palabra es fracturada y los gestos son fallidos, donde la atonalidad proviene del propio paisaje, de la lluvia, la nubosidad y la vegetación.
Un mundo, en suma, donde el realismo y el absurdo se materializan en lo ordinario, y ninguno necesita empujar al otro para hacerse visible.
Cristián Jiménez consigue este efecto gracias a diversas operaciones de distanciamiento, que rebajan una y otra vez las tentaciones de interpretación emocional o racional de sus imágenes. El fantasma de la sociología está siempre balanceado por el humor o por la locura, y el fantasma del intelectualismo -la enfermedad infantil de la cinefilia- es generalmente conjurado por algún toque de delirio o ternura.
Jiménez muestra un admirable control de sus medios -la precisión de los encuadres, la graduación de la luz, el sentido de los cortes- y obtiene algo muy inusual en el cine chileno: una película que si en el primer paso puede resultar morosa para algunos espectadores, va ganando en densidad y vigor para las siguientes visiones. Hay más fuerza en Ilusiones ópticas que en buena parte del reciente cine nacional.
Ilusiones ópticas
Dirección: Cristián Jiménez. Con: Paola Lattus, Gregory Cohen, Álvaro Rudolphy, Eduardo Paxeco, Valentina Vargas. duración: 105 minutos.
FRANCISCO MOUAT
Las cosas claras, demasiado claras, no sé si ayuden a entender mejor. O a entender lo necesario que hay que entender para vivir mejor. No todo lo que hacemos y pensamos, además, debería tener un fin, o un gran propósito. No hay mayor aventura en este mundo, escribió una vez Julio Ramón Ribeyro, que la vida, nuestra propia vida. Que es, además, nuestro único patrimonio, mientras somos y estamos en el tiempo y el espacio.
Demasiada lógica en lo que hacemos y pensamos, un exceso de realidad, te vuelve loco de remate, sospecho. Las preguntas esenciales las abordamos cuando podemos, y no es malo también servirnos del misterio, el sueño, el arte y la fantasía para acompañarnos y darnos aliento.
Si estamos vivos, si de verdad estamos vivos y atentos, aunque ojalá nunca demasiado atentos, será inútil evitar que se cuele entre nosotros alguna dosis de dolor y de horror. Importará mucho que esas dosis sean las justas, que no nos desborden totalmente, o que cuando lo hagan podamos después rehacernos. Afortunadamente también disponemos del amor y el humor, para compensar. Vivir mejor, dije al comienzo, como si eso fuera lo que quisiéramos la mayoría de nosotros, arrojados a este mundo sin que nos preguntaran nada, perplejos, sin pito que tocar antes del primer latido.
Experimentar -aunque sea fugazmente- la felicidad; saber que ella puede tener que ver con nosotros, imagino es un avance. La felicidad, como tal, difícilmente pueda enseñarse. Aunque hay maneras. Borges no enseñaba literatura. Enseñaba a amar los libros, que, para él, fueron una forma de felicidad.

A veces tenemos la fortuna y el privilegio de rozar la felicidad, saborearla, distinguirla entre las multitudes. La encontramos con mayor frecuencia en la belleza de la luz del sol de una mañana de primavera, en la charla sin rumbo con un amigo, en la agenda ociosa de un día sin horario. Pero a veces también en una tarde de lluvia, en la contemplación del mar, en comer y beber, en los ojos de una persona a la que queremos entrañablemente. No hay recetas. Alguno encontrará felicidad en el trabajo extenuante, allí donde otro tal vez acumule angustias. El alma humana es veleidosa y está expuesta a demasiados vaivenes. No somos sujetos estáticos, en buena hora. Algunos elogiamos la lentitud y preferimos viajar arriba de un barco antes que en un avión. En tren antes que en jet. Viajar, sí. Ponernos en movimiento, porque intuimos que estancarnos es una maldición indeseable. Pero también detenernos en el momento justo, y quedarnos quietos.

