Thursday, November 29, 2007




Francisco Bilbao (1823 - 1865)
Francisco Bilbao, escritor y político chileno, nació el 9 de enero de 1823 en Santiago. Hijo de la argentina Mercedes Barquín y de Rafael Bilbao, tempranamente debió partir a Lima, Perú, por el destierro de su padre quien era opositor a Diego Portales.

Con la autorización para la entrada de su familia a Chile, en 1839, Bilbao comenzó sus estudios en el Instituto Nacional. A la edad de 20 años, se acercó a los textos de filósofos ilustrados como Rousseu, Voltaire y Lamennais, lecturas que influyeron decisivamente en su personalidad y actuación política.

Comenzó su actividad pública en 1844, fecha en la que publicó su polémica obra Sociabilidad Chilena, en la que hizo una fuerte crítica a la Iglesia Católica, denunció las desigualdades existentes en Chile y reivindicó las inexistentes libertades ciudadanas. Este texto tuvo una fuerte respuesta en la prensa de parte de la elite política y religiosa de la época, siendo acusado de blasfemia, sedición e inmoralidad. Luego de un polémico juicio, que se basó en una ley que censuraba este tipo de publicaciones, Bilbao fue multado y luego expulsado del Instituto Nacional, razón por la que no pudo terminar sus estudios.

Ese mismo año se trasladó a Valparaíso, donde ejerció durante algunos meses el cargo de redactor de La Gaceta del Comercio. En 1845 se radicó en París, ciudad en la cual tuvo como maestros a Edgard Quinet y Jules Michelet, en el College de France. Su estadía en Europa le permitió conocer los movimientos políticos que se estaban gestando en el Viejo Continente y que desembocaron en las revoluciones de 1848.

Al poco tiempo de su regreso a Chile, en 1850 trabajó en la Oficina de Estadísticas y ejerció como Oficial de la Guardia Nacional. Ése mismo año, junto a Santiago Arcos, José Zapiola y Eusebio Lillo, entre otros, organizó la Sociedad de la Igualdad., espacio que agrupó a intelectuales radicales y artesanos. Esta organización se planteó democratizar la sociedad chilena y cumplió un importante rol de oposición al gobierno de Manuel Montt. Con el fin de extender el pensamiento liberal, Bilbao fundó el periódico “El Amigo del Pueblo”, el cual se convirtió en un medio contrario al clero y al gobierno de Montt.

El gobierno de Montt, persiguió, detuvo y desterró muchos partidarios de la Sociedad de la Igualdad. De esta manera, en 1850 el gobierno decretó el fin de la organización. Ése mismo año, la Iglesia Católica excomulgó a Bilbao por sus textos que criticaban y relativizaban los principales dogmas religiosos.

Bilbao participó en la fracasada revolución de 1851, en contra del Presidente Manuel Montt. Luego de esta situación, Bilbao se mantuvo durante tres meses escondido en la ciudad de Valparaíso y se fue al exilio en Lima. Publicó un texto que tituló “La revolución en Chile y los mensajes del Conscripto”, donde reflexionó sobre los acontecimientos de 1851. En su estadía en Perú, en 1854, participó en la insurrección de los liberales encabezada por el general Ramón Castilla. A pesar del triunfo del alzamiento de Castilla, Bilbao mostró su desacuerdo con las nuevas autoridades peruanas mediante la publicación de “El Gobierno de la Libertad”, razón por la que fue expulsado del país en 1855 embarcándose a Europa.

En su estadía en Europa, Bilbao se radicó en Francia y Bélgica. En esta época se dedicó a realizar textos que tuvieron como tema central la unidad política latinoamericana frente a la amenaza imperialista de los países europeos y Estados Unidos.

En abril de 1857 volvió a Sudamérica y se radicó en Buenos Aires, ciudad en la que se encontraban sus padres. En Argentina, identificado con los intereses de las provincias que promovían un sistema federal, continuó con su labor política elaborando diversos textos que aparecieron en los periódicos liberales del país.

Luego del triunfo de la confederación argentina en 1859, que encabezó Justo José Urquiza, Bilbao observó cómo los ideales federales por los que había luchado, fueron dejados de lado por el gobierno argentino. A comienzos de la década de de 1860, se dedicó a denunciar el despotismo de los países europeos y sus ánimos de expansión en el libro La América en Peligro (1862).

Francisco Bilbao falleció en Buenos Aires, el 19 de febrero de 1865, luego de lanzarse al Río de La Plata salvándole la vida a una mujer que se estaba ahogando. Este hecho le agravó la tuberculosis que tenía diagnosticada desde 1858, causándole la muerte.

Wednesday, November 28, 2007

Fuguet y Ford
Richard Ford revisitado

Richard Ford en sus dominios

reflexiones y nostalgias a partir del articulo de portada de la última revista de libros de EL M. Primero,
un agrado ver a Richard Ford ahi, en la tapa. Dos, culpa por no haber leido todos los cuentos de A multitude of sins. El otro,
conversando con amigos cinéfilos, me preguntaron si Hollywood llamara a tu puerta, y yo tuviera la mala idea de aceptar la tentación del demonio, qué libro adaptaría: creo que adaptaría o juntaría un par de cuentos de Rock Springs de Richard Ford. También me encantaría hacer Incendios de Ford. Y, aunque no tiene nada q ver con Ford, creo que podría sacarle partido a The Tennis Partner de Abraham Verghese. Pero eso es otro tema.

Cito parte de la buena entrevista que Paula Varsavsky le hizo a Ford. Reconozco que no tengo idea si Varsavsky es chilena o no. No estoy tan al dia, deduzco, del mundo periodisitico-literario local. En todo caso, es un golpe agarrar a Ford en sus dominios.

A pesar de sentirme bastante al día, la nota de la Revista del Dgo me "golpeó" porque no sabía que venia una nueva novela de Ford y menos que se trataría de la tercera parte de la saga de Bascombe: "El periodista deportivo" (1986) y "El Día de la Independencia" (1995). La novela se llamará "The Lay of the Land" que saldrá en octubre de este año.

momentos de la entrevista:

Consultado acerca de la fuente de inspiración para componer la relación con los hijos, dado que Ford no es padre, afirma: "Como dijo Graham Greene, el trabajo de un escritor es entrar en la piel de alguien que no es. A pesar de que no tengo hijos, compuse el personaje de Frank Bascombe que los tiene. Fui hijo y la mayoría de mis amigos son padres. En cierta manera, es lo que hace un actor. No es tan difícil. No estoy creando un ser humano real, ni un padre verdadero. Se trata de palabras en una página que representan algo. Diría que esa información y esa sensibilidad nos pertenecen a todos. Quizá, para ser escritor uno tenga que estar más disponible para recibirla. Por mi parte, soy básicamente intuitivo".

Ford se ha mudado con frecuencia. Pasó un tiempo en México y residió varios años en París. Le interesan las casas, como a su personaje Frank Bascombe. "Me agradan las casas por varias razones; por un lado, soy una persona que no tiene un Dios. Creo que, aparte de la muerte, los problemas que tenemos son los que nos suceden en la Tierra. Me interesa la forma en que la gente encuentra refugios, en que se acomoda durante el pasaje por la vida. Disfruto del aspecto de las casas, la estética. Mi padre, cuando era chico, se crió en Arkansas. Compró una casa hacia fines de la década del cuarenta, donde vivimos hasta mediados de los cincuenta. Siempre quería una mejor. Los domingos a la tarde recorríamos barrios buscando casas. Asocio eso con algo bueno. De todas formas, tampoco tengo tanto sentido de permanencia, ni siquiera en un lugar como éste, del cual estoy bastante orgulloso. El hecho de ser propietario no me interesa demasiado".

"Me satisface la lectura de mis contemporáneos y que esos libros me lleguen. Algunos de mis favoritos son William Trevor, Philip Roth, el Saul Bellow de los años sesenta, Anne Beattie, Robert Stone, Jonathan Franzen y los cuentos de E. Annie Proulx. Mi interés como escritor, además de mi producción, es ayudar a generar más lectores. Los estamos perdiendo por la televisión, internet o la realidad financiera de las editoriales. Más allá de intentar escribir, mi interés en el campo de la literatura es lograr que exista y que sea valiosa para la gente".

Además de retratar la clase media, cierta clase de personajes fuera de la ley habitan sus relatos. "A mediados de los setenta recibí una beca para la creación literaria que también me permitía estudiar. Fui a Oaxaca a aprender español. En aquella época era muy peligroso vivir ahí. Era un lugar pobre, donde se hacía tráfico de drogas. Entonces tuve la idea para mi novela La última oportunidad". Luego agrega: "No explico mi trabajo en términos autobiográficos. Me parece que la literatura no se trata de eso. Escribo acerca de personajes marginales, por llamarlos así. En realidad, creo que somos todos iguales. Es una forma de rendirles tributo. Aprecio la manera en que articulan la vida, su forma de sentir y de pensar. En cuanto a los personajes de clase media, es probable que tenga una mayor afinidad con ellos. Soy una persona de clase media, siempre lo he sido. También he tenido cierta experiencia en el campo, digamos, marginal".

"Para mí la literatura - no importa si es comedia, tragedia, amarga o alegre- trata de ennoblecer nuestro sentido de la vida. A pesar de que muchas veces lo haga de manera curiosa. Que alguien lea un libro acerca de la vida, y es de lo que se habla en cualquier ficción, quiere decir que, al menos, está lo suficientemente interesado en la vida como para leer acerca de eso. Este hecho es alentador. Por ejemplo Celine, u otros autores que escriben acerca de temas terribles de la vida, no contradicen la hipótesis. Apartar a alguien del quehacer cotidiano, por el tiempo que lleva leer un libro, y que luego vuelva a la vida con algo que antes no tenía es positivo".




Yo, años atrás, con ocasión de la salida de Mala onda en inglés, me tocó ser invitado a Toronto, a un festival literario. Y me tocó estar con Ford y le pedí entrevistarlo. Creo que esto fue el año 1997. Joder, cómo pasa el tiempo. Escribí este artículo para Capital

Richard Ford, escritor norteamericano:
El optimista

por Alberto Fuguet

Dicen que no es bueno conocer a una persona que uno admira desde lejos. En especial alguien que uno ha leído. Pero, a estas alturas, en que, por casualidad o mérito, he podido estar cara a cara no sólo con gente que admiro o respeto, me ido dando cuenta que los autores son en extremo parecido a sus libros.
Richard Ford, en ese sentido, es tal cual: sensible, pausado, generoso, lleno de revelaciones que parecen surgir de cualquier parte. Ford, como su nombre lo indica, es en extremo americano, aunque su acento, y sus maneras, son más cercanas a la de un caballero sureño (que es lo que, en rigor, es) que a la de un vaquero white-trash de Montana, uno de sus territorios tanto literarios como geográficos.
Ganador tanto del Premio Pulitzer como del (quizás más ) prestigioso PEN/Faulkner Award por su novela El día de la independencia, suerte de segunda parte de El periodista deportivo, quizás su novela más célebre, Ford está en su mejor momento. Su obra ha sido totalmente traducida al español (Women with Men, su más reciente libro, consiste en tres nouvelles sobre las relaciones interpersonales entre hombres y mujeres, saldrá en España durante el presente año).
La obra de Ford es itinerante como su autor. Luego de debutar con una novela sureña y gótica como su estado natal de Mississippi, el autor viajó a Oaxaca, Mexico, donde completó su segunda novela. Pero la voz, el imaginario y el depurado estilo de Richard Ford (piensen en un Carver feliz, imagínense un mimalismo-máximo con novelas que alcanzan hasta las 700 páginas en el caso de El día de la independencia) recién se armó con la notable El periodista deportivo, la primera aparición de Frank Bascombe, un americano de clase-media, con muy poco de artista y mucho de autista (que no es lo mismo). Bascombe se ha vuelto algo así como un personaje/símbolo del zeitgeist moral del tipo medio. Mientras la mayor parte de los escritores contemporáneos se la juegan por lo marginal y bizarrro o, sencillamente, optan por hablarle al ghetto del que se sienten parte, Ford se la juega por la masa media que, curiosamente, no lee pero vive a un cierto ritmo, y tiene ciertas taras, que despiertan en Ford algo que se parece a la piedad y que está cerca de la comprensión.
Si las dos novelas de Bascombe pusieron a la intercambiable Nueva Jersey y sus rutas interestatales en el mapa literario, tanto Rock Springs, una imprescindible y seriamente perturbadora colección de cuentos, como la salvaje y contenida Incendios, hizo de Montana, donde Ford posee una cabaña, uno de esos sitios literarios que se te graban en el inconsciente y, no importa cuantas veces vuelvas a leerlo, sabes que, a la larga, tendrás que peregrinar a la tierra de Ford en una suerte de manda y quizás ahí dar las gracias o algo así. No estoy exagerando. O quizás sí. Sucede que cuando uno termina de leer a Ford eso es lo que uno siente: agradecimiento. Antes veía las cosas de un modo, ahora de otro. Antes estaba ciego, sin embargo ahora veo. Y entiendo.
Ford es tremendamente parecido a Clint Eastwood, ser con que, aunque el autor no es consciente de ello, un visión de mundo, además de estilo donde no hay lugar para la pretensión ni los excesos. Richard Ford, como Eastwood, es muy alto, canoso y sus ojos azules parecen más en carácter con una estrella de cine. No habla demasiado, usa botas y lleva sus 54 años con una elegancia que no es juvenil sino más bien de alguien que ha encontrado lo que tiene que hacer y, para más remate, lo hace bien. Ford es, antes que todo, un tipo en paz. Eso se nota y se agradece.
Y qué gran escritor es. Basta mirar con qué calma toma su taza de té o cómo camina por un lobby atestado de miles de vendedores de colchones vibrantes con sus respectivos name-tags en sus pechos para que todos sepan quiénes son. Ford, en cambio, no posee esa ansiedad tan notoria en tantos artistas para que todos sepan quién es. Nadie en el lobby, ni en la convención anual de vendedores de colchones vibrantes, sabe quién es Ford. Nadie, desde luego, lo reconoce. Lo suyo no es el reconcimiento, es la comunión.