A propósito de enseñar la felicidad. En una carta a Felisberto Hernández, Julio Cortázar le agradece su persona y su literatura, y le regala una frase que Antón Webern le decía a un discípulo: "Cuando tenga que dar una conferencia, no diga nada teórico sino más bien que ama la música". ¿Se imaginan el mundo con educadores que imitaran el gesto de Webern, que leyeran poesía en voz alta por amor a la literatura, que hicieran escuchar melodías por amor a la música, que enseñaran por amor al arte?

"La aventura no se halla en la meta sino en el camino, en el merodeo, incluso en el extravío, como bien sabe quien practica la emboscadura, la caza sutil o los acercamientos". Leo esta frase de Enrique Ocaña en un breve ensayo que cierra la novela Venganza tardía, de Ernst Junger. Ocaña tradujo el libro desde el alemán y se permitió reflexionar en las páginas finales: la escuela a la que debió asistir Junger hace un siglo, las escuelas que solemos frecuentar nosotros en estos días, están demasiado acostumbradas a uniformar, estandarizar, promediar. Tienen miedo: no quieren darle importancia al camino, sino concentrarse exclusivamente en la meta. Desconfían del merodeo, sancionan cualquier clase de emboscada que no esté en los planes, y por supuesto califican con nota mínima el extravío. Ocaña sintetiza la lúcida mirada de Junger, "rebelde frente al tedio de una escuela regida por el principio de realidad, donde la moralidad se opone a la aventura, la erudición al ensueño, la ética protestante del trabajo al derroche y al exceso, el manual y el reglamento a la libertad de invención y de espíritu".

Amor al arte: no parece una mala fórmula para vivir.


Cristián Warnken
Jueves 12 de Noviembre de 2009
El bar de las ilusiones perdidas

Yo tenía 21 años, y una mañana de 1982 estaba con mis propias manos tocando el muro que separaba dos ciudades con el mismo nombre. Casi lo acariciaba, como quien recorre la textura de un Dios de piedra.

Había cruzado la frontera que separaba Alemania Oriental de Alemania Occidental, para cruzar otra frontera dentro de la frontera, la de Berlín Occidental con Alemania Oriental. Fronteras dentro de fronteras, unas dentro de otras, como en un juego de mapas dibujados por un loco. Y yo, un joven sudamericano que venía en peregrinación a la vieja Europa a rendir culto a los dioses de mi adolescencia, estaba frente a ese muro que todos creíamos sólido, indestructible.
Un gran alemán, Federico Nietzsche, había dicho que “los grandes cambios vienen con pisadas de palomas”, llegan en “la hora más silenciosa de todas”. Pero nadie lo escuchó en su propia tierra, la Alemania de los grandes abismos y las grandes cimas.

Cierro los ojos: tengo 21 años, todavía creo en Marx y estoy tocando el muro de los muros esa mañana del 82, el muro que me separa de la libertad interior, donde caerán desplomadas dentro de poco todas las estatuas de mi juventud, como muñecos gigantes huecos, ídolos de barro en medio de la tempestad. Hace frío, es un día gris y yo cruzo a Berlín del Este. Mi corazón tiembla en la mochila. Voy a llegar a Utopía, voy a caminar por las calles de un Este mítico y llevo el libro de Lenin “¿Qué hacer?” —como buen y obediente militante de izquierda que era— en el morral de joven sudamericano con la cabeza llena de pájaros y consignas y sueños.

Pero al otro lado no me encontraré con mis dioses, sino con las estatuas de ellos apuntando con sus dedos a un horizonte de edificios grises y monótonos, en un país donde la tristeza había terminado por devastar lo poco que quedaba ahí de vida. Un país para policías y delatores y muertos en vida. Vago por calles iguales, igualitarias, vacías, y me cruzo con fantasmas, con miradas idas. Un vacío se instala en mi pecho, una angustia que todavía no tiene nombre, una duda que empieza a carcomer mis amadas consignas por dentro. Soy un joven sudamericano vagando por el infierno de otros, que se suponía debía ser nuestro paraíso, el paraíso del hombre sobre la tierra.
¿Alguien sabe lo que es perder la fe de golpe, alguien ha visto saltar por el aire, hecho trizas, al dios de su infancia? Tengo 21 años y en la Friedrichstrasse entiendo por primera vez que ese muro que acabo de cruzar no es mi muro, sino el muro de otros. Quiero llorar, no puedo, entro en el único bar que encuentro en muchas manzanas a la redonda. Desde la barra, dos jóvenes muchachas alemanas de mi edad me miran con curiosidad. Nos comunicaremos con dibujos, palabras en inglés sueltas y mímicas en las pocas horas que tenemos por delante. Me contarán sus vidas en ese “paraíso” fundado en la mentira. Yo soy para ellas la libertad (exótica, lejana, inaccesible), y ellas ya no son para mí la esperanza. Quiero sacarlas de ahí, llevarlas al otro lado del implacable muro. Cae la tarde y debo volver a la frontera. Nos miramos a los ojos.
Nunca tres miradas se cruzaron tanto. Nos hemos comunicado más allá de las palabras. Ellas ya perdieron toda fe. Yo la estoy perdiendo en cada minuto que pasa. ¿Por qué la historia la escriben los que levantan muros y no la gente de mirada limpia, como la de esas dos muchachas que ya no veré nunca más en mi vida?