Esta conversación se llevó a cabo en el último piso del hotel Westin Castle, de Toronto, Canadá. La habitación era con vista al interminable lago Ontario. Ford, junto a una cincuentena de escritores más de todo el planeta, se encontraba ahí para el HarbourFront Reading Series, otro tipo de congreso que el de los vendedores de colchones vibrantes.
En el ascensor, una señora con pelo azul nos preguntó a varios escritores si éramos parte del congreso. Uno le dijo que no pero qué formábamos parte de otro. “Ah, ¿y qué venden?” El autor le dijo historias. La señora lo miró y le djio: “entonces estamo en el mismo negocio, querido”. Después le pasó su tarjeta de negocio.
Le cuento esta anécdota fordiana a Ford. El se ríe. “Así es, así no más es”. me dice.

¿Crees que estos vendedores de colchones que vibran podrían interesarse en algun libro tuyo? Mal que mal, un vendedor de colchón perfectamente podría ser un personaje tuyo.
Leer por placer se ha vuelto algo muy escaso acá en Norteamérica. La gente puede leer un diario, una revista, algo que les entregue informción. Pero sentarse a leer un libro de cuentos, lo dudo. Sin duda creo que si alguien es capaz de detenerse, bajar las revoluciones, y disminuir a la velocidad pausada que se requiere para entregarse de lleno a un libro de cuentos, esa persona lo pasa mejor en la vida. Además, hay algo de nobleza en ser capaz de sincronizar con la velocidad del autor. Hay una suerte de comunión que tiene mucho de generosidad. Uno deja de preocuparse de uno y se entrega al otro.
-Digamos que te piden que bajes a la sala de convenciones. Se enteran que tú también estás en el hotel y consideran que sería bueno que le hablaras a todos los vendedores. ¿Qué les dirías? ¿Por qué, más allá de las razones estéticas y emocionales, le conviene a un vendedor de colchones de leer? ¿Saca alguna ganancia concreta?
No les hablaría, les leería. Probablemente elegiría un pasaje que yo estimase cargado con emociones o temas que les podría interesar. Algo con que ellos pudieran identificarse. Les leería unos diez minutos. Una suerte de recreo de sus otras preocupaciones. Después, elegiría pasajes y podríamos comentarlos. Les explicaría que una de las funciones de la literatura es renovar nuestra vidas emocionales y sensuales. Entonces releería el pasaje y vería si, de verdad, renueva algo. O si nos permite ver algo de otro modo. Les explicaría que leer nos ayuda a controlar, y dominar, nuestras vidas. Y eso, supongo, es una tema que, sin duda, les interesa.
-Yo esperaría que sí. De alguna manera, tus personajes son gente que no lee.
De alguna manera, sí.
-Son como la gente real. No son intelectuales, desde luego.
Yo tampoco lo soy. Intelectual, digo. Me siento cerca de mis personajes. Les tengo cariño. Y piedad. Estoy de parte de ellos. Tengo una gran empatía con mis personajes, con sus vidas. Incluso con los personajes de “Women with Men”, que no son del todo respetables. Están lleno de fallas y trancas. No son, en ese sentido, atractivos.
-A mí me parecen extremadamente atractivos.
Sí, claro. Lo son. Es gente compleja. Uno se acerca a ellos como lector y, claro, son atractivos, en el sentido que atraen. Uno está obligado a vivir sus vidas. Uno las observa, como lector. Esa distancia te otorga un cierto placer estético que te permite, más allá de sus fallas, acercarse a ellos.
-Volvamos a los intelectuales. ¿No son complejos ni atractivos?
Yo probablemente escribiría sobre ellos si fuera un intelectual, pero no lo soy. Al menos no me siento cómodo asumiéndome como uno. Hay una gran frase de mi amigo Bob Hughes, que es un crítico de arte, sobre Cézanne. Y no es que intente compararme con Cézanne. “No tenía un concepto; tenía una sensación”. Cézanne pintaba a través de las sensaciones. Yo soy ese tipo de escritor. Yo observo, siento. Eso no significa que mis libros no tengan alguna cuota intelectual. Estoy más cerca de Cézanne que de un filósofo.
-La mayoría de tus personajes no son ni filósofos ni intelectuales. Son hombres comunes y corrientes. Y son hombres. “Women with Men” es un suerte de juego. Son “Men without Women”, casi. Como el libro de Hemingway. Hablemos de qué significa ser hombre. En tu charla ayer hablaste del “silencio masculino” que es, a todo esto, un bello concepto.
Todos tienen un silencio y cada vez hay más silencio. Hay, por cierto, un silencio femenino, que es uno que calla porque desea ocultar. El silencio masculino es el del que desea hablar pero no puede.
-Exacto. Al parecer a los hombres les cuesta más expresarse.
No lo sé.
-¿No lo sabes? ¿No crees que sea así? Tus libros están plagados de situaciones como esas.
Yo no tengo problema para expresarme y soy hombre.
-Pero eres escritor. No vale. Y así y todo...
A lo mejor, quizás. Sé a lo que te refieres pero, como escritor, no puedo hacerme cargo de ese prejuicio. Todos entran o caen en los silencios. Mi esposa, desde luego.
-A ver, de acuerdo. Pero buena parte de sus personajes masculinos derrochan afecto que no pueden expresar. Es algo conmovedor. Y terrible. La epifanía se desprende cuando lo intentan, cuando logran quebrar esas barreras.
Sí, sí. Te entiendo. Es cuando logran responder, conectarse. Es el momento en que responden a sus afectos. Es ir más allá del impase. Para mí, todo se reduce al lenguaje y estos hombres no sólo les cuesta expresarse sino encontrar las palabras adecuadas. No tienen costumbre de articular sus afectos. Hay que saber decir lo que uno desea decir. El sentido depende de cómo uno lo dice. Pero uno tiene que decirlo. El lenguaje es salvador. Es capaz de salvar. Es un acto de generosidad poder decir las cosas que uno siente.
-Tus personajes intentan salvarse y salvar a otros. Pienso en los cuentos de Rock Springs, por ejemplo.
Y quieren mejorarse.
-Pero no en el sentido egoísta o bobo de los manuales de auto-ayuda.
Tiene que ver con otros. Es intentar mejorar tus relaciones. Sólo así uno puede mejorarse en forma personal. Como un no-cristiano, creo que todo al final se reduce a nuestras relaciones inter-personales. Para mí, alcanzar la independencia no implica aislarse.
-A ver, sigamos con eso. El profesor Andrew Delbanco, de Columbia, sostiene que todas las grandes novelas norteamericanas son, al final, sobre la independencia. Y tú tienes una que, no casualmente, se llama El día de la independencia. ¿Qué es la famosa independencia? ¿En qué consiste?
Es lograr la suficiente confianza en uno mismo para intentar acercarse a otro. Es acumular la necesaria valentía y esperanza para arriesgarse a quebrar esa capa de aislante que nos rodea. Es lo que ocurre al final de “El día de la independencia”. Frank se atreve a acercarse al grupo. Se pierde en la muchedumbre. Es el fin del período que yo llamo “de la existencia”. Se deja de existir para comenzar a vivir.
-Da la impresión que para llegar a esa independencia, hay que pasar primero por un período de soledad, algo no ajeno para tus personajes.
Es una suerte de cruz que hay que cargar. No sé si a todos les toca ese camino. Este personaje, Frank Bascombe, desde luego. Hay gente que parte rodeada de gente y termina totalmente aislada, incapaz de alcanzar esa unidad con otro u otros. Frank lo alcanza. No todos buscan esa unidad. Muchos sólo desean tener alguien cerca y eso es otro cuento.
-Frank Bascombe pasa por varios infiernos, todos tremendamente contemporáneos y, a la vez, de toda la vida.
Frank intenta recuperarse de la tragedia de la muerte de su hijo intentando poner algún tipo de distancia -de aislación– con ese evento tan terrible. Para él, aislarse fue necesario. Se alejó de los riesgos, de todo aquello que podría dañarlo de algún modo.
-Tus personajes, Frank Bascombe, desde luego, no son el típico macho latinoamericano ni, por cercano que estén a los vaqueros de las praderas, tampoco uno los podría calificar del “all-american stud”.
No buscan peleas en los bares. No andan a la conquista de las rubias. Sí, claro, no están en esa opción. No son tan básicos. Han superado la persecución ansiosa del sexo.
-A ver. Explícate.
Mucho de mis personajes son prácticamente castos. O están muy lejos de ser prisioneros de su ansiedad.
-No son adolescentes escalvos de sus hormonas.
Exactamente. Son capaces de estar solos. Llegan al fin del sexo. No el fin absoluto, pero como manifestación de su ansiedad. Se produce una tremenda insatisfacción. Lo que partió como una manera de aplacar esa ansiedad termina aumentándola. Claro que para darse cuenta de eso hay que tener conciencia. Y eso lo que la ficción nos pide que hagamos: que nos fijemos en nosotros mismos, que nos demos cuenta.
-Y cuando nos damos cuenta, ¿qué?
Nos cambia la percepción. Dejamos de actuar como mujeriegos. Esa ansiedad desaparece y podemos, por fin, vernos. Sólo si podemos vernos a nosotros, podemos ver a los demás. Si te vas a ofrecer a alguien, es bueno saber lo que estás ofreciendo. Si le dices a una mujer: “quiéreme”, tienes que tener claro qué hay dentro de tí que es digno de ser querido. Algo parecido ocurre con el escritor. Tienes que ofrecer lo mejor de tí para que exista la posibilidad que puedas conectar con lo mejor del otro: es decir, el lector.
-Con todos estos antecendentes, entonces, ser hombre sería...
Parecerse bastante a una mujer. Es atreverse a cansarse, a tener miedo. Es aislarse y entender que uno no puede quedarse en ese estado. Es salir adelante, más allá de los inconvenienes. Las mujeres tienen esa capacidad masculina, por así decirlo, de empujar hacia adelante que pocos hombres poseen. Los hombres tienden a caer como troncos, tanto que luego son incapaces de levantarse. En todo caso, lo importante al escribir es fijarse en los detalles, no en las generalidades. Y, al final, son los detalles los que determinan cómo uno es. Sea hombre o mujer. No me interesa demasiado, por eso mismo, la literatura de mujeres. Y no creo que yo haga una literatura masculina. Sí intento escribir sobre las relaciones que se articulan entre los dos.
-O que no se articulan.
Exacto. Más bien eso. Aunque, algunas veces, sí lo logran. No soy tan pesismista. Para nada. Creo que soy un optimista.
-Yo también. Como el título de tu cuento. Un cuento increíble, por lo demás, que explora, como muchas de tus obras, la relación padre-hijo. Donde el padre, por lo general, no está o pareciera que no estuviera.
Siempre estoy en busca del drama. Las relaciones que se establecen entre los padres y sus hijos están lleno de drama potencial.
-Tus padres tienden a ser más infantiles que sus hijos.
Eso tiene que ver con lo convencionalmente se entiende por padre. El rol del padre para un tipo de 35 es un rol bastante duro ya que no le permite ser infantil o inmaduro cuando lo más probable es que sí lo sea. Que se parezca a su hijo de diecisiete. Es más que probable que no sepa tanto como debería. Es más: ¿cómo puede saber lo que hay que saber? Sólo puedo sentir piedad por un tipo así.
-Y ese es el problema de leerte. Uno no sabe como reaccionar. Es imposible juzgar o reaccionar negativamente con alguno de tus personajes. En ese sentido, tu piedad me parece del todo peligrosa.
Al final, creo, todos mis personajes intentan hacer lo mejor que pueden. Como en “Rock Springs”. Intentan comunicarse pero no saben cómo. La meta de ellos es poder hablar.
-¿Hablar?
Sin lenguaje, no hay comunicación. En el cuento “Celoso” (de “Women with Men”) hay un momento de concesión en la que le padre simplemente le dice: “supongo que no hay mucho que pueda enseñarte”. Esa, creo, es una gran enseñanza.
-En “El día de la independencia” el chico es mucho más cruel y manipulativo. Casi como si fuera un adulto.
Claro, y Frank intenta complacerlo, pero no sabe cómo. Y sufre como bestia en el proceso. Yo algo sé del tema, supongo, por eso estos temas me intrigan.
-A ver...
Bueno, como niño, tuve las dos experiencas. Un padre ausente y uno que fue maravilloso. El mismo hombre, pero en períodos distintos. Por su trabajo, al principio, no estuvo cerca. Pero después, por un momento breve, fue un padre notable. Lástima que duró poco pues se murió. Llegó tan rápido como se fue. Yo no conocía al hombre y tuve problemas con la justicia. Y de pronto aparece este ser que me entiende, que desea saber de mí y entender quién soy. Le caía bien, me quería, me hablaba en forma directa. Alcanzamos este marvilloso plateau de afecto, consuelo y empatía. Y se murió. Supongo que por eso escribo sobre ese tema.
-¿Y qué te da tener eso? Es como una suerte de vacuna, ¿no?
Mira, el haber contado con el afecto de tus padres sólo te ayuda a entregar afecto a los demás. Lo hace más fácil. Sin duda. Es curioso como los padres tienen la opción de ser monstruos o grandes personas. Te pueden estimular o opacar o ignorar. Mi padre fue ambas cosas. Fue distante, displicente, físicamente frío. Pero, al final, cambió. Y fue un aliado, un cómplice. Quizás de ahí salen mis finales. De un deseo interno a que los cosas se den vueltas, que haya una salida.
–Son finales optimistas.
Sin duda. Optimistas. Sé que a alguna gente le parecen un tanto simples. Poco creíbles. Pero yo miro mi propia vida y veo como mi padre, este ser hosco y denso, fue capaz de hacer un giro y transformarse en mi amigo. La gente siempre es capaz de sorprender a otro. Uno nunca puede saber qué puede suceder si hay gente de por medio. Eso es lo que me hace escribir: el ser fundamentalmente un optimista. El creer que, al final, hay una salida.
George Bernard Shaw
1856-1950. Escritor irlandés.

Si has construido un castillo en el aire, no has perdido el tiempo, es allí donde debería estar. Ahora debes construir los cimientos debajo de él.

El primer amor es una pequeña locura y una gran curiosidad.

Ves cosas y dices,"¿Por qué?" Pero yo sueño cosas que nunca fueron y digo, "¿Por qué no?".

La humanidad se cansa pronto de todo, sobre todo de lo que más disfruta.

No hay amor más sincero que el amor a la comida.

Siempre hay alguien que besa y otro que se limita a permitir el beso.

El odio es la venganza de un cobarde intimidado.

Sólo triunfa en el mundo quien se levanta y busca a las circunstancias y las crea si no las encuentra.

No hay beso que no sea principio de despedida; incluso el de llegada.

Los espejos se emplean para verse la cara; el arte para verse el alma.

Cuando un hombre quiere matar a un tigre, lo llama deporte; cuando es el tigre quien quiere matarle a él, lo llama ferocidad.

La democracia es el proceso que garantiza que no seamos gobernados mejor de lo que nos merecemos.

La estadística es una ciencia que demuestra que si mi vecino tiene dos coches y yo ninguno, los dos tenemos uno.

Dad al hombre salud y metas a alcanzar y no se detendrá a pensar sobre si es o no feliz.

Un chisme es como una avispa; si no puedes matarla al primer golpe, mejor no te metas con ella.

Cuando Dios creó el Mundo vio que era bueno. ¿Qué dirá ahora?

Cuando un hombre estúpido hace algo que le avergüenza, siempre dice que cumple con su deber.

El hombre que escucha la razón está perdido. La razón esclaviza a todos los que no son bastante fuertes para dominarla.

El hogar es la prisión de la soltera y el hospicio de la casada.

El Cristianismo podría ser bueno, si alguien intentara practicarlo.


La libertad supone responsabilidad. Por eso la mayor parte de los hombres la temen tanto.

No tenemos más derecho a consumir felicidad sin producirla, que a consumir riqueza sin producirla.

El dinero no es nada, pero mucho dinero, eso ya es otra cosa.

Las ideas son como las pulgas, saltan de unos a otros pero no pican a todos.

El hombre razonable se adapta al mundo; el irrazonable intenta adaptar el mundo a sí mismo. Así pues, el progreso depende del hombre irrazonable.

En este mundo, cuando alguien tiene algo que decir, la dificultad no está en conseguir que lo diga, sino que lo repita a menudo.

No hay ninguna satisfación en ahorcar a un hombre que no se oponga a ello.

¿Qué hombre inteligente si le dieran a elegir escoger entre vivir sin rosas o vivir sin berzas no correría a asegurar las berzas?

Los hombres se equivocan con más frecuencia por demasiado listos que por demasiado buenos.

Nunca se tendrá un mundo tranquilo hasta que se extirpe el patriotismo en la raza humana.

La democracia sustituye el nombramiento hecho por una minoría corrompida, por la elección hecha merced a una mayoría incompetente.

El infierno está lleno de músicos aficionados.

La volubilidad de la mujer a quien amo es sólo comparable a la infernal constancia de las mujeres que me aman.

La juventud es una enfermedad que se cura con los años.

Ella había perdido el arte de la conversación, pero no la capacidad de hablar.

El sufrimiento más intolerable es el que produce la prolongación del placer más intenso.

El hombre puede trepar hasta las cumbres más altas, pero no puede vivir allí mucho tiempo.

No busquemos solemnes definiciones de la libertad. Ella es sólo esto: Responsabilidad.

Los padres deberían darse cuenta de cuanto aburren a sus hijos.

Leyendo una biografía, recordad que la verdad no se presta nunca a una publicación.

Soy tan partidario de la disciplina del silencio que podría hablar horas enteras sobre ella.

La literatura es una extraña máquina que traga, que absorbe todos los placeres, todos los acontecimientos de la vida. Los escritores son vampiros.

Suspendí mi educación cuando tuve que ir al colegio.

Sólo los tontos han creado progresos en el mundo, porque los listos se han adaptado a lo que había sin necesidad de inventar.

Patriotismo es tu convencimiento de que este país es superior a todos los demás porque tú naciste en él.

El norteamericano blanco relega al negro a la condición de limpiabotas y deduce de ello que sólo sirve para limpiar botas.

Cuando dos personas están bajo la influencia de la más violenta, la más insana, la más ilusoria y la más fugaz de las pasiones, se les pide que juren que seguirán continuamente en esa condición excitada, anormal y agotadora hasta que la muerte los separe.

Aprendemos de la experiencia que los hombres nunca aprenden nada de la experiencia.

La virtud no consiste en abstenerse del vicio, sino en no desearlo.

La satisfacción es la muerte.

La moda es una forma de fealdad tan intolerable que tiene que ser cambiada cada seis meses.

Dichoso es aquel que mantiene una profesión que coincide con su afición.

El miedo puede llevar a los hombres a cualquier extremo.

A los empresarios les gustan las asambleas porque ellos las inventaron.

La política es el paraíso de los charlatanes.

La peor clase es la que consta de un solo hombre.
Cuando un hombre estúpido hace algo que le avergüenza, siempre dice que cumple con su deber.
George Bernard Shaw

Tuesday, November 27, 2007




NASA divulga nuevo mapa de la Antártica basado en imágenes satelitales

Martes 27 de Noviembre de 2007
15:03
EFE

WASHINGTON.- La Agencia Espacial Estadounidense (NASA) divulgó hoy un mapa completamente nuevo de la Antártica, compuesto sobre imágenes tomadas desde satélites y que brinda nuevos instrumentos para la investigación del continente helado.

La llamada "Imagen de la Antártica por Mosaicos de Landsat" es resultado de una cooperación de la NASA con el Servicio Geológico y la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos, así como el Servicio Antártico del Reino Unido.

El mapa ofrece una visión realista, casi sin nubes, del continente, con una resolución diez veces mayor que la lograda hasta ahora, en imágenes capturadas por el satélite Landsat 7 de la NASA.

La tecnología ha permitido que se vean formaciones del tamaño de media cancha de baloncesto y por eso el mosaico ofrece las vistas de más alta resolución de la orografía antártica.

"Este mosaico de imágenes abre una ventana sobre la Antártica que antes no teníamos", dijo Robert Bindschadler, científico jefe del Laboratorio de Ciencias de Hidrósfera y Biósfera en el Centro Goddard de Vuelo Espacial en Greenbelt, Maryland.

"Asimismo, abrirá una ventana para la investigación científica y permitirá que el público conozca mucho mejor la Antártica y la forma en que los científicos usan las imágenes para su investigación", apuntó.

"Esta innovación es como si uno mirase las imágenes en color real en una televisión de alta definición, comparado con las imágenes en un viejo televisor en blanco y negro", añadió Bindschadler.

Para la construcción del nuevo mapa antártico, los investigadores combinaron más de mil imágenes tomadas durante tres años en observaciones del satélite Landsat.
Esta que llaman por ahí Fortuna es una mujer borracha y antojadiza, y sobre todo, ciega, y así no ve lo que hace, ni sabe a quien derriba.
Miguel de Cervantes Saavedra
Allí donde nos encontramos

El Sábado, 6 de agosto 2005.

Patricia May


Hay un espacio en nuestro interior donde podemos mirar con tranquilidad a la vida y a los otros, donde nos sentimos conectados con todo y todos, donde vemos la belleza que hay en cada ser existente.

Se trata de un estado que quizás hayamos experimentado en momentos únicos que constituyen las perlas radiantes de nuestra existencia, momentos en que nos liberamos de la carga de prejuicios y limitaciones mentales, en que nos vivimos como seres integrales, sin edad, sin tiempo, libres, radiantes y sabios.

Son experiencias que quizás rozamos una sola vez en la vida, pero que constituyen algo fundamental, puesto que en esos breves instantes pudimos ver desde la potencia total y libre de lo que somos, como si hubiéramos despertado de un sueño, como si después de toda una vida de días grises asomáramos la cabeza sobre las nubes y viéramos la luz, como si hubiéramos sido ciegos y despertáramos a los colores o sordos y pudiéramos oír.

En la naturaleza, en contacto con la música, en la meditación o contemplación en la fraternidad y el encuentro amoroso suelen abrirse las ventanas de la limitación de nuestra conciencia y nos damos cuenta de que la vida es más viva, conectada, vibrante, y que el amor enlaza a toda existencia con las otras. En esos breves instantes accedemos a una comprensión que habitualmente no tenemos y la realidad se nos transforma y aun cuando retornemos a la conciencia limitada, fraccionada, miedosa o soberbia, sabemos que eso es sólo una ilusión, que somos más que ese pequeño "yo", que tras el velo todo es luminoso y real.

En este estado podemos comprender y comprendernos, entender nuestras torpezas y las de los otros. Podemos perdonar pues nos damos cuenta de que toda ofensa está hecha desde la estrechez de mente, desde la frustración, desde los sentimientos heridos, desde la limitación del ego, y que más allá de éste hay un ámbito donde desaparece todo aquello que nos separa, donde me veo a mí y al otro en su pureza y su cualidad esencial, donde no hay corazas ni púas, donde somos en la confianza y el amor y no en la defensa, el miedo y la competencia por ganar, donde nuestros dones vibran en una entrega y colaboración a un todo mayor que nos trasciende.

Es un ámbito donde lo que me une es más real y fuerte que lo que me separa, donde no hay rencor, simplemente porque aquello que nos hace ser oponentes desaparece y nos entendemos en nuestras etapas y mutuas limitaciones, aceptando el proceso de nosotros y los demás como etapas en el camino hacia una revelación de lo que somos, más allá del espacio y el tiempo, colaboradores en una misma causa, jugando quizás roles opuestos, pero inevitablemente complementarios. Desde allí es posible amar a nuestros enemigos, simplemente porque lo que lo hacía mi enemigo desaparece, porque he logrado ver las cosas desde una óptica más amplia y comprender.

El Amor con mayúscula, del que hablan los guías espirituales de la humanidad, requiere de nosotros este tipo de transformación. Es más que buena voluntad, más que gestos amables. Es acceder a ese reino donde estamos conectados en pureza y verdad y en donde puedo sabiamente comprender las contradicciones, egoísmos, heridas del pequeño yo, sabiendo que en el centro de todo Ser, la claridad permanece intacta.

Monday, November 26, 2007

Tu planeta regente es Júpiter, el planeta de la expansión, la alegría y la suerte, el cual te llenará de gran optimismo, buen humor y entusiasmo. Serás un hombre lleno de alegría y deseos de vivir en grande. Te gustará estar en movimiento y eso te hará participar en actividades deportivas, viajes y mantener una vida social intensa. Amas la libertad y te es difícil llevar una rutina cotidiana. Te atraen las actividades al aire libre, el contacto con la naturaleza y la aventura. Eres inquieto y curioso. No le temes a nada y eso te llevará a vivir situaciones inesperadas y de riesgo, pero gracias a tu optimismo siempre recibes ayuda. Te gusta compartir tus cosas, serás generoso con tus recursos.

Tu mente siempre anhelará más conocimiento, lo que te llevará a estudiar, leer, investigar e intercambiar opiniones y conocimientos con las demás personas. Siempre te atraerán las tierras lejanas, las diferentes culturas por lo que estarás dispuesto a empacar tu maletas y viajar a conocer el mundo. Tendrás mucha facilidad para aprender idiomas y con tu simpatía natural ganarás muchas amistades. Tu actitud siempre será espontánea e infantil siendo a veces demasiado ingenuo.

Para enamorarte necesitarás una mujer dinámica que estimule tu curiosidad y ansias de conocimiento. Que sea alegre y capaz de compartir tus aventuras y diversiones. Te encanta la conquista y la seducción y a lo largo de tu vida vivirás muchos romances. Para que te dure el amor, tu pareja deberá ser fuerte, activa y que siempre te esté estimulando.

Naciste para conquistar nuevos horizontes, descubrir, viajar, conectar y relacionar a personas diferentes. Aprender y enseñar. Tu misión es enseñar a otros a tener una mente positiva, ser optimista, alegre y defender las causas justas imponiendo la justicia. Tu entusiasmo y acción serán contagiosos.

Para evolucionar, tu espíritu necesita aprender a dominar la impaciencia y la ansiedad. Deberás incorporar actitudes más maduras y evitar ser influenciable. Aprender a asumir responsabilidades y cumplir con ellas, no dejando las cosas al azar. Evitar la postergación, ser más realista y no exagerar.
Matrimonio civil

Por Francisco Mouat

El otro día fui a un matrimonio notable, perfecto, inolvidable: se casaban dos buenos amigos, de los mejores que tengo y he tenido. Se casaban por el civil en la misma casa donde viven juntos hace un par de años, un bungalow tranquilo en La Reina en el que un limón robusto y bien cargado corona el patio. Fue ese patio, donde cabe perfectamente una mesa de ping–pong, el sitio en el que nos reunimos al mediodía los cerca de cuarenta invitados para escuchar, antes que nada, el magnífico sermón de la jueza.

Fue un matrimonio sin estridencias. Tal como les gusta a ellos y probablemente a muchos de los que fuimos allí. Sin la cada vez más ridícula exigencia de ir excesivamente producidos, como si se tratara de una fiesta de disfraces. La idea en este caso era que los novios, los verdaderos protagonistas de esta historia, marcaran la nota diferente con la dosis justa de elegancia que supone la ocasión. Él, luciendo una chaqueta sencilla y una corbata alegre; ella, un vestido negro simple, con zapatos de color vivo. Nosotros, los invitados, sus compañeros de ruta, sus amigos, su familia, la gente de carne y hueso con quienes quisieron compartir este momento, no teníamos que llamar la atención de nadie. Simplemente debíamos estar ahí, y ser testigos. Nada de invitar al jefe por obligación y a la tía no sé cuánto por protocolo. ¡Al diablo el protocolo! ¡Qué vals ni ocho cuartos! Los novios, esta vez, bailaron un lento de Elvis Presley que nos encantó escuchar y ver, y que a ellos los entusiasmó más todavía, si casi se desnudaban con la mirada.