Pensé mucho en ellas cuando cayó el muro. En esas anónimas que comenzaron a demoler el muro dentro de mí, antes que el otro muro, el exterior, cayera. ¿Cómo se llamaban? ¿Qué fue de sus vidas en estas décadas que nos separan de esa mañana gris de 1982? ¿Qué ha sido de nosotros en todas estas décadas? ¿Cuándo dejamos de ser lo que fuimos, cuándo comienzan los muros a caer y cuál es la hora más silenciosa de todas? ¿Cuántas fronteras quedan por cruzar, y cuántas fes ilusorias perder todavía?

Monday, November 09, 2009

Artículo
Jueves 05 de Noviembre de 2009
Una temporada en Elisaland


Pablo Illanes
Siempre he pensado que la única responsabilidad de un guionista es contar historias desde el estómago. Cuentos viscerales, sin concesiones y que ojalá permitan iluminar ciertas zonas oscuras de nuestro entorno. No nos pagan por hacer reír o llorar, tampoco se nos contrata para teñir de azul los cielos grises que ven los espectadores. Ni siquiera recibimos un sueldo por hacerlos felices por 33 minutos diarios. Nuestro salario es simplemente por vomitar lo que siempre quisimos y nunca nos dejaron. Ahí está la gracia de este oficio, en correr los riesgos que sean necesarios y articular ese cuento que nunca te han contado. Eso no asegura el éxito, pero sí al menos una buena historia, lo que no es poco.
Junto a Nona Fernández, Hugo Morales y Josefina Fernández tuvimos ese privilegio, el de armar un relato alambicado, a ratos brutal en sus extremos sicológicos, pero jamás gratuito a la hora de describir lo que vemos. Nada de lo que escribimos está sólo en nuestras cabezas. Personajes, historia y hasta las vueltas de tuerca tienen un referente en la realidad. En este Chile del 1 de enero del 2010 (que es el que vivieron los Domínguez en el último capítulo de ¿Dónde está Elisa?) existe de verdad gente maltratada por la tragedia, magnates prepotentes y retrógrados, esposas idiotizadas por la idea de familia, gays mitómanos, madres pastilleras, adolescentes monstruosos, niñas que se cortan y ejecutivas adictas al Johnnie Walker. Como diría Sonita, la nana de los Domínguez y único ser confiable de la teleserie, "De todo hay en la viña del Señor".
Todos ellos convivían plácidamente -según un orden establecido de manera consuetudinaria- hasta que un hecho inusual alteró para siempre la calma del grupo: un tío y su sobrina se enamoraron. Elisa tuvo que pagar con su vida el precio de alterar el orden. Lo que sucedió después ya todos lo sabemos y es parte de nuestras conciencias, las mismas que durante tantos años han sobrevivido apenas con el recuerdo de los muertos y los desaparecidos, pero los muertos y desaparecidos de verdad. Esos que nunca fueron héroes ni villanos de ninguna teleserie.
Quédate conmigo