Pero antes del baile fue la performance de la jueza. Apenas comenzó a hablar, a las doce y media en punto, y escuchamos lo del contrato solemne y toda la martingala que sigue, lamenté no tener una grabadora que registrara el lenguaje florido y extraordinariamente modulado de la funcionaria. Su nombre debió quedar registrado en la libreta, pero no me animo a llamar a los recién casados, interrumpir sus pocos días de vacaciones, para preguntarles cómo se llama ella. Lo que importa, en verdad, no es eso, sino los énfasis que marcaba con las manos, cómo subía el tono cuando utilizaba el adjetivo preciso. Me quedaron grabados dos de sus versos: el in–con–men–su–ra–ble amooooor, y la ob–via fidelidaaaaad. Conteníamos a medias la risa, y la jueza también se reía, consciente de que es una actriz de primera que se gana con creces su sueldo presidiendo la ceremonia y agregándoles a las frases hechas sus propias pinceladas de romanticismo, como las llama ella misma, con las que se propone asegurar que el matrimonio de los que tiene al frente sea para toda la vida.

Un matrimonio perfecto, dije, bien regado desde el comienzo, con pisco sour, champaña, cerveza helada, vino, ron y un whisky escocés que exhibe la mejor relación precio–calidad del mercado.

En mi caso, estuve hasta las diez de la noche, cuando ya quedábamos pocos combatientes en pie. Supe de otro amigo que permaneció en el campo de batalla hasta la medianoche, completando doce horas ininterrumpidas de celebración. A la hora de la despedida, el novio me acompañó hasta la calle y antes de subirme al radiotaxi nos abrazamos. Un poco tocado por el alcohol quise decirle nuevamente que lo quiero mucho, pero no me salieron las palabras. Lo que sí le dije fue que debí haber previsto lo de la jueza, que tendría que haber grabado la ceremonia para que ellos la conservaran como un recuerdo, y él me contestó una frase que ilumina todavía más nuestra amistad: "Mejor es que quede libre en la memoria". Toda la razón. En mi vida, y ahora sé que en su vida también, nuestros mejores momentos no queremos registrarlos; simplemente queremos vivirlos, para después recordarlos y dejar que la memoria los adorne una y otra vez, cada día de una forma distinta, para no gastarlos.
Conocer las cosas que lo hacen a uno desgraciado, ya es una especie de felicidad.
François de la Rochefoucauld

Thursday, November 22, 2007

Alan Pauls existe
Diego Salazar
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Existe a pesar del divertido rumor que había empezado a extenderse por España según el cual el escritor argentino Alan Pauls no era sino la invención de un grupo de escritores afincados en Cataluña. Tras su aparición estelar como personaje de la multipremiada novela de Vila-Matas El mal de Montano, tras los varios elogios vertidos por Rodrigo Fresán y el inmediatamente canonizado Roberto Bolaño (“Alan Pauls es uno de los mejores escritores latinoamericanos vivos”), en los últimos meses empezaban a oírse voces en los corrillos literarios que le atribuían partida de nacimiento en la febril imaginación de los escritores antes mencionados. Pero no, Alan Pauls existe.


No sólo existe sino que ha ganado la vigésimo primera edición del Premio Herralde con un novelón de más de 500 páginas titulado El pasado (y el día en que se dio a conocer el fallo, Enrique Vila-Matas –lo confesó en la presentación— estuvo muy muy tentado a decir que, en efecto, Alan Pauls era él y que había escrito y enviado esa novela para cumplir su sueño de ganar dos años consecutivos y así engañar a su editor Jorge Herralde).

Alan Pauls ganó y ha venido a presentar el libro (y a defender su existencia real: “aunque por un momento casi llegué a creerme eso de que era una invención de Bolaño, Rodrigo y compañía, y confieso que me hacía muy muy feliz, casi tanto como ganar el premio”) en Madrid y Barcelona.

¿Cómo llegaste del título de trabajo de la novela, La mujer zombie, al definitivo, El pasado?



La mujer zombie me sirvió mucho para concentrarme en la idea de que el personaje de Sofía era un poco una muerta viva, para darle un carácter espectral, como de fantasma. Pero luego me pareció que la palabra zombie aludía demasiado a una cierta cultura pop-trash­ que a mi no me interesaba en ese momento, cuando yo pensaba en la zombie tenía en la cabeza una película de Jack Tourneur llamada I walked with the zombie que transcurre en Haití y cuyo tema es el budú, eso más que a George Romero y La noche de los muertos vivientes. Así que me pareció que no iba por ahí la novela. Pasé a otro título, Ex, que al momento me gustó mucho, me pareció como un logotipo, muy breve, universal, y que no sólo aludía a la condición de exmarido o exmujer sino a “arrancado de”, “separado de”, cosas que me parecían muy importantes en la novela. Pero cuando revisaba la novela me pareció que la lectura dominante iba a ser la de exmujer y exmarido, y yo sentía que la novela no hablaba sólo de eso. Así que empecé a creer que debía tener un título como hospitalario, que el título debía ser como un lugar. Hasta que un día apareció El pasado y me dije: “no hay otro título para esta novela”. El pasado es un lugar, es un título aparentemente hospitalario, y también me gustaba mucho imaginarlo en boca de una persona cuando va a comprar el libro o cuando habla de él con otra persona, me gustaba mucho esto de: “¿Tiene el pasado de Alan Pauls?” o “Leíste El pasado de Alan Pauls?”.

He leído algunas críticas hechas por ti hacia lo que llamas “literatura profesional” o “perez-revertización” de los jóvenes escritores, imagino que no querrás dar más nombres pero ¿te gustaría explicar un poco ese fenómeno?



Creo nunca haber utilizado eso de “perez-revertización”, pero bueno es mucho más importante esta cuestión de la “literatura profesional”. Mira, la calidad me parece que es la peor noción que uno puede manejar para evaluar el arte. La calidad es hoy un producto industrial, casi todo lo que se ve en el mercado de bienes culturales tiene una cierta calidad, es muy difícil hoy ver una película que no cumpla ciertos requisitos o un libro publicado que no tenga una forma, un cierto aspecto, que no cumpla unos mínimos. Así que esta no puede ser una meta a alcanzar por los artistas, hay que buscar formas de romper esa calidad promedio, porque el problema es que lo vuelve todo muy uniforme, muy parecido entre sí, y entonces uno lee una novela y dice: “sí, no está mal” y luego coge una novela de otro autor de otro país y lo mismo: “bueno, sí, no está mal”. Es como el triunfo de la medianía. Y eso a mí me resulta desolador. Lo que me interesa son esas obras que me hacen preguntarme: “Pero ¿esto es realmente arte?, ¿esto es una novela o qué es?”. Prefiero el desconcierto, la perplejidad, la incomodidad.


En El pasado, hay dos cosas que me llamaron mucho la atención. Primero el uso del nombre, más bien el apellido del personaje y el hecho de que todo el mundo lo llamara por el apellido ¿Cuál era tu intención?



Rímini es la ciudad italiana donde nació Fellini, aunque eso no tiene ninguna importancia para la novela. La verdad que me resultaba muy difícil nombrar al personaje con un nombre. Y me parecía que Rímini tenía algo interesante, y es que era un apellido que podía sonar como un nombre. Para mí nombrar en las novelas es una experiencia espantosa, nunca quedo satisfecho. Así que me pareció que podía inventar este sistema en donde el protagonista fuese nombrado por su apellido y todos los demás sí poseyeran un nombre, lo que armaba como una especie de sistema planetario, de centro y satélites. Además me interesaba el tipo de distancia que se establece entre dos personas muy cercanas al llamarse por el apellido, una especie de “usted intimo” que posee algo arcaizante.



Segundo, me sorprendió mucho la impavidez con que Rímini se enfrenta a su vida, la que ve como una seguidilla de pequeñas catástrofes todas producida por Sofía pero el tipo está todo el tiempo como diciéndose: “Aquí no pasó nada”, eso frente a Sofía que tiene esta idea del amor y la vida grandilocuente y en mayúsculas…



Lo que pasa es que Rímini tiene la política del olvido, ha decidido que lo único que le puede salvar es el olvido. Mientras que Sofía es una militante de la memoria. La novela es un poco la historia de esa batalla. Y Rímini para mí tiene todas las marcas del héroe de la novela del siglo XX: esa impavidez, la catástrofe que lo marca, la impotencia, es constantemente arriado por otros, es una especie de genio idiota o cabeza impotente. El tipo lo único que puede hacer es patear la pelota y seguir corriendo hacia delante, entendiendo la fuga hacia adelante como el equivalente del olvido. Y Sofía la única política que reivindica es la política de la memoria, como en sus reuniones de grupo de las mujeres que aman demasiado les dice que los hombres les hacen hijos a las mujeres para anclarlas, entonces las mujeres tienen que hacerles recuerdos a los hombres. Si logran que recuerden los van a tener con ellas. Lo que me interesaba a mi de Sofía y este grupo de mujeres es que ahí detrás hay una forma de entender el amor, por delirante que sea. Siempre que un delirio constituye una teoría, por letal que sea, a mí me empieza a interesar.



A propósito de esta especie de “revalorización de lo argentino” que vive España de un tiempo a esta parte, Rodrigo Fresán me decía que se explicaba por una suerte de “nostalgia de las colonias” que lleva a los españoles a escoger de tanto en tanto un país del que enamorarse ¿qué opinas?



Puede ser enamorarse o quizá redescubrir, algo así como el reflejo del descubrimiento de América, una especie de “compulsión Colón” que 500 años después aparece cíclicamente. Creo que es evidente que a España le gusta descubrir. Además también es cierto que la literatura, por una cuestión de mercado, necesita todo el tiempo objetos nuevos, producir cierta ilusión de novedad. Y eso es totalmente rotativo, ahora le toca a la Argentina, antes fue México, posiblemente venga después Colombia y así.

Por último, ¿a qué autores en activo te sientes cercano? ¿Qué escritores te interesan?

Me interesa mucho Mario Bellatín. También un escritor argentino joven que se llama Juan José Becerra que va a publicar ahora en Buenos Aires su tercera novela. Me gusta mucho lo que hace Rodrigo Fresán. Me entusiasma bastante Vila-Matas, me parece que encontró una vía muy interesante para pensar ese problema de literatura y vida del que hablábamos al principio. Creo que con ese grupo me siento muy acompañado.
Loca erudición

Por Alan Pauls

Radar Libros, suplemento literario de Página/12, 22 de agosto de 1999.

¿Y si la gran pasión de Borges, pasión de traficante y de maestro, hubiera sido transmitir, propagar, divulgar? Todo el empeño invertido en señalar cómo Borges, mediante el despliegue de su erudición, aleja la literatura del lector, del público, del “pueblo”, ¿no debería reinvertirse en el trabajo de mostrar justamente lo contrario: cómo Borges siempre está buscando acercarse, cómo inventa técnicas de reproducción, maneras nuevas de traducir, canales de transmisión inéditos, formas de circulación y de divulgación de un capital de saber que ni siquiera reconoce como propio? “Soy un hombre semiinstruido”, ironiza Borges cada vez que alguien, hechizado por las citas, los nombres propios y las bibliografías extranjeras, lo pone en el pedestal de la autoridad y el conocimiento. Una cierta pedantería aristocrática resuena en la ironía, pero también una pose de poder, el tipo de satisfacción que experimenta un estafador cuando comprueba la eficacia de su estafa. Y la estafa consiste, en este caso, en la prodigiosa ilusión de saber que Borges produce manipulando una cultura que básicamente es ajena. Cultura de enciclopedia (aunque sea la ilustre Britannica), esto es: cultura resumida y faenada, la referencia y el ahorro, cultura de la parte (la entrada de la enciclopedia) por el todo (la masa inmensa de información que la entrada condensa). En más de un sentido, por sofisticadas que suenen en su boca las lenguas y los autores y las ideas forasteras, Borges –la cultura de Borges- se mueve siempre con comodidad dentro de los límites de un concepto Reader´s Digest de la cultura. Borges no deja de evocar, cuando rememora sus primeras lecturas, los deleites que le deparaba la onceava edición de la Encyplopaedia Britannica. Sin duda las prosas de Macaulay o la de De Quincey –dos de los ilustres contributors que hicieron de ésa una edición única, histórica- tuvieron mucho que ver con ese deslumbramiento de infancia. Pero si la Britannica es el modelo de la erudición borgeana, es porque lo que Borges aprende allí, de una vez y para siempre, no son tanto los lujos de una escritura noble como los secretos para operar en una doble frecuencia simultánea: en el “estilo” y en la reproducción, en la alta literatura y en el proyecto divulgador, popularizador, que encierra toda enciclopedia, desde la Britannica hasta el Lo sé todo.

La otra gran diferencia que impone la erudición borgeana es el humor. Una vez más, como es costumbre en Borges, el gran enemigo es la tristeza mediocre del sentido común. El se sabe que. Se sabe que el saber, en un contexto “imaginativo” como la literatura y el arte, no tiene en general buena prensa. Se lo asocia con la gravedad, con el tedio, con la disciplina; se lo condena a ejercer una rigurosa, lánguida burocracia de protocolos y de trámites: ordenar, clasificar, agrupar o categorizar. La única cara del saber que irradia algún glamour es la cara “capitalista”: la fase de adquisición, de acumulación de información y conocimientos. Pero es inaccesible. El resto –el ejercicio del saber, esa momificación en vida- es mejor perderlo que encontrarlo. Si al menos prometiera algo... Pero lo que espera del otro lado del saber, a lo sumo, es un poco de “autoridad”, el dudoso privilegio de hablar en primera persona y en nombre de la verdad, de la verdad restringida de feudos como la lógica, la filosofía, la historia de las ciencias... Autoridad, pues, y orden: ¡la antítesis misma de la “imaginación”! A menos que...

En algún momento de los años ´60, un profesor francés, hasta entonces especializado en describir cómo Occidente produce esa peculiar forma de identidad humana llamada locura, tropieza casi sin darse cuenta con un texto de Borges. Es Michel Foucault, y el texto de Borges en el que cae es ”El idioma analítico de John Wilkins”, uno de los ensayos del libro Otras inquisiciones, de 1952. Foucault queda pasmado ante ese texto que parece agotar todos los lugares comunes de la glosa erudita. Puesto a reivindicar a un pensador recóndito, Borges, previsiblemente, empieza mencionando la Encyclopaedia Britannica (que ha suprimido toda mención de Wilkins), resume la biografía de su personaje en algunas “felices curiosidades”, repasa sus fuentes a vuelo de pájaro y se mete de lleno en la feliz, olvidada curiosidad que justifica esas tres páginas: el idioma analítico que Wilkins inventa hacia 1664. El ensayo sigue de cerca sus premisas, sus procedimientos, su proceso de fabricación, hasta que llega a las 40 categorías en la que Wilkins ha decidido clasificar el mundo para garantizar que su idioma corresponda apropiadamente con él. “Consideremos la octava categoría, la de las piedras. Wilkins las divide en comunes (pedernal, cascajo, pizarra), módicas (mármol, ámbar, coral), preciosas (perla, ópalo), transparentes (amatista, zafiro) e insolubles (hulla, greda y arsénico).” El texto, hasta entonces respetuosamente descriptivo, de golpe parece inquietarse: “Casi tan alarmante como la octava”, escribe Borges, “es la novena categoría. Esta nos revela que los metales pueden ser imperfectos (bermellón, azogue), artificiales (bronce, latón), recrementicioso (limaduras, herrumbre) y naturales (oro, estaño, cobre)”. Algo en la teoría de Wilkins no anda del todo bien, algo derrapa, pero Borges, en vez de retroceder, de guarecerse, da un paso adelante y lo sigue: va, con Wlkins, hacia ese más allá del saber que acaba de insinuarse. “Esas ambigüedades y deficiencias recuerdan las que el doctor Franz Kuhn atribuye a cierta enciclopedia china que se titula Emporio celestial de conocimientos benévolos. En sus remotas páginas está escrito que los animales se dividen en a) pertenecientes al Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l) etcétera), m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas.” El profesor Foucault estalla en carcajadas. Difícil imaginar una risa más fértil: ha nacido Las palabras y las cosas, uno de los libros más influyentes del pensamiento occidental contemporáneo.

Para averiguar qué hay en el texto de Borges tal vez sirva pensar en la pregunta que nos hacemos después de leerlo. Y esa pregunta no es: ¿qué quiere decir?, sino: ¿qué pasó? Es decir: la misma pregunta que nos hacemos después de un milagro, un cataclismo, un desmayo –una pregunta que tal vez no sea para lectores sino para Mulder y Scully, el dúo de los Expedientes X. “Todo iba bien... estaba leyendo... un filófoso inglés... inventó un idioma universal... cuarenta categorías... clasificación... y de repente...” De repente el pensamiento se salió de sus goznes. Implosión, colapso, agujero negro, crisis nerviosa: no importa cómo se llame. Lo cierto es que de golpe, violentamente, entramos en otra dimensión. Foucault habla de risa, y la palabra es ajustada: señala bien el efecto físico, de colvulsión, que puede provocar un acontecimiento aparentemente tan volátil como una enumeración literaria. Borges hace exactamente eso: instalar la risa en el corazón del penamiento. Pero instalarla como una combustión o un tornado: algo irresistible, algo que atrae, que arrastra, que embriaga, una llamarada de la que nunca nadie será capaz de reírse porque ella misma es risa, risa pura, perpleja, insensata, risa que nos rapta y nos transporta a un lugar que está fuera del pensamiento. La clasificación de la enciclopedia china es la gran performance de la erudición borgeana, el punto donde el saber, fiel, más que nunca, al tedio de sus costumbres, a la lentitud disciplinada de su lógica, tropieza de pronto con un punto ciego, gira en el vacío, se acelera y enloquece. Sólo que el punto ciego no es un accidente exterior: está en el saber, agazapado en alguno de sus pliegues, acechándolo siempre desde adentro. El punto ciego es el escándalo de la razón en la razón: lo que transforma la erudición en vértigo. ¿Borges escritor erudito? Sin duda, siembre y cuando la erudición recupere la fisonomía que le es propia: un páramo de ruinas y perplejidad donde flota el humo de una risa loca. Pero John Wilkins no está solo. Integra una respetabilísima familia de criaturas borgeanas, quizás las únicas que hagan honor a un rubro –el rubro “personajes”- que en la literatura de Borges no goza particularmente de prestigio. Es una familia de filósofos, hombres de ciencia, pensadores, eruditos, artistas, inventores –algunos, verdaderos profesionales de su pasión, otros simplemente dilettantes- que, movidos por las mejores intenciones, conciben una idea (generalmente una sola), la llevan adelante y la extreman, hasta que una vez allí, en el límite, la idea crepita, entra en cortocircuito, envenena su propio engranaje y fracasa, ya sea arrastrándolo todo a la ruina, ya sea desvaneciéndose en el aire suavemente, sin dejar rastros. Son sabios idiotas, talentos desperdiciados, artistas fanáticos del error y la insensatez. Los hermana una pasión común, que muchas veces ignoran pero que consuman con una envidiable convicción: despertar, en la razón, esas fuerzas paradojales que la dan vuelta como un guante.

Algunos, como Wlkins, son personajes reales, históricos: Ramón Llul, por ejemplo, que a fines del siglo XIII inventó la “máquina de pensar”. El invento, que según los diagramas reproducidos por Borges en El Hogar se parece peligrosamente a una ruleta de barquillero, es una ingeniosa variación de las magias combinatoias: hay tres discos giratorios, concéntricos y manuales, hechos de madera o de metal, con quince o veinte cámaras cada uno, que a su vez encierran regiones o simples categorías de pensamiento. Hacer girar los discos es pensar; es delegar en el azar la penosa génesis de cualquier idea. El mecanismo, escribe Borges, es completamente incapaz de “un solo razonamiento, siquiera rudimental o sofístico”. Hay otros, que la obra de Borges visita en ensayos breves, en un par de líneas de un cuento o en menciones esporádicas, a menudo mezclándolos con personajes de ficción, como si especulara con los posibles efectos de ese roce de contextos, y cuyas vidas monomaniáticas Borges parece condensar no en “dos o tres escenas”, como en Historia universal de la infamia, sino en el concepto único que las fascina: el infinito en J. W. Dunne y en F. H. Bradley, dos de los filósofos que Borges convoca para desentrañar los experimentos literarios de un escritor apócrifo llamado Herbert Quain, pero también es Zenón, que se pasa la vida subdividiendo el espacio, o el Platón, que coincide con Bradley e imagina una especie regresiva, los Autóctonos, que “pasan de la vejez a la madurez, de la madurez a la niñez y de la niñez a la desaparición y a la nada”. En realidad, bajo la mirada de Borges, todos los sabios del mundo pueden ser sabios idiotas. También Benedetto Croce, “estéril pero brillante”; también los alemanes, autores de “enormes edificios dialécticos, siempre infundados pero siempre grandiosos”. También Leibniz y Spinoza; también Demócrito, con el borde demente de la paradoja del mentiroso. Como es costumbre en él, Borges evita repetir, cuando monitorea la historia del pensamiento, la discriminación “oficial” que separa a los grandes nombres de los nombres menores. Lo que hace, más bien, es rastrear conceptos que, como el infinito, “corrompen y desatinan a los otros”, momentos en que la historia del pensamiento trata de pensar y se hunde sin remedio en los “tenues y eternos interticios de la sinrazón”. Los sabios idiotas de Borges no son idiotas que juegan a pensar; son pensadores idiotizados por el pensamiento mismo, por el ejercicio encarnizado, intransigente y brutal del pensamiento: han ido demasiado lejos, han llevado el pensar y el pensamiento hasta el límite, un límite donde el pensamiento coincide con la imposibilidad de pensar, donde el pensamiento más profundo y la idiotez más idiota son exactamente lo mismo, y están como arrasados, devastados por una especie de estupor interminable.
Remedio para melancólicos

Los excéntricos Tenenbaums, la delirante y alarmante familia creada por el joven Wes Anderson en su última película, que se estrena el jueves en nuestro país. Con un reparto formidable explotado al máximo (Gene Hackman, Anjelica Huston, Bill Murray, Gwyneth Paltrow, Ben Stiller, Danny Glover y los hermanos Luke y Owen Wilson), una estética visual deslumbrante y un contrapunto notable entre la ironía y la emoción, el director de Rushmore obligó a la crítica cinematográfica a inventar una nueva categoría para definirlo: La Nueva Sinceridad. Sepa por qué no puede perderse esta película.

POR ALAN PAULS

Página/12, Radar, 17 de Marzo de 2002


El cine independiente americano podría prescindir de Jonas Mekas, Roger Corman, John Cassavetes, la Nouvelle Vague, Martin Scorsese, el súper 16, los hermanos Coen, Robert “Sundance Kid” Redford y su meca indie de Utah, Steven Soderbergh, Quentin Tarantino y hasta de Miramax. Podría prescindir de todos los cineastas, productores, movimientos artísticos, tecnologías y acontecimientos históricos que hicieron posible su insolencia, su alternativismo y su vocación innovadora, pero no de la institución más conservadora, sedentaria y preservacionista que haya fabricado la sociedad occidental: la familia. De Harmony Korine (Julien Donkey Boy) a Sam Mendes (Belleza americana), de Todd Solondz (Felicidad) a Paul Thomas Anderson (Magnolia), la última generación de directores made in USA parece haber elegido los usos y costumbres familiares como matriz privilegiada de sus ficciones, un hábito compulsivo que Freud, en la Viena de hace un siglo, ya le había endilgado a la clase más o menos planetaria de los neuróticos.

La afinidad no es casual. Caprichosos y monotemáticos, a menudo ligados con el mundo por un cordón umbilical bastante poco razonable –las películas que ven, la cámara que manipulan–, casi todos esos cineastas son especialistas en el mismo síndrome del que son víctimas. Neuróticos gourmet, si se dedican a los retratos de familia es porque nada engendra monstruos tan cercanos y tan extremos como las estructuras elementales del parentesco. Los hogares que Korine radiografía en Julien Donkey Boy y Mendes en Belleza americana son el reino del desperfecto: nada funciona, secretos atroces corren como regueros de pólvora, el amor disfraza el despotismo o la perversión, los padres atormentan, someten o literalmente destruyen a los hijos, los hermanos se desean, la atmósfera es irrespirable. Para el exigente paladar indie, no hay manjar más apetecible que una buena familia disfuncional, cuya fórmula tiene la ventaja de matar varios pájaros de un tiro: concentra la acción (satisfaciendo el viejo reclamo aristotélico que los manuales de guión siguen defendiendo), garantiza un pintoresquismo psicológico más o menos tortuoso, promete altos niveles de conflictividad (virtud dramática especialmente apreciada por los guionistas) y predispone al espectador a una empatía fatal, el tipo de compasión más o menos mecánica que sentimos al comprobar, viéndola proyectada en una pantalla, la decadencia de una institución en la que todos, absolutamente todos, somos verdugos y víctimas.

El polizón

La familia –una familia bizarra, engalanada de todas esas “desviaciones” que ningún censo se tomaría el trabajo de registrar– también es la materia prima de Los excéntricos Tenenbaums. Pero sería injusto alistar a Wes Anderson, su director, en el pelotón de sombríos anatomistas familiares que se agolpa en el párrafo de arriba. Comparado con el estilo sucio de Korine, la densidad de Mendes o el descriptivismo catatónico de Todd Solondz, Anderson tiene la gracia, la agilidad y la falta de escrúpulos de un niño. Más o menos críticas, más o menos feroces, las ficciones del hardcore familiar suelen poner en escena una mirada homogénea, segura de sí, no importa si es la de la víctima inocente, la del verdugo o la de un outsider que contrabandea su repugnancia o su escándalo en el lenguaje del estupor. A simple vista, la perspectiva de Anderson parece más ingenua, como trasplantada de un afectuoso cuento para chicos: tiene “magia”, es delicada y detallista, ignora la urgencia y se toma su tiempo, pero también puede patalear, chillar y golpear platos de puré recién servidos con sus puñitos temperamentales.

Más que con los de un chico, en realidad, Anderson mira con los ojos de un mutante: una criatura que, al estilo de la Alicia de Lewis Caroll, envejece y se aniña al mismo tiempo. Una mirada inmadura, en el sentido más bello y más gombrowicziano de la palabra: la mirada de alguien que siempre es más niño y más adulto de lo que debería ser y que explota ese devenir doble, contradictorio, con la astucia de un polizón, con el soloafán de quedarse un poco más –un día, unas horas, unos segundos– en esa patria de la que siempre se es un exiliado: la infancia.

Los excéntricos Tenembaums empieza por ahí, por ese salvaje laboratorio de idiosincrasias que es la infancia, y define de entrada el marco de la narración: el film se hace pasar por la adaptación al cine de un libro apócrifo, vagamente infantil, cuyas páginas vemos desfilar ante nuestros ojos. Tiene una tipografía sobria, pero ligeramente pasada de moda, y los retratitos de los personajes que encabezan cada capítulo (cada parte del film) son nobles y modestos como ilustraciones en pluma de una edición anticuada. Algo de ese principio (y el título, desde luego) parece evocar con ironía a Los magníficos Ambersons de Orson Welles; pero el magnífico Anderson prefiere ir al grano y presenta, en un montaje de viñetas quietas, brillantes, posadas hasta el gag, la infancia de su pequeña troupe de genios idiotas, hijos de Royal y Etheline Tenembaum, en una Nueva York tan estilizada que parece una maqueta: Chas, el mago de las finanzas, que se hace millonario creando una variedad de ratones-dálmatas; Margot, dramaturga precoz rápidamente bendecida por el éxito; y Richie, campeón de tenis a una edad en que los niños a duras penas manejan la plastilina o los cubiertos.