FRANCISCO MOUAT
Quédate conmigo, quédate a mi lado, dice el estribillo de esa gran canción de Ben E. King que John Lennon hiciera famosa en los años setenta: Stand by me. La primera vez que la escuché, pensé que pocas canciones podían gustarme más. No fue al final un pensamiento juvenil que se lo llevara el viento, como ocurre: todavía es así, todavía me gusta demasiado esta canción.
Un amigo me dijo el otro día que en YouTube habían subido un video que valía la pena ver: una versión de cinco minutos de Stand by me con interpretaciones simultáneas en todo el mundo, desde un músico callejero y su guitarra en Santa Mónica, Estados Unidos, hasta un joven saxofonista en Pisa, Italia. El video comienza con el negro de Santa Monica diciéndole a los pocos transeúntes que pasan por ahí que el tema que va a cantar habla de todos nosotros: donde sea que estés, a donde sea que vayas en tu vida, sin importar cuánto dinero tengas,
en algún punto necesitarás a alguien que se quede contigo.
Es exactamente lo que quiero agradecerle a Lili, camarera de hotel, que viaja en metro casi todos los días y cuando puede lee esta revista, y dentro de esta revista a veces también lee estas líneas. Su aliento es mi aliento, sus ojos en movimiento son un destello, una luz, la fuerza que me empuja a reunir una palabra con otra para completar esta oración. Lili, donde sea que estés, este párrafo es tuyo, y me gustaría terminarlo con una frase de Idea Vilariño, una poetisa uruguaya que un día leerás en un vagón del metro de Santiago, tal como tal vez la esté leyendo en este mismo momento una muchacha joven en la costanera de Montevideo, entre Parque Rodó y Pocitos, o cerca del puerto: "Cuando escribo nunca miento. Puedo mentir en la vida de todos los días, pero no cuando escribo".
Aliento: me gusta la palabra aliento. Es brisa, energía, una belleza invisible que nos regalan otras personas, a veces la naturaleza, casi siempre aquellas palabras que nos detenemos a leer porque tienen garra y nadie más podría decirlo de esa manera. No le pedimos a la literatura que sea perfecta: preferiremos una y mil veces que sea verdadera, "brutal, sucia, espesa", como decía Juan Carlos Onetti, "pero mil veces más verdadera, más mía, más caliente, que todas las bellas cosas que pudiera escribir y que he escrito". Así se refirió Onetti una vez a su breve novela El pozo. Onetti, que decía que el alma de la creación está "allá en los cielos y en la cosa más humilde y doméstica".
Uruguay: la tierra de Onetti, de donde era Idea Vilariño, donde vive mi amigo Daniel Charlone, uno de los directores de producción de la película El viaje hacia el mar, la misma película que un lector amable me hizo llegar días atrás, sospechando que podía gustarme. Acertó un pleno. A ese lector, donde quiera que se encuentre, mi gratitud. A Edite y Yuri, que duermen y despiertan en Paine; a Izaskun, que tal vez un día tiene una hija a la que llamará Julia; a Esmeralda Carrera, que habita Lima y está a un pisco sour de distancia; a Sebastián Toro y su familia; a mi pequeña Clarice Lispector que vive y sueña en Villa Alemana; a la complicidad de Paula Alvarado; a Kikan Bartlau, que quizás viaja en este momento arriba de un bus cerca de lo que fue el Muro de Berlín; a Alfredo Cáceres, que devuelve el abrazo; a ellos, mi gratitud. Por quedarse conmigo, por acompañar estas palabras. A la profesora de matemáticas que quiere bautizar el colegio que sueña con el nombre de Pierre Jacomet. A mis hijos, que nunca pierdan el entusiasmo por las fuentes de soda con sillas plásticas. A la Solcita, que ayer me regaló unos versos privados casi tan buenos como estos de Idea Vilariño con que cierro esta crónica de acción de gracias, como dicen a veces en las iglesias, y como sucede cuando nos da por estirar los brazos y sentir, del otro lado, una cosa intangible y agradable que algunos llaman cariño, otros amor, o sintonía, o correspondencia, y que yo también llamo ahora sentido, sentido antes de que el silencio un día se tome la palabra, el sentido necesario para leer con los ojos bien abiertos este autorretrato de Vilariño hecho de pura poesía: "Como un jazmín liviano/ que cae sosteniéndose en el aire/ que cae cae cae/ cae./ Y qué va a hacer".

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