Bienvenidos a la intransigencia

Esa introducción, narrada como un álbum de postales familiares, es la prehistoria eufórica del film, su gran, único momento de plenitud, la Arcadia que luego, perdida, teñirá de nostalgia todo el relato. Porque el paraíso estalla, y estalla gracias a la catástrofe más prosaica que los paraísos familiares están en condiciones de ofrecer: la separación de los padres. Royal abandona el hogar y desaparece. Una noche terrible cae sobre el relato. Cuando la luz vuelve, han pasado casi veinte años, tiempo suficiente para que las rarezas aristocráticas de la infancia luzcan ahora como taras, impedimentos o defecciones a secas.

Chas (Ben Stiller) es viudo (perdió a su mujer en un accidente) y tiene dos hijos; paranoico incurable, ha impuesto el jogging rojo como vestuario familiar, pensando que con esa ropa todos, en una emergencia, serán más reconocibles. Margot (la extraordinaria Gwyneth Paltrow, una mujer-Snoopy con los ojos aureolados de kohl, siempre atrincherada detrás de una especie de congoja impasible) ha perdido un dedo y ya lleva siete años de sólido bloqueo literario; casada con un neurólogo (Bill Murray) à la Oliver Sacks, se pasa los días en el baño, bajo llave, entregada a la monomanía clandestina de fumar. Y Richie (Luke Wilson) es menos que la sombra de lo que fue: dejó el tenis tras plantar a su rival en medio de una final de campeonato, y ahora busca olvidar ese pasado de gloria y oprobio bebiendo bloody mary y recorriendo el mundo en barco.

Todo ha cambiado, y sin embargo todo sigue igual, como las habitaciones que cada uno ocupaba en la casa Tenenbaum. Aunque ya superan la barrera de los treinta, Chas, Margot y Richie son más niños que nunca, niños inconsolables (porque el mundo ya no los reconoce como tales), niños en los que el tiempo sólo ha operado metamorfosis frívolas, estériles, injustas. Richie sigue usando la vincha y la remera Fila que Björn Borg hizo célebres a principios del ‘79 (y que Fila, a pedido de Anderson, resucitó especialmente para la película), y el mismo saco marrón sobre la ropa de tenis, como si fuera o viniera de alguna semifinal. Margot sigue teniendo la convicción y la belleza negligente y el aire de concentración dolida que tenía cuando sus obras llenaban teatros y arrancaban aplausos. Y los ratones-dálmatas de Chas, dos décadas más tarde, siguen husmeando saludablemente los zócalos de la casa Tenenbaum.

La moraleja de Anderson es clara: la medida de la excentricidad no es el éxito sino el desastre. Porque las fuerzas de la excentricidad sólo refulgen entre los escombros, cuando todo conspira contra ellas, cuando todo, en nombre de la supervivencia, les reclama moderación, flexibilidad, tácticas de una adaptación mezquina y humillante. ¿Cuáles son esasfuerzas? Las mismas que la escritora Edith Sitwell, en Ingleses excéntricos, recomendaba como antídoto para la melancolía: la idea fija, la intransigencia, el orgullo, la elegancia gráfica (la vincha de Richie, el dedito postizo de Margot, el adidas carmesí de Chas) y, sobre todo, ese extraño vértigo de inmadurez que enrarecía a la Alicia de Caroll, que exaltaba a Gombrowicz y que está en el corazón de los personajes de Los excéntricos Tenenbaums: la desproporción.

El efecto perturbador

Hacía mucho que el cine no revelaba un talento tan diabólico para la manipulación visual. Lejos de los efectos especiales (lejos de Amélie, un film con el que Los excéntricos Tenenbaums parece querer dialogar pero –y es una suerte– siempre termina distrayéndose), Anderson trabaja en una dimensión extraña, a la vez óptica y material, donde las ilusiones más huidizas de un film se arraigan en los detalles más artesanales de su producción. La desproporción es la clave del excéntrico: en su fase depresiva, Chas, Margot y Richie están tan desfasados respecto del mundo y de sí mismos –de las reglas del mundo y de sus propios cuerpos, sus conductas, sus deseos– como lo estaban de niños, cuando la vida les sonreía y los tres daban conferencias de prensa con el aplomo adusto de tres premios Nobel, un poco a la manera de los brillantes hermanos Glass de Salinger, sombra tutelar que ya planeaba sobre el film anterior de Anderson, el magnífico Rushmore (ver recuadro), y que ahora aparece con todas las letras.

Pero esa desproporción –una consigna que los actores del film interpretan con una sensibilidad genial, actuando siempre como en dos registros al mismo tiempo: mayor y menor, presente y pasado, infancia y adultez–, Anderson también la hace nacer de la relación siempre incómoda entre los cuerpos y los espacios (la carpita amarilla que Richie instala en el cuarto) y en el vínculo desconcertante, muy propio, también, de Lewis Caroll, que se establece entre los interiores y el exterior, donde la casa Tenenbaum, por un milagro de puesta en escena, parece incluir a la ciudad de Nueva York. Y –es el Anderson’s touch– en el vestuario. Todas las medidas de la ropa que se usa en Los excéntricos Tenenbaums están minuciosa, deliberadamente equivocadas: los pantalones arrastran o sólo rozan tímidamente los tobillos, las mangas se exceden o temen llegar a la muñeca, los botones están demasiado altos o no coinciden del todo con sus ojales, los trajes abrochan mal, los sacos aprietan o cuelgan. Son errores mínimos, sí, pero es justamente esa dosis de error “casual” la que explica el efecto perturbador, como de op-art figurativo, que el film produce en el espectador.

La desproporción es el ser del excéntrico, su arma y su karma, el sello que lo distingue y el mal que puede matarlo. Pero si, en Rushmore, Anderson la hacía jugar en relación con un exterior, un contexto contra el que no podía sino chocar, en Los excéntricos Tenenbaums es más bien una ley general, el axioma que funda, sostiene y rige el mundo entero del film. Ya no se trata de ver qué pasa entre el excéntrico y el mundo, la obcecación con que el primero intenta imponerle su obsesión al segundo y la incomprensión (o la condescendencia) con que el segundo impugna la singularidad del primero: se trata de imaginar cómo sería un mundo poblado sólo de excéntricos, un ghetto exclusivo para espíritus irrazonables, sin mortales pedestres, sin “afuera”. Es el gran sueño de Anderson: inventar mundos cerrados, autónomos, autorregulados, donde –como en Los excéntricos Tenenbaums– los taxis sean siempre idénticos, de la misma compañía, no importa dónde se los tome, y los micros sean siempre de la misma línea, la Green Line, no importa adónde se pretenda ir.
Sí: hay algo incurablemente infantil en esa voluntad de invención, y sobre todo en el delirio de exhaustividad que implica. Es la pulsión de alguien que fue niño, que dejó –como todos– de serlo y que, en vez de “adaptarse”, madurar, “pasar a otra cosa”, dice que no, que “preferiría nohacerlo”, como Bartleby, y chilla y se aferra a ese territorio perdido con uñas y dientes, arrebatándoselo al tiempo y a la biología, y transformándolo en un hermético laboratorio de milagros. Y ésa es quizá la diferencia clave que separa a Wes Anderson de los directores que husmean en las sórdidas trastiendas familiares: Korine, Solondz o Mendes buscan representar el mundo; Anderson –devoto, como todo niño, de las causas perdidas– sólo piensa en reemplazarlo.
El nacimiento del terror

A los 81 años de edad, Eric Rohmer sigue sorprendiendo al mundo del cine: en la recién estrenada La dama y el duque se sumerge en el terror de los años de la Revolución Francesa con la excusa de contar una historia de amor. En diálogo exclusivo con Radar, el director explica por qué decidió pintar a mano los decorados, como cuadros, e “incrustarlos” luego como fondo, y qué piensa de los críticos que lo acusaron en Cannes de reaccionario, poco antes de que recibiera el León de Oro en Venecia.

POR ALAN PAULS

Página/12, Radar, 31 de Marzo de 2002

Eric Rohmer sigue siendo el más joven de los cineastas contemporáneos. A los 81 años –una edad en la que hasta los artistas más vitales abrazan las pantuflas y se retiran a gozar del capital acumulado-, este hombre locuaz, el más viejo de los niños terribles de la revista Cahiers du Cinéma, el último que se hizo un nombre como realizador (Mi noche con Maud es de 1969) y el único que François Truffaut reconoció como la eminencia gris de la Nouvelle Vague, se zambulle de cabeza en uno de los proyectos más complejos de toda su carrera. La dama y el duque (2001) está basado en el Diario de mi vida durante la revolución, de Grace Elliott, una inglesa que vivió en París en los fragores de la Revolución Francesa, desgarrada entre dos lealtades antagónicas: la monarquía –en la que, fiel al modelo inglés, creía encontrar la garantía de un régimen político civilizado– y el afecto por un ex amante, el duque Felipe de Orléans, personaje clave de la revolución que, a la hora de decidir la suerte del rey Luis XVI, su primo, no vacila en condenarlo a la guillotina. Sorpresiva digresión en una filmografía casi obsesivamente consagrada a las minucias del presente, el film, rodado en video digital, obligó a Rohmer a una inédita reconstrucción del París de fines del siglo XVIII. Se pasó tres años con el pintor Jean-Baptiste Marot, pintando docenas de cuadros inspirados en paisajes parisinos de la época; luego filmó a sus actores contra unos fondos verdes o azules; por fin, mediante una técnica “tan antigua como el cine”, incrustó las imágenes filmadas en los cuadros, en un proceso que le llevó seis meses y que sólo representa veinte minutos de las dos horas que dura película. Después de un falso contacto con el Festival de Cannes, del que Rohmer prefiere desentenderse (“La mundanidad masiva de Cannes nunca me interesó”, dice) pero que algunos atribuyen al carácter “reaccionario” del film, La dama y el duque se presentó en septiembre del 2001 en el Festival de Venecia, donde Rohmer recibió un León de Oro por su trayectoria.

Usted es un cineasta muy apegado al presente. ¿Cómo se le ocurrió la idea de hacer una película histórica?

–No es la primera vez. Ya con Perceval el galo y La Marquesa de O me había abocado a revisitar acontecimientos del pasado. De modo que sí, hago películas en presente, pero también me siento muy apegado a la Historia, y creo que es bueno que el público conserve cierto gusto por ella.
Como en La Marquesa de O, que “transcribe” el relato original de Von Kleist, en La dama y el duque usted omite en los créditos la categoría de guión y se limita a consignar el título del libro en el que se basó.

–Cuando hago un film moderno nunca adapto obras ajenas: me apoyo en mi propia visión de la realidad. Pero con las películas que transcurren en épocas lejanas me gusta apoyarme en un texto: como no he sido testigo de los hechos que narro, y como me importa mucho la exactitud, elijo obras que me parecen representativas. En Perceval y La Marquesa fueron obras literarias; en La dama y el duque son las memorias de Grace Elliott. Un libro de gran calidad literaria, por otro lado.

¿Qué más lo sedujo del libro de Elliott?

–Su forma, su carácter novelesco. Era casi un guión; estaba escrito como para cine. En especial sus diálogos, que son tan buenos que yo, que adoro inventarlos, en este caso preferí transcribir literalmente muchos de los que figuran en el original. Y también la mirada, el punto de vista que va construyendo. Elliott se pone en escena a sí misma: nos ofrece lo que vio, pero al mismo tiempo está presente en todo lo que cuenta. Más que una narradora es un personaje, y un personaje como los que me gustan a mí, sobre todo cuando son mujeres: positivo, valiente, enérgico. La protagonista de La Marquesa de O tomaba una decisión extremadamente valiente para su época: salía a buscar públicamente al padre del hijo que llevaba en el vientre. Grace es de ese mismo linaje.
La película describe un momento histórico fuerte (1790-1793: la fase del Terror revolucionario), pero también es una historia de amor, o más bien de lo que queda del amor cuando el amor se ha desvanecido.

–Me gusta que lo haya advertido: tenía miedo de que no se notara. El amor aparece poco en el libro; es evidente que a la heroína le da bastante pudor hablar de sus propios sentimientos. Yo no busqué mostrarlo de manera deliberada; se me filtró así, naturalmente. Aunque debo confesar que agregué aquí y allá algunos pequeños toques, detalles, gestos que no figuran en el libro: me parecía muy importante describir la clase de relación que Grace mantiene con el duque de Orléans.

“Su” Grace Elliott se pasa gran parte de la película mostrando el cuello y el pecho, como si fuera un objeto de deseo no sólo para el duque sino también, a su manera, para los revolucionarios.

–No lo había pensado, pero es interesante. Y el cuello, en efecto, llama enseguida a la guillotina. En general, cuando hago películas contemporáneas, me ocupo yo mismo del vestuario y acompaño a mis actrices y actores a las tiendas. Aquí, en cambio, tuve que contratar a un vestuarista, un chico muy talentoso que es el culpable de esos escotes.

El film le permite explorar el miedo, una emoción bastante infrecuente en sus películas. Hay un momento muy bello en el que Grace, después de haber ocultado a Champcenetz, explica en voz alta, como en un monólogo de teatro o un trance, cómo fue que se atrevió a correr semejantes riesgos.

–Efectivamente, y la teatralidad es deliberada. Tal vez ésa sea la parte del texto que me sedujo de entrada, el verdadero punto de partida de mi decisión de hacer el film: Grace esconde a un hombre con el que no simpatiza simplemente porque está horrorizada por lo que vio esa misma tarde en las calles: la multitud llevando en una pica la cabeza de la princesa de Lamballe. En el texto, en realidad, es sólo un apunte psicológico. Pero para mí la relación entre esos dos elementos (la osadía y el horror) es el corazón del film.

Hay también una gran dosis de suspenso: usted convierte al espectador en un testigo privilegiado de la amenaza que pesa sobre el personaje. En ese sentido, La dama y el duque es un film muy hitchcockiano.

–Quizá sí. Pero creo que en todos mis films hay suspenso, incluso en los que juegan con el enredo sentimental. Tal vez en este caso aparezca con más nitidez, porque lo que está en juego es lo que en el siglo XVII se llamaba “los Grandes Intereses”, es decir: no el interés personal del amor o la pasión sino la Vida y la Muerte.

También está la drástica separación de los espacios: los interiores protegidos y la calle como escenario del peligro más extremo.

–Es algo que me interesaba mucho. No soy hombre de teatro, pero debo decir que hay allí elementos importantes para pensar el asunto. En el teatro todo sucede en un interior; cuando lo que sucede “afuera” es realmente significativo, los personajes se limitan a relatarlo en escena, como se hacía con los hechos extraordinarios en las tragedias clásicas, que tenían prohibido representar los crímenes. La muerte es algo que siempre tiene lugar afuera. Lo que me interesa del cine es lo contrario: no confinarme en un interior sino mostrar la oposición, la discontinuidad que hay entre interiores y exteriores, cosa que refuerzo incluso en el trabajo con los decorados.

¿Cómo fue reconstruir el París del XVIII por medio de incrustaciones?

–Nunca me convencieron los decorados de las películas históricas. Todos, aun los mejores, terminan siendo cartón pintado. La otra opción era filmar en decorados naturales, en el interior de un castillo. Pero era imposible mostrar una ciudad. Salvo, claro, eligiendo algunos pedacitos ínfimos y compaginándolos de manera muy artificial. Con La Marquesa de O no tuve problemas: la historia transcurría todo el tiempo dentro de un castillo. En Perceval, elegí el cartón pintado y, para ir a fondo con laidea, imité la arquitectura que aparece en las miniaturas de la Edad Media. Y en La dama y el duque usé un procedimiento que existía desde hacía tiempo, pero era demasiado complicado: recién se simplificó y abarató con la tecnología digital. Tuve la primera idea de la película a fines de los ochenta; si demoré tanto en hacerla fue porque estaba esperando que la técnica progresara.

El efecto es extraño. Por un lado la decisión es realista, en el sentido en que usted reconstruye París a partir de las únicas imágenes “fieles” que hay (los cuadros de la época), pero por otro esa realidad pictórica produce una impresión de artificiosidad muy perturbadora, como de libro animado.

–En el caso de una época remota, la realidad es difícil de aprehender directamente. No se puede viajar por la Historia; no hay, como en Wells, máquinas para explorar el tiempo. Así que había que tomar una decisión: o bien mostrar elementos reales, empedrados verdaderos, partes de fachadas, etc., y montarlos para crear una ilusión de continuidad, o bien tratar de mostrar la calle en su conjunto, los puentes, las plazas, pero en versión pintada, es decir: suprimiendo su verdad material. Para mí, hay más realidad en una visión de conjunto, aun con la artificialidad de la pintura, que en una visión fragmentaria cuyos elementos serían reales.

¿Qué repercusión política tuvo la película en Francia?

–Oh, comentarios estúpidos, sin sentido. Le reprocharon que fuera monárquica, cuando para mí es muy moderada. Muestra los problemas que enfrenta un personaje que tiene un pie en cada campo: Grace Elliott tiene amistades del lado del duque de Orléans, de los “rojos”, y también del lado de los “blancos”, de la corte. Pero lo que la ata a unos y a otros no son tanto ideas como sentimientos, afectos. Es una inglesa; su pensamiento está a tono con los ideales ingleses de la época: una monarquía ilustrada, digamos. No por azar acepta hacer de correo para Charles Fox, un liberal que al principio simpatiza con la Revolución Francesa.

Pero la película siempre asimila el pueblo a la barbarie.

–Es la imagen que aparece en el libro de Grace Elliott, y convengamos que no deja de ser verdadera. Pero es una parte del pueblo. Por otro lado, las cosas no han cambiado mucho. Hoy, en las manifestaciones, hay por un lado la gente seria, que va a manifestarse, y por otro, mezclada con ella, una turba de marginales (lo que en Francia se llama casseurs) que van sólo para alborotar y saciar sus afanes de saqueo. Los que decapitaron a la princesa de Lamballe no representan a toda la gente de París, pero siguen existiendo: ya no cortan cabezas (y al menos en ese sentido son menos peligrosos), pero rompen vidrieras y saquean. Es la realidad, así que no veo de qué se asombran. Lo interesante de la Revolución Francesa es que las cosas no cambiaron tanto. Porque ¿qué es la revolución? ¿Quiénes la iniciaron? Los intelectuales, los filósofos, los burgueses. Los diputados de la Convención eran gente de leyes, notables; el mismo Robespierre era abogado. Pero manipularon a los elementos más incontrolables del pueblo. Y eso es lo que después no deja de repetirse. Es la ley de todas las revoluciones: la Comuna, la Revolución Rusa... Incluso ahora, en las manifestaciones anti-globalización, los dirigentes siempre se ven desbordados por esos elementos incontrolables.

Como Grace Elliott, usted no reivindicaría los ideales de la Ilustración.

–Lo que indigna a Grace, en realidad, es una especie de desviación, de traición. La Ilustración no debía conducir a esa brutalidad. Rousseau fue el inspirador de Robespierre, y Robespierre, al principio, era enemigo de la pena de muerte. Si se inclinó luego hacia el Terror fue, creo, más por pragmatismo que por una cuestión ideológica. La Ilustración era Condorcet, y Condorcet terminó suicidándose en la cárcel. La Ilustración era un hombre de ciencia como Lavoisier, que fue ejecutado. O un poeta como André Chênier. Todos fueron partidarios de la revolución, lo que no les impidióser ejecutados. Lo que muestra La dama y el duque es esa perversión del ideal liberal. Un hecho histórico. Pero es una desviación que aparece por todas partes. También en la religión: en el cristianismo, por ejemplo, donde condujo a la Inquisición, o en el islamismo, donde, como hemos visto, lleva al terrorismo.

Daría la impresión de que usted, a los 81 años, decide trabajar con el video digital y con tecnologías de avanzada, pero no para “avanzar” sino para retroceder, ir hacia atrás, para reencontrarse con una cierta juventud del cine: los decorados pintados y los intertítulos evocan el cine mudo.

–Siempre hay que recuperar una cierta juventud del arte. Gauguin, Picasso, Paul Klee: los grandes artistas modernos siempre han vuelto en algún momento a las fuentes. Por otra parte, si me preguntaran cuáles son mis modelos, yo no mencionaría a los cineastas que me sedujeron de joven (Hitchcock, Renoir, Rossellini, Hawks) sino más bien a los primeros, a Griffith, o incluso a Lumière.

Usted suele definirse como un conservador. ¿No es ése el secreto de su juventud como cineasta?

–Para avanzar hay que conservar. No hay futuro sin pasado: si hay un pasado, entonces uno tiene ganas de hacer algo distinto.

¿En qué está trabajando ahora?

–He contestado todas sus preguntas y no contestaré ésta. Nunca hablo de mis proyectos. Pero le diré algo: no pienso jubilarme.
Ardor por horas

Por Alan Pauls

Página/12. 15 de Abril de 2002

Algún día se sabrá por qué adoramos los moteles de las carreteras norteamericanas y los hôtels de passe de París y escondemos los hoteles alojamiento en ese sótano húmedo donde enmohecen, sepultados por la culpa, los accesorios más baratos de nuestro deleite. Dos o tres páginas de Sam Shepard bastan para erizarnos la piel con la mitología de esos cuartos vulgares, bañados de neón, con paredes de madera balsa, cubrecamas chillones y alfombras que raspan. Vemos Vivir su vida de Godard o La piel suave de Truffaut, entramos- -polizones anhelantes– a esas habitaciones altas, frías, con pisos que crujen y vecinos que gimen, y la atmósfera rancia y fugitiva de esos aguantaderos del deseo nos pone al borde del éxtasis. ¿Por qué, entonces, para recuperar la iconografía de nuestras amuebladas, no tenemos otro remedio que sintonizar Volver y abismarnos en La cigarra no es un bicho (Daniel Tinayre), Hotel alojamiento (Francisco Ayala), El telo y la tele (Hugo Sofovich) o cualquier avatar de esa picaresca envilecida –llena de adúlteros de whiskería, eyaculadores precoces y mucamas de minifalda– que detenta su monopolio? Salvo Buenos Aires viceversa (Alejandro Agresti), donde Fernán Mirás y Vera Fogwill protagonizan un largo forcejeo neurótico-amoroso en una pieza tapizada de espejos, no recuerdo muchas películas respetables del cine argentino que hayan asomado la nariz al Mundo Telo sin reducir sus posibilidades ficcionales (y por lo tanto su imaginario) a los deprimentes enredos de un enjambre de discapacitados sexuales que corretean por los pasillos con la lengua afuera y los calzones a la altura de las pantorrillas.

Entendería el desdén, la caricatura o incluso el escarnio si todos los días florecieran sedes del placer, si la gente pudiera gozar en las plazas, al aire libre, o en los estadios de fútbol, los gimnasios, las iglesias y los cines. Pero en un país mataplacer como éste, ¿cómo no reivindicar la única institución inmobiliaria que hace del placer sexual su ley primera y última, a tal punto que la dictadura de Videla, creyendo que “albergue” era menos pecaminoso que “hotel”, se sintió obligada a cambiarle el nombre? Por lo demás, ¿no son alarmantes las encuestas? El deseo baja; las inhibiciones e impedimentos aumentan; psicólogos y sexólogos aconsejan activar la imaginación, flirtear con el pecado, convertir en libreto las fantasías que antes nos acosaban como traumas. El hotel alojamiento promueve todos esos milagros sin siquiera proponérselo. Cualquier hotel –no sólo avatares sofisticados como Le Nid, clásicos como el O’Tello de Villa Devoto o cualquiera de esos freaks arquitectónicos que, en un alarde de versatilidad temática: los hay egipcios, góticos, romanos–, acechan a los costados del Acceso Oeste como italparks de la lascivia.

La vida cotidiana –dicen– dispersa el deseo; la pieza de hotel lo concentra. A fuerza de estrés, alienación y vértigo, el día a día erosiona el placer; el hotel, como si fuera un laboratorio, lo aísla y lo purifica, devolviéndole las propiedades que lo hicieron famoso: su perseverancia y su ceguera, su capricho y su irreductibilidad. De todas las proposiciones lúbricas con las que nos tienta –espejos, videos porno, consoladores, hidromasaje, ese potro curvo, forrado en cuerina, que invariablemente nos contempla con soberbia–, hay una sola que es verdaderamente eficaz: el encierro. Porque el encierro es el mejor afrodisíaco; nos corta del mundo –de ese magma indolente o aciago que es el mundo–, reagrupa nuestras fuerzas, hasta entonces atomizadas, y las somete al imperio de un solo afán: gozar. Nos encerramos en un cuarto de hotel y –no importa con quién nos hayamos encerrado– somos automáticamente clandestinos; y ya se sabe que si hay una droga a la que el deseo es sensible, ésa es la ilegalidad. Y después están la iluminación artificial, las plantas de plástico, las falsas cascadas, los aromatizadores, las ventanas de paño fijo, la higiene de la rotación permanente, la falta de huellas; es decir: todas las claves, a menudo despreciadas en nombre del “buen gusto”, la “calidez”, la “humanidad” o incluso la “naturaleza” (como si hubiera algo más contra natura que el placer), que hacen del hotel el espacio extraterritorial por excelencia: un lugar de puras posibilidades, donde las leyes del mundo se suspenden y son reemplazadas por otras, desenfrenadas o cándidas, perversas o convencionales, que rigen la única dimensión en la que no hay otro rey que el deseo: la ficción.
EXCLUSIVO: REPORTAJE AL ESCRITOR PAUL AUSTER
“El lenguaje es el único instrumento que tenemos para entender el mundo”

El autor de “Leviatán”, “La música del azar”, “Mr. Vértigo”, “La invención de la soledad” y “Trilogía de Nueva York”, entre otros, es la principal figura de esta edición de la Feria. Ayer concedió una entrevista a Página/12.

Por Alan Pauls

Página/12. 27 de Abril de 2002



–Muchos de los personajes de sus libros son artistas, y casi todos, tarde o temprano, se enfrentan con un problema crucial: cómo el arte puede intervenir en la vida.

–Creo que lo que me interesa es la imaginación humana: cómo la imaginación crea –literalmente– el mundo. El mundo sólo cobra sentido cuando lo interpretamos, y quizá nadie trabaje tanto como los artistas para interpretarlo, entenderlo y experimentarlo en toda su complejidad. Hará unos diez años encontré una vieja libreta de notas. La había olvidado por completo y de golpe ahí estaba, y la abrí y descubrí dos frases que había escrito a los 19, 20 años: “El mundo está en mi cabeza. Mi cuerpo está en el mundo”. Hoy sigo pensando que así es como vivimos nuestras vidas. Nuestro cuerpo va por el mundo a la deriva, flotando en algo grande, mucho más grande que él, y al mismo tiempo todos estamos aislados, encerrados en nosotros mismos, viviendo una vida puramente interna. Creo que en gran medida escribo sobre eso, sobre esa separación entre el adentro y el afuera, y sobre cómo la gente enfrenta o evita el abismo que hay en el medio. Hay ciertas experiencias que logran acercarlos bastante. No quiero ponerme sentimental, pero creo que el amor es una de ellas. En el amor estamos a la vez adentro y afuera de nosotros mismos; vivimos para y por otra persona, y algo nos empuja a formar parte de lo que nos rodea. Pero comprometerse profundamente con una idea o una causa puede producir el mismo efecto.

–En Leviatán, el personaje de Benjamin Sachs dice: “Ahora hay que entrar en el mundo real y hacer algo”.

–Ahí Sachs refleja la frustración del arte. En mayor o menor grado, todo escritor siente que lo que hace es completamente inútil. ¿Cómo no sentirlo? Con todas las cosas terribles que pasan en el mundo, todo lo que nos apena y nos enfurece, y uno ahí, escribiendo libritos que parecen no tener el menor efecto sobre nada. Y sin embargo creo que el verdadero poder, la verdadera belleza del arte está precisamente en su inutilidad. Porque el arte son los seres humanos en el colmo de su humanidad, y olvidar esa parte de nosotros mismos es perder lo más interesante y valioso que tenemos. Algo que vale a pesar de todo: la miseria, el caos social, las guerras, los crímenes, la crueldad. Y es valioso simplemente porque no tiene ningún objeto.

–Sólo sirve para maravillar, como los números de levitación de Mr. Vértigo.

–Llevo años pensando en hacer un documental –que seguramente nunca haré– titulado El arte de la inutilidad. Sería sobre tres norteamericanos que conozco, todos brillantes, todos dedicados a la práctica de ciertas artes extrañas, que la gente suele considerar como meros entretenimientos infantiles. El primero es mi amigo Philippe Tee, funambulista. El fue el que en 1974 caminó con zancos entre las Torres Gemelas del World Trade Center y el que unió a pie las torres de Notre Dame. Me dirán: ¿para qué sirve alguien que camina con zancos? No lo sé, pero hace algo bello y verlo en acción es una experiencia extraordinaria. El segundo es un mago, Ricky Jay, que además escribe libros sobre magia y a veces actúa en cine (aparece en todas las películas de David Mamet y hace el papel de cameraman en Boogie Nights). Además de ser un prestidigitador magistral, Jay domina una disciplina rarísima, el lanzamiento de cartas: es capaz de lanzar una carta y clavarla en una grieta en la pared. Y el tercero es Art Spiegelman, el historietista. Lo interesante de estos tres hombres es que también son los máximos especialistas de sus respectivas actividades. Tienen archivos inmensos, con cientos y cientos de libros y artículos sobre funambulismo, magia e historietas. Y hay algo muy bello en el rigor con que trabajan. Es como la danza. ¿Qué más conmovedor que esas nenas de diez años que estudian danza? Bailar exige tanto trabajo como hacer una mesa o construir una cabaña, que también son artes y exigen concentración, imaginación, habilidad. Pero la cabaña va a seguir ahí, la van a usar paravivir, la van a llenar de objetos, mientras que la danza... La danza desaparece en el momento mismo en que se la contempla. Un atleta se pasa cuatro años entrenando para las Olimpíadas y la carrera dura diez segundos. Es algo muy hermoso. Todo ese esfuerzo humano al servicio de una causa menor, tan efímera: ése es, creo, el costado más bello de la humanidad.

–Los artistas de sus libros son de clases muy diversas. Van de la vanguardia a la feria y de la agitación callejera a la torre de marfil. ¿Hay ahí una concepción “democrática” de la condición artística?

–Sí. Me gustan toda clase de cosas, desde las obras más experimentales hasta las más abiertas y populares. Me gustan las películas viejas y disfruto mucho con ciertas músicas banales, así como gozo con músicas y films difíciles, complejos, exigentes. Creo que hay que ser abierto. Y a la vez hay muchas cosas que detesto. El cine industrial de Holly-wood, por ejemplo. Me parece despreciable, me enferma. Como toda la industria del entretenimiento, que sólo busca hacer dinero. No me gusta mucho ser tan intolerante, pero es más fuerte que yo. Siempre me digo: no seas tan duro con las cosas. Es una contradicción. Es importante, creo, que los artistas se mantengan abiertos a toda clase de cosas. Si no, uno empieza a cerrar puertas y ya no puede ver el mundo completo.

–Esa voluntad “democrática” parece muy evidente en el Proyecto Nacional de Relatos, la iniciativa de la Radio Pública Nacional de donde surgieron los doscientos cuentos breves incluidos en Creía que mi padre era Dios, el libro que usted editó el año pasado. Son historias verdaderas, escritas por gente de todas las edades y orígenes y enviadas desde los puntos más diversos de Estados Unidos. ¿No es ésa la Gran Novela Nacional que se supone que sueñan con escribir todos los escritores norteamericanos?

–Es una manera interesante de pensarlo. El libro es una visión prismática y fragmentaria de los Estados Unidos. Por eso creo que es más interesante como un todo que por las historias que contiene. Cada historia es una voz, y cada voz canta su propia canción. Juntas forman un gran coro. No siempre cantan afinadas, pero aun así tienen una gran fuerza, y las disonancias son tan interesantes como las armonías. El único problema es que la audiencia de la Radio Pública Nacional es mayoritariamente blanca y de clase media. Muy pocas minorías la escuchan. De modo que el libro, valioso como es, representa sólo una parte de los Estados Unidos.

–¿Cómo sabe que las historias son efectivamente verdaderas? ¿Era un requisito importante para usted?

–Oh, sí. Pensé mucho en eso. Con algunos relatos tuve dudas y me puse en contacto con los autores, y siempre que me confesaban que los habían inventado, los dejaba de lado. Pero en la segunda parte del libro, en el capítulo “Objetos”, hay una historia muy extraña llamada “El muñeco”. Era tan desconcertante... Pero me había gustado mucho, de modo que contacté al autor y me juró que era verdadera, que todo había ocurrido tal como lo había escrito. Poco tiempo después, yo estaba en la librería de mi barrio, en Brooklyn, y alguien que estaba por ahí me dijo: “¿Conoce usted a Robert McGee? Es el tipo que escribió ese relato, ‘El muñeco’. Es un amigo mío. Y la historia es verdadera: ocurrió realmente así”. Así que tuve una especie de doble confirmación.

–Usted parece reivindicar la relación “natural” entre literatura y experiencia, pero al mismo tiempo invoca a menudo cierta reflexión europea sobre la literatura –Maurice Blanchot, por ejemplo, que preside La invención de la soledad– que la pone radicalmente en cuestión.

–Es que me interesan las dos cosas. Estamos hablando, en última instancia, de la relación entre el lenguaje y el mundo. El lenguaje es el único instrumento que tenemos para comprender el mundo. Pero al mismo tiempo el lenguaje falsea el mundo. De modo que vivimos en una suerte de brecha entre dos realidades. Sabemos que el sistema que nos permite percibir la realidad es un sistema cuya fidelidad es sospechosa. El lenguaje, por ejemplo, fabrica categorías; podemos ir refinando las categorías hasta llegar a niveles muy altos de especificidad, pero no siempre vamos a llegar a ese corazón que hace que un objeto, una persona o un hecho sean únicos. Hay momentos en que la poesía y la ficción se acercan mucho, pero no sé. Lo que yo hago es extraño: trato de escribir los libros que el lector podría escribir por sí mismo. Lo descubrí hace unos años, leyendo. Me di cuenta de que cuando leía, trasponía las cosas que estaba leyendo a lugares que conocía. Estaba leyendo Orgullo y prejuicio, la maravillosa novela de Jane Austen, que tiene muy pocas descripciones físicas –casi todo es diálogo y narración–, y me di cuenta de que todo sucedía en la casa donde yo había vivido de chico. Las hermanas Bennett estaban sentadas en el living de mi casa. Eso es lo que hacemos al leer: expropiamos lo que leemos para trasladarlo a nuestras propias experiencias, nuestros recuerdos, nuestros sentimientos. Por eso creo que cada lector lee literalmente un libro distinto.

–“Más que un novelista, terminé considerándome como un contador de historias”, dice usted en una entrevista. ¿Qué lo lleva a esta especie de filosofía de la simplicidad?

–Creo en una cierta lucidez, en una transparencia. Puede que sea imposible transmitir con simplicidad una idea extremadamente compleja, pero al menos podemos mostrar con claridad los pasos –a, b, c...– que quizá nos lleven a explicarla, en vez de cubrirlo todo con un vago manto de sombras y misterio. La vaguedad no produce nada. Hace unos veinte años tuve una conversación asombrosa con Edmond Jabès, un filósofo francés muy amigo. Hablábamos de la subversión. Y él dijo: “Todo escritor pretende subvertir. Subvertir las maneras de pensar y las actitudes convencionales, sacudir a la gente para que vea el mundo de otro modo. Si alguien quiere ser un poeta de vanguardia y arrojar palabras contra la página, creyendo que así combate contra el imperialismo del lenguaje, perfecto. Pero a nadie le va a importar un bledo. Lo único verdaderamente subversivo y perturbador es la claridad. Pensemos en Kafka. No hay frases más claras y transparentes que las de Kafka. Y al mismo tiempo nadie más perturbador”. Me parece una idea muy fuerte. La claridad es algo así como una generosidad de espíritu. Es reconocer que el escritor y el lector son seres humanos que están compartiendo una experiencia. No se escribe por las palabras en sí: se escribe para decir algo sobre el mundo.

–Usted escribió el guión de Cigarros, codirigió con Wayne Wang Blue in the Face y dirigió Lulu on the Bridge. ¿Qué lleva a un escritor a salir de su encierro para ponerse a hacer cine?

–Un antiguo interés por las películas y las imágenes. Y el deseo, perfectamente consciente, de salir de mi habitación de escritor. Gocé mucho trabajando con otras personas. Era algo que extrañaba desde mi época de deportista. Hacer películas, en cierto sentido, es como hacer deporte. Una mezcla de deporte y de guerra, donde uno es un general que debe mantener alta la moral de la tropa y ganarse la lealtad de los soldados para ganar la batalla. Para mí, como director, lo más importante era vivir una buena experiencia de equipo, que todos recordaran esos dos meses de trabajo con felicidad. Y creo que lo conseguí. Puede que Lulu on the Bridge fuera un proyecto demasiado ambicioso, pero hoy, cinco años después, mucha gente me dice que fue la mejor experiencia cinematográfica –tal vez no la mejor película– de su vida. Para mí, además, fue una gran revelación psicológica: dirigir me enseñó una forma extraña y sutil de expresar ira. Un día, por ejemplo, necesitábamos un auto. Era para la escena en que Mira Sorvino se va de viaje y la pasan a buscar. Yo quería un remise de los antiguos, esos en que la ventanilla trasera se baja del todo, para que se la pudiera ver saludando, mientras que en los nuevos sólo se baja hasta la mitad. Así que se lo pedí a Jeff Mazzola, elresponsable de producción, y Jeff me dijo: “Ningún problema. Ya tengo el lugar donde alquilarlo”. Llegamos al set. Era un día fácil, había pocas escenas para filmar. Una era una toma muy corta del auto en la calle; los actores se estaban vistiendo, así que aproveché el tiempo y decidí filmarla ahí mismo, y le dije a Jeff que de paso nos aseguraríamos de que el auto estaba bien. “El auto está bien”, me dijo. “Sí”, dije yo, “pero si no está bien quisiera saberlo ahora, así tenemos tiempo de cambiarlo”. La ventana, por supuesto, sólo bajaba hasta la mitad. ¿Qué podía hacer? ¿Gritarle por no haber hecho su trabajo? Yo sabía que no era así. Sabía que había pedido el auto adecuado. Así que, ¿por qué le iba a echar la culpa? Cuando vimos que el auto no servía, Jeff se puso tan mal, se sintió tan herido en su orgullo profesional, que llamó a la empresa de alquiler de autos y los insultó de arriba a abajo. Y yo me quedé ahí, viendo cómo Jeff le aullaba al teléfono, y me di cuenta de que él estaba expresando mi furia por mí, de modo que yo podía tratarlo bien, amablemente, y decirle que no se preocupara, que todo estaba bien, que ya conseguiríamos otro auto.

–Usted logró darle dignidad artística a un sentimiento muy desacreditado: el optimismo. Y lo logró, creo, demostrando que el optimismo también puede ser complejo.

–Una vez más, todo tiene que ver con tener una actitud honesta con el mundo. Hay miles de ejemplos de estupidez y crueldad; todo el tiempo vemos gente jodida, malvada, intolerante, odiosa. Un cínico mira el mundo y dice: “El hombre es un ser despreciable. No se merece el Dios que lo creó”. Y sin embargo hay gente buena en el mundo. Hay gente generosa que arriesga su vida por los demás. Y esa cualidad –la bondad humana– es un hecho. Y si yo dijera que no existe, estaría mintiendo sobre la realidad del mundo. La gente tiene esperanza. Todos tenemos esperanzas. Todos los días nos levantamos, nos vestimos y salimos a la calle con la esperanza de que sea un buen día y las cosas nos salgan bien. Aun las personas más pobres o más abyectas. De lo contrario, nos pegaríamos un tiro en la cabeza. Y yo quiero dar fe de todo eso. Quiero que esos momentos de gracia, felicidad y redención también formen parte del mundo. En eso está trabajando desde hace años Tzvetan Todorov, un francés que empezó haciendo crítica literaria y ahora hace lo que yo llamaría “filosofía moral”. ¿Por qué la gente es buena? No por qué es mala –dado que esa respuesta ya la conocemos– sino por qué, cuando se enfrenta con el mal, hay gente que no se somete a él: por qué hay gente que trasciende sus circunstancias. Quizás sea una de las preguntas más profundas de nuestro tiempo.

–¿Qué pensó cuando el músico Stockhausen dijo que los atentados del 11 de septiembre, aunque condenables, eran una gran obra de arte contemporánea?

–Entiendo lo que quiso decir, pero fue una frase muy desagradable. Ofendió a mucha gente. Y los atentados no fueron una obra de arte. Fueron, sí, un gran acontecimiento mediático montado por gente muy inteligente. Pero decir que eso es arte es una estupidez. Es asesinato. Y el asesinato en sí nunca es arte. Es como creer que una snuff movie (versión del cine porno que incluye crímenes reales) puede ser arte. Los atentados fueron una snuff movie en la que mataron a tres mil personas. Así que no encajan en mi definición del arte

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